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sábado, 7 de abril de 2007

La limonada y los judíos


Es Semana Santa y estoy en León. Entre otras muchas cosas, como la invasión de papones —nazarenos, para el mundo exterior—, el Santo Potajero de La Bañeza o el mediático “Genarín”, estas coordenadas significan que hay limonada.

«Hay limonada». Ese es el cartel que lucen estos días todos los bares de León. Y son muchos, uno por cada esquina en la que no haya un banco. La limonada es una bebida tradicional, a base de vino, frutas y especias, dulce y traicionera, que se va tomando de bar en bar para olvidar el rigor del frío y entonar el espíritu pascual. Es quizá nuestra "poción mágica", que diría René Goscinny.

Pero la mejor limonada, claro, es la que hacen las madres. La mía sigue la receta de la abuela, que también continuaba la tradición familiar. Y este año tampoco ha faltado; y como siempre, en cuanto la he probado, me he acordado de Alberto Lenz. Pero empecemos por el principio.

Cuando tenía veintiún años entré a trabajar para un importador de libros alemán llamado Alberto Lenz, radicado en Colonia. Su empresa acababa de comprar el fondo de un distribuidor argentino recién jubilado, y necesitaban un documentalista que supiera dónde poner los acentos y hacer una catalogación y un resumen de las obras con las mínimas garantías. Yo había estudiado Biblioteconomía en la universidad, así que una feliz coincidencia hizo que nuestros caminos se cruzasen y que, en la feria del libro de Frankfurt de 1994 me ofreciera un atractivo empleo.

Durante tres años dediqué las mañanas a elaborar una gigantesca base de datos, con toda la bibliografía hispanoamericana, que la empresa distribuía después a las bibliotecas universitarias de Alemania, Austria y Suiza. Fue una época feliz, que duró hasta que terminé el catálogo; luego, la empresa era tan pequeña que no había trabajo para mí.

Alberto Lenz era trilingüe, y tenía una brillante oratoria en alemán, en español y en catalán. Su familia había emigrado a Barcelona en los años treinta y había mantenido la lengua materna. Luego, él había vuelto a Alemania para estudiar filología y, tras trabajar en una importante editorial, se había lanzado a crear su propia empresa.

Un día, mientras tecleaba datos en el terminal de fósforo verde conectado a un servidor unix, Alberto, que estaba revisando nuevos títulos, empezó a refunfuñar. Encontró un libro en el que hablaban de los apellidos humillantes que en el siglo pasado se ponían a los judíos en los hospicios. «Siempre a los judíos», se quejó él, amargamente.

A mí no se me ocurrió mejor idea que contarle que en León era costumbre matar judíos por Semana Santa. Me miró con los ojos desorbitados, hasta que le aclaré que matar un judío era beber un vaso de limonada, y que se iba haciendo la ronda por los bares y dando muerte a unos cuantos hebreos en cada tasca.

Luego le di la explicación que a mí siempre me ha convencido más: en la Edad Media, a los judíos no se les permitía tener bienes inmuebles, ni ejercer determinados oficios, Así, sin otro remedio, se veían abocados a actividades mercantiles y financieras, en especial, a los préstamos. ¿A quién podían prestarle el dinero? Pues eso no ha cambiado en muchos siglos: a los ricos; en este caso, a los nobles. Y por ironías del calendario, los créditos solían vencer más o menos por Semana Santa.
En esas fechas tampoco faltaban nunca las soflamas ultrarreligiosas, que señalaban con el dedo a los deicidas, que habían asesinado a Jesucristo. Y después del ayuno de la cuaresma, nada mejor que unos cuantos agitadores en las calles, repartiendo vino —la limonada de hoy— y reclamando venganza, para que la muchedumbre tomara al asalto las juderías de Puente Castro o de Santa Ana. Y seguro que los agitadores, a sueldo de la nobleza, les dirigían sin error a las casas de los acreedores, que ya nunca recuperarían su crédito.
No había dejado de teclear mientras hablaba, pues para mí aquel asunto no tenía más interés que el de una anécdota histórica. Pero cuando le miré, estaba rojo, y su mirada era tan tensa que parecía que le iban a estallar los lentes de las gafas.

«Es una vergüenza», exclamó, muy acalorado.
«Ya, pobres judíos», repuse yo, algo desorientado. ¿Qué podía haberle molestado tanto?
«Yo soy judío», me dijo al fin, con un tono lacónico.

No me había dado cuenta; de hecho, ni se me habría pasado por la cabeza. Le observé detenidamente: su nariz larga y algo aguileña, la barba poblada y lacia, el cabello negro, la piel blanca, aunque por falta de sol… ¿Judío? Podría haber sido de León, de Soria, de Burgos, ¿qué más da? Yo nunca había visto un judío hasta entonces, o eso pensaba. No lo había visto porque no lo había mirado. Me hubiera dado exactamente igual que fuera hebreo o equilibrista, democristiano o rifeño: sólo era una persona. No sé si en aquel momento él pudo entenderlo.

Y hoy, ante el vaso de limonada, ya no me atrevo a hablar de matar a nadie.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Oye que lindo relato, yo me apellido Lenz y que crees, no soy judia por que mi abuelo se caso con una guiri pero es apasionate el mundo judaico.
saludos elsbeth Lenz