Uno de los privilegios de vivir en Cantabria consiste en que a menudo puedo charlar con Vicente Gutiérrez sobre poesía y otras obsesiones compartidas. Hace unos días tratábamos de calcular el número de lectores de poesía en España, y compararlo con el número de poetas. Sí, sí, puede parecer un entretenimiento excéntrico, pero desde luego entretiene.
Así, a ojo, aventuramos que la tirada media de un poemario de repercusión rondaría los ochocientos ejemplares. Y la de un éxito de ventas poético —por supuesto, Joaquín Sabina no cuenta— llegaría con dificultades a los dos mil. No parecen grandes cifras, pero la enorme estabilidad de los editores asentados de poesía nos hace deducir que no se arruinan; es decir, que si editan ochocientos o dos mil ejemplares es porque los venden —o los “colocan”— y, paralelamente, que si la tirada no es mayor es porque no tendría salida.
La segunda parte de la ecuación es de nuevo una estimación a vuelapluma de la cantidad de libros, revistas, plaquettes, pasquines, servilletas y puertas de bar sirven de soporte a la poesía actual. Lo de los versos anotados en soportes efímeros a las tantas de la mañana es más complicado de calcular, pero la cifra de poetas “activos” convenimos que podría oscilar entre el millar y los tres mil incautos.
En fin, como argumentar sin datos es maravillosamente fácil, llegamos a la conclusión de que en España sólo leen poesía los poetas.
¿Cómo no iba a exclamar Juan Carlos Mestre que «la poesía ha caído en desgracia»?
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