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jueves, 31 de mayo de 2007

Los que saben: Álvaro Valderas


Hay algunos escritores a los que no les basta con la literatura: algunos acaban atrapados en sus propios laberintos, otros acaban viviendo mundos inventados, y los hay que acaban enrolados en guerras que no son suyas. Y luego está Álvaro Valderas, con el que es imposible distinguir entre creación y realidad.
Vaya por delante mi rendida admiración por él: es mi escritor vivo predilecto. Y también lo sería aunque no fuéramos amigos. De hecho, creo que debería serlo también para el resto del mundo, por más que la fortuna le haya resultado esquiva.
Es autor de una obra ingente desperdigada por un archipiélago de revistas, fancines y libros colectivos. También de "Libro de cruentos", editado por la Diputación de León y "Bloody Mary", un libro sobre vampiresas que apareció en Ediciones del Curueño a finales de los noventa.
Sin embargo, su verdadera obra es su vida. Escribe sin cesar, mucho más de lo que parece físicamente posible. Es capaz de terminar un novela en dos semanas y todos los años firma al menos un centenar de relatos; pero es que son muchos más los que bullen en su cabeza. Pasar un rato con él es ver cómo surgen simultáneamente ideas brillantes y descabelladas, en un torrente guasón que se burla de un mundo que comprende demasiado bien. De reflejos rápidos y siempre dispuesto para la chanza, conversar con él es pura gimnasia mental: no hay nada que no haya leído, no hay concepto al que no pueda dar la vuelta hasta encontrarle un enfoque cómico. Pero lo más espectacular es verle conversar con su madre: más que hablar, parece que le estuviera escribiendo una carta.

Erudito noctámbulo, asiduo de la noche y sus peligros, es su propio personaje de ficción, perdido en los recovecos más literarios de la realidad. Seductor, amigo del peligro, de corazón frágil y presa de cualquier utopía, vive contra el éxito sin regodearse en su malditismo. Yo no quisiera ser él —soy, por desgracia, mucho más cobarde y convencional—, aunque daría cualquier cosa por robarle un poco de su talento.
Pero Álvaro no sólo es escritor: es cualquier cosa que quiera ser. Cuando le conocí —yo era un pipiolo de dieciocho años y él ya era un escritor curtido, aunque tan desconocido como ahora—, en 1991, estaba inmerso en "Titilabus", una de sus ideas fabulosas contra las que se conjuran los elementos. Junto a su amigo Paco el Pintor, realizaban cuadernos, carpetas y papel pintado con técnicas de Pollock. Y lo cierto es que los resultados eran espectaculares. La tarea le absorbía de tal manera que hasta por la calle andaba con su bata y los zapatos llenos de lamparones de pintura. Firmaron un contrato en exclusiva con una papelera de Valladolid, les entregaron la producción de medio año... y la papelera dio suspensión de pagos y se llevó por delante el capital de Titilabus y el interés de los afectados.
Y podría contar muchas más aventuras del mismo calibre, pero las reservo para mejor ocasión. Sabiendo que no podéis esperar más para conocer su obra de primera mano, aquí os dejo un breve relato que ha escrito expresamente para los lectores de esta página. Que lo disfrutéis.

Una mosquita muerta

por Álvaro Valderas


El presentador de televisión más popular, con un telescopio doméstico, no tan simple como un juguete ni tan sofisticado como una herramienta profesional, había descubierto un nuevo planeta. Se quedó sorprendido. Volvió a mirar por el canuto, con mayor detenimiento aún, persiguiendo la posible falla, sólo para constatar que ahí estaba, sin discusión. Entonces tomó el teléfono y se lo contó, con voz apresurada y plagada de matices, a un amigo importante que entendía de aquellas materias, le dio las coordenadas, superó sus dudas, respondió acertadamente a sus inevitables objeciones. Como en la aldea global no existen palabritas al oído ni comunicaciones privadas, la conversación fue grabada y remitida a un centro de seguimiento. En pocos minutos, cientos de personas estaban enteradas, y terriblemente escandalizadas: No se trataba ahora de un científico oscuro y perdido en la nómina de esos grandes observatorios que a nadie interesan, ni el término empleado había sido “planetoide” o cualquier otro vocablo difuso que permitiese la menor duda al respecto de su naturaleza como cuerpo celeste, o a su tamaño. Cierto que en periódicos locales durante años se han venido publicando artículos que cuestionan la constitución admitida del Sistema Solar, pero nadie lee esas columnas segundonas y, aunque así fuera, tampoco creerían a pie juntillas las noticias de la prensa, especialmente en un tema tan amarillista. Pero el conductor de un programa concurso con el máximo nivel de audiencia mundial, hablando claramente y sin tapujos de un nuevo planeta, se convertía en materia de fe. A más de uno se le revolvieron las entrañas, y su teléfono no dejó de sonar. Videntes y astrólogos, principalmente, a quienes el horóscopo se les venía encima, y sus predicciones se encontraban de repente sin la más mínima base, y para quienes el futuro comenzaba –por primera vez en la vida- a ser incierto. Estudiosos también, aunque pocos, y prudentes, defendiendo su cátedra universitaria desde el “se aprende algo nuevo cada día”. Extramuros, el presidente de la nación más poderosa de la Tierra llamó al de los Estados Unidos, le rogó, le previno, no quisiera yo decir que le ordenara, pese al tono. Al colgar, éste había empalidecido, como en los momentos de crisis. Se decidió por la opción más comprobada, pero la geografía no era su fuerte y a su asesor no se le ocurría qué país bombardear. De pronto, su cerebro se iluminó con la luz de una revelación, le había venido fresco el recuerdo de aquella nana tan regañona que entorpeció la mitad al menos de sus fechorías de infancia.
—Lo siento, señor, pero bajo ningún concepto es el momento apropiado para atacar China.

Al final de una jornada intensísima y excesivamente larga para sus viejos huesos adoloridos, el presentador tomó partido. Había escuchado las súplicas y los argumentos de amigos y desconocidos muy recomendados, había sopesado el beneficio mayor de la Humanidad contra el suyo propio como descubridor notable y, por fin, se había visto en la necesidad filantrópica de condescender.
Bordeó su telescopio culpable, con la esquina inferior de la camisa limpió bien la lente, regresó al visor y apuntó hacia los apartamentos de enfrente, donde a esas horas siempre había alguna vecina cambiándose.
—Sería una mosquita muerta, pegada al cristal.

miércoles, 30 de mayo de 2007

El ocaso de la correspondencia

Hace tiempo que por correo ya no llega nada bueno, que cuando abres el buzón, aunque esté lleno, sólo encuentras propaganda, cartas del banco y disgustos.

Todo empezó con las mensajerías, capaces de entregarte por la tarde el paquetito que habrías recibido a la mañana siguiente, aunque el servicio resultaba diez veces más caro. Las agencias arrinconaron a los carteros, a los que arrebataron incluso el uniforme. Y en lugar de vespas amarillas, coparon las calles las furgonetas con acrónimos y sus mensajeros de sueldos menguantes y contratos precarios.
Luego, entre el pirateo y las tiendas de Internet, se acabó el comprar discos por catálogo, la hojita en el buzón, la caminata hasta correos, los nervios al comprobar si los discos se habían dañado en el trayecto.
Este ocaso no afecta sólo al transporte de mercancías: tampoco las buenas noticias llegan ya por reparto postal. Antes, si ganabas un premio o te concedían una beca, vivías en la ignorancia hasta que llegaba una carta con la buena nueva. Ahora, la buena fortuna tiene alas: si ganas un concurso te llama el jurado por teléfono, si Hacienda te devuelve algo te lo comunica con un mensajito al móvil, y si has aprobado un examen la nota aparece en Internet. Nada de esperar: nunca es pronto si la dicha es buena. Incluso —tengo entendido, porque no ha sido mi caso—, cuando un editor acepta publicar tu libro, no te escribe: te llama para avisarte de que te va a enviar un contrato… por correo.
Aparte de las buenas noticias, lo que más nos gusta a todos encontrar en la correspondencia son las cartas de los amigos y familiares. ¿Las recuerdan? Sí, hombre, esas hojitas escritas a mano, que empezaban con el lugar y la fecha y terminaban con un parabién y un garabato —aunque hay verdaderos artistas de las rúbricas—. Claro, las cartas personales. Las había de la novia —las más queridas—, de los amigos lejanos, de pésame, ilustradas, perfumadas, de cumpleaños o hasta preñadas —con algún regalito dentro, un pequeño billete o un talón. Y luego estaban las postales, una especie postal a medio camino entre el exhibicionismo y la economía más ajustada. Y las cartas que nunca llegaban, esas que te dejaban dudando entre la fiabilidad de Correos y la de tu corresponsal. Y ahora, una carta manuscrita es un objeto exótico, una reliquia del pasado. El correo electrónico —más barato, más rápido, más ecológico— ha sido el lógico sucesor; claro que también carga con sus lacras, como la de esos amigos tan queridos que, a falta de algo que contar, se despachan con una ración de vídeos cutres o pogüerpoins de mamonadas, en lugar de decirte: «¡Eh! ¿Qué tal? Te echo de menos. Besos». Si con eso basta, no hace falta atascar los servidores.
De modo que, al final, en los buzones de los portales, o en esos improvisados en las ranuras de las puertas, ya sólo entran malas noticias: que si una multa de velocidad, que si le debes tanto al banco, que si hay reunión de vecinos…
Y, a pesar de todo, cada día, cuando llego a casa, lo primero que hago es abrir el buzón, ilusionado, esperando que hoy alguien, por fin, se haya acordado de mí.

martes, 29 de mayo de 2007

Qué quiero ser de mayor




Quien más, quien menos, todos guardamos, en algún rincón bien abrigado de la memoria, algún secreto anhelo que quisimos hacer realidad y, por algún motivo, nunca lo logramos. Todos llevamos dentro un pequeño Napoleón, agazapado y con la mano en la tripa, que de vez en cuando nos intenta camelar para que conquistemos el mundo. Sea como respetados científicos, estrellas de cine o ganando el Roland Garrós, ¿quién no ha tenido nunca una vocación oculta, apasionante pero irrealizable?

Yo mismo creo que he padecido casi todas: desde presidente del gobierno hasta Papa de Roma, pasando por investigador privado y ariete goleador. Cada etapa de la vida tiene sus aspiraciones, y suelen curarse solas; como ahora, en la que lo que quiero es —más que ser escritor— que me lean, pero igual se me acaba pasando pronto.

Fruslerías aparte, hay algunas obsesiones que me han acompañado durante mucho tiempo, y a pesar de que parezcan remitir, aún de cuando en cuando reaparecen. De niño, por ejemplo, quería ser muchas cosas, pero sobre todo deportista. Mi padre había jugado en la Cultural y en el Ademar, y también fue en algún momento profesor de gimnasia. Lo malo es que yo entonces era un chico flaco y desgarbado (¿quién lo diría ahora, verdad?), muy “jijas” para el balonmano y demasiado canijo para jugar de alero.

También quise ser artista. No, no se me asusten: como Concha Velasco, no. Artista de verdad, de los que pintan, esculpen, se ponen boina sin que nadie les haga chuflas y son capaces de asegurar sin descojonarse que dos brochazos paralelos simbolizan el aliento vital de las evolución de las especies. Lo que pasa es que yo no valía para la plástica: de morro voy sobrado, pero luego resulta que tengo dos manos izquierdas. ¡Y no soy zurdo! De dibujar, na de ná. De proporciones… en fin, mejor no intentarlo. Lo mío es más la teoría, lo de los manifiestos y esos asuntos.

Y luego, mi gran ilusión, la única que podría decir que es mi frustración creativa: la música. Bueno, aclaremos: no “toda” la música, porque me imagino cómo mi querido amigo Alejandro López —que es un exquisito al que le gusta la música antigua, y además un más que aceptable pintor— se revolvería en su tumba al leer esto, si no fuera porque aún no ha fallecido. Ahora ya no nos vemos nunca, pero siempre que me pillaba escuchando música me decía: «Chico, tantos años escuchando esto te deben de haber causado daños cerebrales irreparables». Pues sí, mamonazo, y a la vista están sus efectos a largo plazo.

Siempre quise ser músico. O quizá no haga tanto; fue más o menos desde que descubrí el pop. La culpa la tuvo Radio Futura y su moda juvenil. Hasta entonces, para mí aquello de los pentagramas no era más que una tortura. Mi madre tiene tanto talento creativo, que siempre que ha atisbado la más mínima posibilidad, nos ha lanzado de cabeza por la pendiente artística. En mi caso, con resultados más bien discretos.

El problema es que no tengo oído. No me gusta recordarlo, pero no me quisieron en el coro del colegio. Y, aún peor, ni siquiera en el de la parroquia, que aceptaban a todo el mundo. Pero es que tampoco me va mucho mejor con el sentido del ritmo. Mi primera mala experiencia, de muy pequeñito, fue en el conservatorio. Preparatorio de solfeo. El profesor era un mastodonte —claro que yo tenía ocho o nueve años— que utilizaba una vara no para dirigir sino para atizar al que fallaba el compás. Y yo, ni el dos por cuatro ni el compasillo: antes de que me tocara a mí, abandoné el curso.
Mi madre no se rindió: me envió a clases de guitarra. Mi hermana y yo cruzábamos la ciudad dos tardes a la semana, hasta la casa de Sagrario, una hermana del gran Venancio García Velasco, y allí practicábamos el “Fandango de Huelva” y el “Belachao, chao, chao”. Pero mis dos manos tenían para las cuerdas el mismo talento que para los pinceles. Más o menos, y con cierta dificultad, puedo hacer medio rasgueo y tocar alguna ranchera de Antonio Aguilar —“Tu retratito” y “Caballo prieto azabache” eran mis favoritas—, pero no garantizo nada.

Sin embargo, las canciones de Mocedades y otros latazos de la época que nos enseñaba Sagrario no llegaron a interesarme demasiado. Con decir que lo mejor de la tarde solía ser que mi hermana —algo que sucedía con inusitada frecuencia— encontrara una moneda de veinte duros durante el camino, que nos gastábamos en golosinas. Sí, Alicia era muy afortunada; luego le diagnosticaron hipermetropía, le pusieron gafas y ya nada volvió a ser como antes.

Y por fin, a las puertas de la adolescencia, me atrapó la música. Los Nikis, Gabinete Caligari, Loquillo, Alaska, Los Toreros Muertos… Y los leoneses, claro: Cardiacos, La Fuga, Fundición Odessa, Deicidas y, sobre todo, Los Flechazos. Me pasé año y medio entero ahorrando —no es que la propina fuera muy generosa, la verdad— para comprarme una guitarra eléctrica. Era la más barata de una tienda barata, y debía de sonar a rayos, pero era mi guitarra. Como no tenía amplificador —ni tampoco ni puñetera idea de cómo iba aquello— la enchufaba al equipo de música de casa, ponía al lado un radiocasete con lo que grababa de la radio y aburría a todo el barrio con los guitarrazos sin sentido que daba. Tanto, que hasta me miraban raro por la calle.

El primer intento musical fue con algunos compañeros del colegio; Jesús Álvarez —que no era el presentador de Estudio Estadio, y le molestaba mucho que le tomaran el pelo con eso— tocaba el saxo, y un tal Pedrosa, que decía que le gustaba el ska, improvisó una batería con un bote de detergente y algo de menaje de su madre. Aquello sonaba… en fin. Llegamos a hacer casi dos canciones: “León también existe” y “Vete de aquí, ya no te aguanto”. Digo “casi”, porque yo me encargaba de las letras, y ésa es una de mis mayores frustraciones: jamás he conseguido escribir una canción. Lo de los artículos, cuentos y tal, pase; pero las letras para música siempre se me han resistido. Además, coincidió que un grupo local sacó una canción llamada “Esto es León”, y nos hundió en la miseria. Pudimos haber alcanzado la cima a nuestros trece años, pero claro, así, sin el apoyo de un productor, sin la promoción de una multinacional, es muy difícil…

Después, ya no ha habido manera. He tenido amigos músicos, con mucho talento —y algunos, con bastante menos—, que me han hecho ver claramente de que aquel no era mi camino. Yo nunca podré tocar la guitarra como Ramón Díez, que es el Jimmy Hendrix de La Palomera. Tengo que asumirlo, claro.

A mediados de los noventa, en un rastrillo de Colonia, me compré un bajo. Era un Ibanez algo hecho polvo, de color “sunburst” —que no sé decir exactamente qué color es en castellano: es oscuro por fuera y va clareando por capas, desde el marrón hasta el amarillo, con toques de rojo; “sunburst”, vamos—. «El bajo es muchísimo más fácil de tocar», pensaba yo. Pues no. Me pasé un verano con mi hermano Pablo tocando canciones de Green Day, y después de dos meses Pablo lo hacía de cine. Yo… bueno, ¿qué más? Ah, sí: mi amigo Dimitris. Dimitris Mourvakis era un chaval estupendo, un chico de Tesalónica que tocaba muy bien la guitarra, y que se empeñó en que practicáramos un poco, para divertirnos. Yo escribí media canción —“Ella es así”, se titulaba— pero la cosa no cuajó. De todos modos, mi amigo no dijo nada, entre otras cosas porque andaba detrás de mi hermana Alicia, y no era cuestión de mosquear al cuñado.

Aún más tarde, allá por el 2002, yo dirigía una emisora de radio en La Bañeza, y después de grabar una maqueta para Vortex, un grupo hardcore local, me volvió a entrar la fiebre roquera. Lié a Santiago López —un histórico de la música del sur de León— y a un chiquillo muy prometedor, Víctor, y allí nos acoplamos mi amigo Rafa Cabo y yo. Después de largas semanas de ensayos, conseguimos hacer sonar algo parecido al “Have you ever seen the rain?” de la Creedence, en versión de Los Ramones. Y, cuando ya nos encontrábamos en disposición de acometer nuevos retos, aprobé mi oposición y mi carrera hacia el estrellato se vio de nuevo truncada.

Obsesiones. Vocaciones. Ilusiones. Aspiraciones. De eso, creo, gastamos todos. Mi hijo, por el momento, se conformaría con jugar en el Racing, pero me temo que pronto se le ocurrirá algo aún más inalcanzable. ¿Y qué me decís de vosotros? ¿Qué hubierais querido ser y no pudisteis? ¿O todavía albergáis esperanzas?

Yo ya estoy casi resignado a mi suerte. Sin embargo, desde hace unos días, tengo una idea rondando por la cabeza. Se me ha ocurrido media canción y ando dándole vueltas a qué podría hacer con ella. Y es que soy incorregible. Se titula “Siglo XX”, y ya no voy a dar más pistas.

lunes, 28 de mayo de 2007

La paja en el ojo

La prensa deportiva es siempre motivo de regocijo: si ha ganado tu equipo, saboreas el triunfo —aunque sea de segunda mano y por persona interpuesta, claro—; pero, si no ha ganado, nunca faltan motivos de alegría. Porque estos diarios, siempre dispuestos a divertir al lector, no dejan pasar ninguna oportunidad de incluir algún guiño cómplice a sus lectores.

Queridos plumíferos del deporte: gracias. ¡Y es que hay que ver cuánto nos hacen reir! Vean, si no, lo que publica hoy el diario As (firmado, eso sí, por un fulano que se hace llamar "Efe", así, en plan misterioso, en lugar de las habituales —e intachables— firmas de R. Silva y J. del Olmo):

Alejados ya del sueño de la UEFA, el Racing saltó al terreno de juego con un equipo inédito en el que sobresalía el cambio en la portería, donde Calatayud sustituía a Toño. Además, Cristian Álvarez y Oriol suplían en defensa a los lesionados Pinillos y Garay, repetiendo Melo alante con Zigic, por la sanción de Munitis.
¡Felicidades, "F"! Esas incursiones de lo popular en el discurso formal siempre producen efectos muy humorísticos. Tanto, que crean escuela. Vean lo que publicaba también (hasta que desapareció, curiosamente) El Mundo Deportivo:

... Además, Cristian Álvarez y Oriol suplían en defensa a los lesionados Pinillos y Garay, repetiendo Melo alante con Zigic, por la sanción de Munitis. ...

Pero lo más curioso aparecía un poco más adelante, en el mismo artículo, cuando el propio "F" cuestionaba las aptitudes futbolísticas de los jugadores de un partido:

Y, a partir de ahí, si en la primera parte se había visto poco fútbol, en lo que quedaba de partido sólo la vestimenta de los jugadores y la forma del terreno de juego permitía saber a qué se estaba jugando en Santander.

¡Cuánta razón tiene este hombre! Y es que ya no hay ni profesionalidad, ni nada. ¿Qué sería de nosotros si todo el mundo desempeñara un trabajo para el que no está preparado? Hay que ver qué bien lo hace usted, eso de criticar.

Ah, por cierto, señor redactor anónimo de la agencia EFE, la Real Academia Española tiene un mensaje para usted:

Aviso

La palabra alante no está en el Diccionario.

Trastienda electoral

Supongo que ningún político va a entretenerse en comentarlo —y mucho menos, plantearse hacer algo al respecto—, pero opino que algunos resultados electorales merecerían más un minuto de reflexión que el eterno silencio que van a provocar.
Hablo del caso concreto de la ciudad de Barcelona. Estos son los datos oficiales:


(Fuente: Ministerio del Interior, 28 de mayo de 2007, a la 1:12 h.)


No hace falta un análisis muy profundo para descubrir que la abstención pasiva ganó por mayoría absoluta.
Y aún más: la abstención activa fue la opción escogida por uno de cada veinticinco barceloneses, que votaron en blanco.

En la votación se dirimían 41 sillones del consistorio. Algunos mejores que otros, unos más a la derecha y otros más a la izquierda del "padre", pero 41 sueldecillos que nada tienen que ver con la triste realidad mileurista que nos rodea. Por la cuenta que les trae, silenciarán el asunto, pasarán por él de puntillas como si fuera una más de las pleitesías de la democracia. Sin embargo, al menos 21 de esos sillones deberían quedar vacantes: eso han dicho los votantes, al ser consultados. O, en el peor de los casos, al menos ese cuatro por ciento debiera tener representación en el pleno, con una poltrona vacía y otro de los concejales cobrando a tiempo parcial. Porque nadie los ha elegido.

Item más: esta elección debería repetirse. No, no estoy pidiendo que los políticos vuelvan a gastarse una millonada en tratar de arrancar votos. Pero, como en cualquier votación que se precie, es necesario el quorum. Si ni tan siquiera la mitad de los interesados se han personado para aportar su opinión, la consulta no debe, no puede ser vinculante. ¿O es que la opinión de la gran mayoría no importa? ¿No es la democracia un juego de mayorías?

Es urgente una reforma de la normativa electoral, que recoja la verdadera manifestación popular que, como dicen pomposamente los políticos, cuando quieren ponerse estupendos, "emana de las urnas". Y también, la que no emana de ellas, porque el próximo alcalde de Barcelona no sólo será el que más hayan votado los barceloneses, sino que será, simultáneamente, el alcalde al que la gran mayoría de sus ciudadanos no han elegido.

"¿Y a quién le importa?", argumentarán los sesudos opinólogos, dando por sentado que el increíblemente alto índice de abstención se debe a la apatía ciudadana. Que haga buen día, o que la liga esté al rojo vivo pueden servir perfectamente como excusa para transferir la culpa a los votantes. Y es que no espabilamos: el voto en blanco es una protesta manifiesta; sin embargo, no acudir a votar, ese "yo paso", sin más explicaciones, resulta tan inútil que ni siquiera llega a ser un gesto. Comprensible, sí, pero inútil.

Comprensible porque el desencanto de lo político llega a tal medida, que ya optamos por dejarles hacer, por no querer saber nada del asunto. Que hagan lo que quieran, que nos pasen la factura, pero que no nos molesten. Y así nos luce el pelo, evidentemente; porque, al final, siempre perdemos los mismos.

viernes, 25 de mayo de 2007

Historias de un escritor: Cómo ser nadie


“Cómo ser nadie” no es un manual de autoayuda, pese a que su título pudiera inducir al error. Y, la verdad, tampoco iba a ser un blog . De hecho, hasta hace apenas dos meses, yo me resistía a escribir en internet.

Y es que este “Cómo ser nadie” no es un objetivo sino una realidad constatada; no es una guía hacia el perfecto anonimato, sino una suerte de reconstrucción del desastre. Un capítulo final, un epílogo de un proyecto llamado “Diez años de silencio”. Aunque igual sería conveniente comenzar por el principio, para que tú y yo estuviéramos en igualdad de condiciones.

Quizá podría empezar confesando que yo también tuve esperanzas. Y ambición. Supongo que fui —o quise verme a mí mismo— un joven prometedor. Tenía cierta facilidad para escribir con coherencia, para ganar premios y para conseguir que me hicieran caso. Cierto que sólo escribía chorradas —más o menos, como ahora—, pero tenía la inmensa fortuna de que se publicaran en la prensa local y tuvieran cierta repercusión.

Veinte años. Con veinte años y un par de libritos publicados, ¿quién no sacaría pecho? Además, nadie puede imaginar lo que significa en León ser un joven escritor; incluso, aunque todavía no hayas escrito nada. De verdad, es inimaginable. En León no tenemos un gran club de fútbol y, para colmo, se llama “Cultural”. Porque las estrellas allí no son los virtuosos del balón, sino los escritores. Existe una verdadera devoción por la cultura y sus artífices.

A mí, inexplicablemente, me correspondió vivir esa fiebre, en mi primera juventud. Entrevistas, reseñas, lecturas, colaboraciones… Y eso, sin haber hecho aún nada. En mi tierra somos conscientes de cuál es nuestro verdadero capital, y hay un afán desmedido por los hallazgos; igual que en la montaña se arrancaba antes la antracita de la tierra, así se intenta ahora encontrar nuevos escritores.

En seguida, casi sin quererlo, acabas creyendo que todo es real. Que eres una joven promesa. Que vas a conseguirlo. Que vas a ser alguien importante. Que vas a ser alguien.

Luego llegó el silencio. Lo expresó mucho mejor Antonio Gamoneda:

«Durante quinientas semanas he estado ausente de mis designios.»


Yo también estuve quinientas semanas sin escribir. Quinientas semanas que me parecieron quinientos años. Quinientas semanas en las que darse cuenta de que no has llegado a donde pretendías, que no has cumplido las promesas, que la gran esperanza se desvaneció por sí sola.

¿Por qué aquel silencio? No hay motivos, no he sido capaz de encontrarlos. Quise hacer una novela, que nunca terminé. Quise ser poeta, columnista, narrador… Y no conseguí nada de eso. Sólo una década de fracaso ininterrumpido.

Es duro; valga el feo anglicismo para constatar que cuesta asumir la derrota. Y sin embargo, puedes sobreponerte. Yo quería ser alguien. Iba a ser alguien, de hecho. Pero la realidad tenía su propia opinión, y diez años después todo es diferente. No recuerdan tu nombre. Aunque aceptan tus artículos, ya no esperan nada de ti. Ya no vas a llegar. Ahora ya no eres nadie.

Esos fueron mis “Diez años de silencio”, que algún día relataré. Porque antes, al emplear la palabra “fracaso”, quizás me quedé corto: Yo lo experimenté como el desastre de la armada invencible frente a las costas de la pérfida Literatura. Y, sin embargo, en mi vida personal fue un tiempo muy intenso; sin escritura, eso sí, pero lleno de acontecimientos felices. Recorrí el mundo, me tomé muchas licencias, postergué las obligaciones. Tuve otros sueños, otras aspiraciones. Fui bueno, fui malo, pero intenté siempre ser algo. Conocí a tanta gente que empecé a comprender muchas cosas que creía incomprensibles. Modelé mi propia visión del mundo. Me di cuenta de que las ideas de otros, las ideas convencionales, no son las más adecuadas, no me sirven. Que los prejuicios no sirven de nada. Que lo que creía nefasto quizás no era tan malo. Descubrí qué era lo verdaderamente importante para mí. Y, sobre todo, que todavía tenía sueños. Todavía quería escribir.

No fueron años de infelicidad, no. Fueron años de dispersión, de esfuerzo denodado en ocasiones. De mucho amor, también. Y de cambiar pañales, que no es nada literario. De tomar decisiones importantes, de reconciliarme conmigo mismo.

Estoy convencido de que aquellos diez años fueron la etapa más decisiva de mi vida. Si no hubiera roto con mi “prometedora” carrera, ¿qué habría logrado? ¿Tendría una columna, un par de libros publicados, un grupito literario en el que sentirme atrapado? Habría entrado en el juego de los favores, en el “mundillo” de la vanidad, y quizás habría conseguido situarme.

Sin embargo, sospecho que no habría tenido mucho que contar. Como esos escritores que hablan de cualquier cosa, pero no la han vivido; sólo saben lo que han leído. Yo quiero pensar que todo lo que escribo es de primera mano, porque surge de mi propia experiencia. Porque escribir no es sólo una técnica: también hay que tener algo que contar. Yo antes no lo tenía, y ahora, a veces, tengo hasta de más.

¿Y a cambio de qué? Del duro peaje de encontrarme todas las puertas cerradas, de perder mis contactos, mi pequeño prestigio, de cancelar mis esperanzas como si me hubiera atrapado el “overbooking” —underbooking, o underwriting, en mi caso—. De terminar siendo nadie. Y, aún peor, de terminar aceptándolo.

Habemus articulum

Ya están los resultados de la encuesta sobre el próximo artículo de este blog.
Al final habéis votado 35 amigos, lo que no está nada mal, y el artículo elegido ha sido "Historias de un escritor".
Gracias a todos los que habéis participado, tanto votando como en los comentarios, y espero que el artículo os resulte interesante. Y gracias, también, a los lectores silenciosos —304 desde el lunes, según el google analytics—.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Una candidatura ejemplar

En la República de Utópika —que es un lugar que no aparece en los mapas porque me lo he inventado yo—, también están de elecciones. Y la plataforma PAMÍ ha presentado una lista, tan cerrada, tan llena de experiencia, tan contrastada y tan incontestable, que dado que es la única inscrita parece llevar todas las de ganar. Vean, si no me creen, qué papeleta:






Más que una papeleta, es un papelón. Queridos amigos, es nuestro deber moral auxiliar a los atemorizados utopikianos; os pido vuestra colaboración para elaborar una candidatura alternativa que pueda ofrecer un resquicio de esperanza a ese noble pueblo: ¿A quién podríamos incluir en una lista que, de verdad, mereciera la pena votar?

Votar o no votar

Con esto de las inminentes elecciones, es prácticamente imposible tomarse un café sin tener que tocar el abominable asunto de la política. Esta mañana, entre cucharada y cucharada, el amigo Llanillo me preguntaba por la diferencia entre abstenerse, votar en blanco y el voto nulo. Como puede verse, la cuarta opción —la de votar a un político— ni se contempló.
La cuestión es que me pilló completamente fuera de juego; lo poco que sé es que hay dos opciones de no votar (a políticos, se entiende):

  • Abstención pasiva
Simplemente, no ir a votar. Aunque pueda s

La encuesta

Sigue aún abierta la consulta popular sobre el tema del artículo que aparecerá al final de esta semana.
Todos los detalles, aquí.

Más sobre ratones aficionados a la lectura

Parece que los roedores literarios la hayan tomado conmigo. Tan tranquilo estaba, corrigiendo un texto, cuando me topo con este pasaje:

Hallábame ya en la frontera misma: con sólo dar un paso me encontraría fuera de España. ¿Iba a ser por mucho tiempo?
Pensé en mis libros más queridos: Argensola, Alarcón, Rioja, Víctor Hugo, Musset... ¿volvería a verlos como los dejaba?
Durante una larga ausencia había tenido ocasión de observar que a los ratones les gustaban los buenos versos. Desde entonces nunca abandoné mis libros sin tomar ciertas precauciones que en mí se hicieron habituales. Colocaba los buenos a cierta altura y debajo los malos. Esta maniobra que, según mi costumbre, había puesto en práctica a mi salida de Madrid, me tranquilizaba un poco. Mis poetas favoritos habían quedado arriba y abajo había prosa de Cañete y versos de Cánovas para que los ratones se entretuvieran.

Eugenio García Lavedese
"Memorias de un conspirador republicano"


Como dijo el gran Groucho: "hay ratoncitos muy desarrollados". Y muchas formas de hacer crítica literaria con sorna y recochineo, como aquella hoguera que se hiciera en aquel pueblo manchego de cuyo nombre es tan difícil acordarse.

martes, 22 de mayo de 2007

La tensegridad según Valentín Gómez Jáuregui

La ingeniería como una de las bellas artes: eso es lo que consigue transmitirnos Valentín Gómez en su libro "Tensegridad: Estructuras tensegríticas en ciencia y arte", que se presentará dentro de unas horas en Santander.
¿Qué es la tensegridad? Valentín, como es un poeta, nos dice que son "arpas tridimensionales en el espacio". Luego, mucho más técnico, nos da una definición precisa, llena de jerga científica, pero, para entendernos, son esas construcciones formadas por tubos metálicos que, sin llegar a tocarse, parecen sostenerse mágicamente en el aire, y mantienen su inesperado equilibrio gracias a cables en tensión.
Tan sencillo, y tan complejo. Véase, como muestra, esta prodigiosa escultura de Kenneth Snelson, "Sleeping Dragon".




Valentín ha dedicado varios años a estudiar este fenómeno, y en una obra tan rigurosa como accesible lo pone hoy al alcance de todos. Y sé bien de lo que hablo, pues he tenido la fortuna de participar en la producción material del libro.
Y, en el proceso editorial, descubrí también una interesante historia, oculta entre sus páginas: la disputa entre dos expertos por reclamar su descubrimiento.

Los dos autores en liza son el ingeniero e inventor Richar Buckminster Fuller, y el artista plástico Kenneth D. Snelson. La historia arranca en el verano de 1948, cuando Fuller era profesor —y, además, de rebote, sustituyento a un colega— de un College de Carolina del Norte. Por allí apareció entonces Snelson, que sólo era un estudiante de Bellas Artes, que estaba investigando los modelos tridimensionales con la intención de aplicarlos a la escultura.
Fascinado por las corrientes de la ingeniería del momento, el joven estudiante comienza a crear sus propias obras, aplicando las teorías de —entre otros— Fuller. Así, en el verano siguiente, crea la primera escultura tensegrítica. Y, emocionado, se va derechito a buscar al profesor para mostrarle su hallazgo. Y, tal y como suceden estas cosas, el docente, que en seguida vio el alcance del asunto, debió de decirle: "tranquilo, que ya me encargo yo de todo".
Fuller lo llamó "tensegridad", a partir de su concepto de "integridad tensional". De hecho, lo llamaba "mi tensegridad". El joven alumno, que de buena fe estaba esperando el reconocimiento de su labor, empezó a ver cómo pasaban los años y el profesor aparecía en todos los foros como artífice en solitario del descubrimiento.
Años después, Fuller, que se había atribuido todo el mérito, acabaría por ceder a las presiones del artista, llegando a admitir que, durante sus investigaciones, Snelson "aportó una ayuda intuitiva extraordinaria". El profesor fallecería a principios de los ochenta, sin llegar a reconocer por completo la intervención del entonces alumno en el descubrimiento.
¿A quién corresponde, pues, el hallazgo? Valentín Gómez Jáuregui tiene su propia opinión al respecto, pero no sería apropiado revelarla aquí. Para ello, os recomiendo que consigáis su libro, donde lo explica todo claramente.
Mientras tanto, podemos ir abriendo boca con esta espectacular muestra de tensegridad, la Torre de Agujas. Torre a la que seguro que algún becario despechado no le importaría subir a algún que otro mentor, con intenciones nada edificantes.


lunes, 21 de mayo de 2007

Artículos a la carta

Si nos ponemos a teorizar —que nadie se asuste, que serán sólo un par de líneas—, resulta que esto de escribir en un blog no es exactamente igual que hacer artículos, digamos, "tradicionales", de los que se publican en un periódico o similar. Tú lo entregas en la redacción, o lo mandas por correo electrónico, y no te dan ni las gracias. Lo sacan cuando les parece, sin avisar, y luego, como única reacción de los lectores puedes, si cuadra, recibir un par de palmetazos en la espalda de amigos y conocidos cuando te los encuentras en la cola de la panadería o tomando cañas por ahí.
Y sabes que te leen porque, en ocasiones, algún ciudadano envía una carta airada al director, protestando por que si esta juventud no tiene respeto por nada, que si a dónde vamos a ir a parar, que si tal, que si cual...
En el peor de los casos, cuando hay alguien a quien no le gusta nada de nada lo que has escrito, te puede llegar hasta una carta del juzgado, y entonces sí que compruebas los efectos de lo que escribes, y con qué cuidado y atención puede llegar a leerse tu obra.
Pero, generalmente, después de publicar un texto sólo hay silencio. Esa es quizá la gran novedad de los blogs, la posibilidad de interactuar con quien te lea. No se trata solamente de que, a través de los comentarios, el lector pueda opinar sobre el artículo, sino que va más allá: el lector, con su aportación, también compone una parte del texto, se convierte en un nuevo autor. Y el escritor, al enfrentarse a los comentarios, cambia de rol para ser a su vez un lector.
Y todo este largo rodeo, ¿para qué?, os preguntaréis. La cuestión es que me he dado cuenta de que utilizo muy poco las posibilidades de este medio, su interactividad, y me estoy haciendo algo conformista, de tanto mirarme el ombligo y cascar aquí artículos como si los enviara a una tribuna del Adelanto Bañezano.
Algunos amigos ya me habéis hecho llegar opiniones: que si los artículos son demasiado largos, muy banales, que si hablo mucho de deportes, que si ya me vale con las ilustraciones de los tangas y ligueros. Bueno, pues que sepáis que os he escuchado atentamente. Y que, como siempre, haré lo que me dé la gana.
La propuesta de participación es otra: se trata de que me ayudéis a elegir el siguiente artículo, que publicaré al final de esta semana. No, no, que nadie se inquiete: aún no se me han acabado las ideas. Pero tengo cuatro propuestas y me gustaría saber qué preferiríais leer. Son estas:
Opción A. La máquina del tiempo
Mi amigo Gonzalo Martínez Camino, que es un filólogo y por eso le gustan los tópicos literarios, me comentaba hace unos días cómo le gustaría poder volver atrás en el tiempo, sin recuerdos pero conservando su experiencia, y rehacer su vida.
Opción B. Guerra de sexos
Últimamente rondan por la tele unos anuncios horribles que invitan a la lucha de sexos (ésos de «Nosotras conducimos mucho mejor»). Claro que eso es sólo la apariencia: lo que en realidad buscan es sacarte la pasta vendiéndote un seguro. Porque hoy día la guerra de sexos no está en quién conduce, sino en decidir a quién le toca planchar y a quién pasar el aspirador.
Opción C. Nombres con estilo
Los pirados de la escritura siempre andamos buscando nombres idóneos para los personajes de ficción. Yo mismo, sin ir más lejos, cada vez que me topo con un nombre o apellido curioso lo anoto inmediatamente. Por ejemplo, hay un profesor universitario que se llama A. R. Dapena. Lo que no sé es si es un tipo cuya desgracia te conmueve, o tan desgraciao que lo que da pena —así, con pitorreo castizo— es aguantar sus clases.
Opción D. La agonía del periodismo
Contar "lo que pasa en la calle", que diría el poeta, es un oficio cada vez más lastimero. La subjetividad, el mal de moda en la época, se extiende hasta los sucedáneos del periodismo como la prensa deportiva o los cotillas del colorín —colorín rosa, claro, que aquí el amarillismo se lo reservan los tabloides de postín—. La última moda, en debates y demás saraos, es sustituir al analista imparcial por dos apasionados voceros de cada una de las opiniones en conflicto.
Opción E. Historias de un escritor
¿Por qué este blog se llama así? ¿Qué es eso de "ser nadie"? ¿Cómo se puede tener tanta cara, vender el cómo ser nadie y, de paso, pretender hacerse un hueco en las lecturas de tan honrados contribuyentes? Casi, casi todo lo que siempre quiso saber sobre este humilde juntaletras, y los motivos que le llevan a pasarse las tardes aporreando el teclado en lugar de jugar al mus con los amigotes o enseñar a su pequeño los secretos de la vida.
Opción F. Perversiones on-line
Esto de internet ye el fin de los tiempos: no hay más que salidos por todos lados. Y lo malo es que le ponen cada nombrecito a las cosas... En este artículo trataremos de explicar —espero que con más señales que pelos— qué son esas cosas tan raras como Bondage, Blowjob, Backdoor, etc. ¿Que no lo habías oído nunca? ¿Que tú de eso no...? Ya, ya. Lo que tú digas, fíu.
Pues bien, os convido a elegir uno de estos artículos —que aún están a medio hacer—, y yo publicaré el más votado. Para ello podéis votar en la encuesta que aparece aquí debajo. Y si hay alguna otra propuesta podéis proponerla en los comentarios.

viernes, 18 de mayo de 2007

Rudi el Rojo


Después de repasar el santoral, hoy me apetece detenerme en el martirologio civil. Sí, lo sé, había dicho que nada de política, pero es que hay ocasiones en las que merece la pena apartar los prejuicios. Ése es el caso de Rudi Dutschke.

Y, hablando de prejuicios, para mi generación, lo del cacareado “Mayo del 68” es un asunto nebuloso, que nunca comprendimos porque —en realidad— le prestamos muy poquita atención. Nos suena algunas consignas como el “prohibido prohibir”, “debajo de los adoquines está la playa” y algún cartel de Eduardo Arroyo. Algo hemos oído de la “Primavera de Praga”, y nada de las revueltas estudiantiles alemanas.
Todos estos asuntos eran cosas de nuestros tíos, de nuestros hermanos mayores, como mucho. Lo nuestro era intentar llegar a la “movida”, antes de que se desvaneciera. Lo de ser diseñadores, y decir “posmoderno” sin tener ni idea de qué significaba.
Tardamos muchos años en darnos cuenta de que la política tenía su importancia, y entonces ya habíamos perdido demasiado terreno. Y así nos luce ahora el pelo, claro. Pero hablemos de Dutschke.
Le llamaban Rudi “el Rojo”. Era un estudiante de Sociología berlinés, rebotado del comunismo, que se había pasado al lado occidental poco antes de que levantaran el Muro. Como si fuera un profeta, no encajaba en ninguna etiqueta: demasiado ácrata para los marxistas, y demasiado utópico para los socialistas; un ossi para los wessis y un peligro andante para los conservadores.
Por lo que cuentan de él, debía de tener un aura, un encanto especial que le hacía un orador carismático. Lo expresa muy bien Sergio Gobi, cuando dice que Rudi Dutschke “parecía un poeta”. Lástima que, hoy día, acercarse a sus escritos sea más un ejercicio de masoquismo que de arqueología social… cosas de la retórica progre, que no tenía remedio.

Le gustaba el deporte, y al parecer le había encontrado una utilidad práctica: demostraba su buena forma física especialmente en las manifestaciones, corriendo delante de la policía, que sólo en contadas ocasiones logró atraparle. Y eso que era una figura destacada, no sólo por su calidad de líder pelín bocazas, sino porque era tan alto que le veían de lejos, y los antidisturbios le tomaban como referencia.
En aquella década debía de parecer evidente que el mundo iba a cambiar, que todo era posible y que aquél era el momento adecuado para esas revoluciones. Pensemos en la explosión de la cultura pop, en la liberación de la mujer, la sensualidad, la contracultura… Todo en una economía boyante, a la que el bloque soviético le enseñaba los dientes metálicos de la dictadura del proletariado.
Rudi, escaldado del “comunismo real” —al que criticaba por crear una “estructura global socialista-autoritaria”—, propugnaba una revolución cultural, y la vía propuesta para su propio país fue la llamada “larga marcha hacia las instituciones”.
Ésta es mi parte preferida de la historia: siguiendo las ideas de Marcuse —un teórico al que merecería la pena repescar —, el joven Rudi encandiló a los estudiantes alemanes con una plataforma llamada la APO (Oposición Extraparlamentaria). La justificación radicaba en que no se pueden derribar las instituciones si a la vez formamos parte de ellas.
Una política sin políticos, eso viene a ser la oposición ejercida desde la ciudadanía. Esa idea filoanarquista, que movilizó a los estudiantes pero no consiguió llegar hasta los obreros, encendió todas las alarmas del poder establecido de la época. Durante un año, Rudi fue el enemigo del sistema, y el blanco de sus voceros, en especial de la prensa sensacionalista encarnada en el Bild.

Un año en el que se sucedieron las protestas, las algaradas estudiantiles, la represión policial, se exigió aquello de “la imaginación al poder”, y se soñó con que todo estaba a su alcance. Hasta que atentaron contra Dutschke, en circunstancias nunca esclarecidas. Tres balas que tardaron diez años en matarle, aunque ya nunca volvería a ser el mismo, ni a pisar su propio país. Tres balas que nos mataron también un poco a todos.
El día que dispararon a Rudi, perdimos la revolución. Después, apenas ha ocurrido nada. Una generación entera fantasea con que vivió el mayo francés —cuando en realidad estaban haciendo méritos en el SEU, antes de mudar la chaqueta—, y luego llegan los cantautores listillos a convertir la gran apuesta por el futuro de aquellos locos idealistas en un triste número más de los cuarenta principales. Ahora que, puestos a hablar de ello, quien lo hace de corazón es un tal Manuel Illán, cuyo “El hombre del 68 en el 93” paso sin pena ni gloria, aunque merecía mejor fortuna.

Yo no sé si Rudi tenía razón o no, si era un visionario o si deliraba. Y, la verdad, no me importa. Lo único que sé es que necesitamos más Rudis, más gente capaz de luchar para que este mundo merezca la pena.

Perlas que llegan con la marea

Cuando a los militares americanos se les fue de la mano aquel proyectillo para controlar los misiles nucleares, y acabaron inventando internet, en realidad no sabían lo que se traían entre manos. Gracias a ellos, ahora podemos leer pasajes como éste:

Lunes, después de mandar al chamaquín a la escuela y de convencerle de que tiene que ir, porque, aunque él vaya ser el hombre araña de grande y no necesita bailar en los festivales de la escuela, digo, hasta un superhéroe debe saber poner su firma y contar cuántos son los malos.
(hoy, en el blog de Nereida)

Gracias a los padres del invento, porque ahora, en vez de bombas, podemos encontrar perlas como ésta.

miércoles, 16 de mayo de 2007

El espíritu de San Agustín


De entre todos los doctores y santos varones que en la Iglesia han sido, mi favorito de todos los tiempos es San Agustín. No, no, no es ese al que le bajaron del caballo —ése era San Pablo, del que habrá que hablar algún día—; éste era el que acuñaba frases como “La medida del amor es amar sin medida”, y el de la famosa historia del niño que quería vaciar el mar con una concha.
¿Y por qué me gusta tanto San Agustín? Pues por sus obras, ni por especial devoción, sino —vaya todo mi respeto por delante— porque hay que tener cuajo. Me refiero, claro, a su trayectoria vital, al giro radical que imprime a su vida tras años de disipación, pasándose al lado contrario y encarnando como nadie la virtud más sincera.
Para empezar, hay que ser crápula para hacer santa a tu madre; la pobre Santa Mónica se hinchó a rezar, de los disgustos que le daba su descarriado retoño. Y es que Agustín, nacido en el norte de África en el siglo IV, y por tanto romano del Bajo Imperio, debió de ser un muchacho extraordinario, un joven prometedor de esos a los que se nota que van a ganar la carrera mucho antes de que den la salida. Tan prometedor y tan extraordinario, que se perdió por el camino, mucho antes de llegar.
Es posible que la literatura tuviera mucho que ver con sus extravíos; cobró cierta fama en vida, y le eran gratos los halagos. Escribía teatro y destacaba en la retórica —que en la antigüedad era un arte, y no tenía nada que ver con lo que hacen ahora nuestros políticos—, pero lo que le perdió realmente fue la cuestión de los placeres.
En resumen, que casi no le quedó pecado alguno por probar, incluido el amancebamiento y el descreimiento, ya que, de paso, se dio a la filosofía, lo que de rebote le llevó al escepticismo. Y ríanse ustedes de los bohemios del siglo XX, o de la “vida muelle” del siglo XX: no vean cómo se las debían de gastar los clásicos en materia de despendole. Hasta que “sentó la cabeza”, claro.
Pues resulta que el hombre, a los treinta y tres años, va y se bautiza. Y empieza a hilvanar teología como si tejiera punto, con paciencia y atando todos los cabos. Acaba de obispo en Hipona y pasa a la historia como uno de los santos más recordados de todo el calendario —y mira que hay—.
¿Y por qué tiene tantos bemoles el asunto? Pues porque él mismo recoge en un libro sus “Confesiones”, y cuenta —con más señales que pelos, eso sí—, sus años de desenfreno y sus bajadas a los infiernos mundanos, pero para dejarnos bien clarito lo que no podemos hacer. Yo, por supuesto, estoy a favor del arrepentimiento —una práctica diaria muy recomendable—; lo que ya no me “mola” tanto es lo de “escarmentar en cabeza ajena”, que es, a grandes rasgos, lo que San Agustín predica. No, señor: para poder arrepentirse hay que haber experimentado primero. Y en primera persona, claro.
Todo esto lo pensaba ayer, avenida abajo, sacando el perro, cuando al cruzarme con un grupo de críos jaraneros eché de menos aquellos años de cantar por la calle, un poco “achispado” —como dicen las abuelas, con condescendencia—, de trepar a los balcones para arracimar julietas y troquelar los castillos de las banderas, de no estudiar ni a tiros, de repudiar lo establecido, de pedirle a la vida otra ronda…
Y dentro de nada, mi hijo tendrá quince años, y querrá quemar la ciudad dos veces por semana, y allí estaré yo, acordándome de mi santo preferido, preguntándome cómo asumir mi papel paterno. Porque claro, yo no es que haya pecado tanto como el romano, pero alguno ha caído —casi todos veniales, eso sí; pecadillos de poca monta, aunque seguro que en ciertas partes del mundo me caería una temporadita a la sombra—. ¿Seré un consentidor? ¿Seré un nuevo Agustín de Hipona? Qué papelón me espera, a mí, que según mi padre, todavía estoy por escuadrar

martes, 15 de mayo de 2007

A cualquiera [se] le puede ocurrir


Ángel Córdoba —Cusco—, aparte de mi primo carnal, es un excelente ilustrador; desde hace años trabaja para clientes importantes, como el diario ABC.
Ahora se está haciendo un tío importante, y ya casi no se acuerda de cuando éramos críos, como aquella vez que se despistaron mis padres y acabamos convertidos en perfumistas, mezclando en un frasco todas las colonias que había en casa y rociándonos de tan barroco aroma.
Eso de las mezclas se nos daba bien, así que siempre que nos vemos nos conjuramos para volver a formar equipo. Cierto que no como perfumistas —los resultados, aparte de duraderos, resultaron tirando a pestilentes—, sino haciendo algo que ya dominamos, aunque sólo sea ligeramente: escribir y dibujar.
Y, como se trata de un regreso a la infancia, la idea es hacer juntos un libro para niños, un “álbum”, que le dicen ahora los pedagogos.
Lo cierto es que el asunto debería estar ya en marcha —«Estamos trabajando en ello», que decía no sé quién con acento tejano—, de no haber mediado un pequeño contratiempo.
Hará cosa de dos años se me ocurrió una idea que, así, de primeras, me pareció aceptable, y hasta levemente ingeniosa. La titulé “Tiko y la biblioteca mágica”. La historia, así a vuelapluma, hablaba de un ratoncito llamado Tiko —no sé de dónde salió o el nombre, si del futbolista o de una de las imágenes de mi propia infancia, los “Recreativos Tikio”—. El animalito, siguiendo un rastro de migas, se cuela en la mochila de un niño. Mientras busca un bocadillo, el niño cierra la mochila y se va a la biblioteca a estudiar. Allí, Tiko, con algo de claustrofobia, se escabulle y se refugia entre las estanterías. Y allí se queda escondido toda la tarde, muerto de miedo. Y de hambre.
Cuando ya no puede más, se acerca a un libro y se pone a roer el papel. No es que sea muy rico, pero la tinta tiene su gracia, y las ilustraciones saben un poco a pimienta.
—“Mamma mia, ma chè cosa he mangiatto?”—se pregunta el pequeño roedor. Cuando mira el libro, resulta ser una gramática del italiano—; yo le hubiera puesto un poco más de queso.
Se come luego un manual de psicología, un mapa físico de Tanzania, una colección de sellos del siglo XIX y las obras completas de Sir Arthur Conan Doyle, y todo lo que degusta es como si lo leyera, porque lo aprende inmediatamente.
Lo último que prueba es un plano de la ciudad, y así consigue cruzar la ciudad y regresar a su casa, donde es recibido como un héroe con gafas y tal y cual y todo eso de los cuentos.

Bueno, pues ahí estaba yo, con mi argumento en el bolsillo y tratando de convencer a Cusco de que como cuento no era tan malo, y que no todo tiene que ser vanguardia y surrealismo, pero no hubo manera, así que aparqué la idea en la carpeta de “proyectos a medias” —la más nutrida de mi despacho—, en espera de mejor ocasión, y no volví a acordarme de ella hasta hace un par de días.

Lo malo de los deberes es que nunca te libras de ellos; te agobian en la infancia, pero regresan años más tarde, cuando tienes hijos y les tienes que ayudar con ellos. Lo explica muy bien mi amigo Jesús Ramos:
—Yo ya he hecho la EGB tres veces: primero, la reglamentaria. Luego, la de mi niña, y ahora la de mi hijo —con lo que no cuenta Jesús es que también le tocará hacer la de sus nietos...
Y en esas reflexiones andaba también yo una tarde, cuando me fijo en la lectura que tenía que hacer mi hijo.
¿Se imaginan la historia? Claro: una biblioteca mágica, en la que los ratones eran listísimos porque se pasaban el día zampándose manuales, tratados y enciclopedias, y hasta se daban el “buen provecho” en latín y griego.
Vamos, que mi idea “tan originalísima” ya se le había ocurrido antes a alguien.

Recuerdo que unos días después asistí a una conferencia del poeta Julián Alonso, en la que habló, un poco de pasada, de intertextualidad. Yo, que a veces sufro de incontinencia verbal —y ya saben, esa dolencia no se puede sobrellevar “en silencio—, me enzarcé como un pardillo en un debate sobre el particular nada menos que con Antonio Montesino, que es un adversario temible en estas lides: enseguida citó a Kristeva, a Bajtin, a Bloom, a Barthes...
En definitiva, su teoría era que dos personas pueden crear simultáneamente un mismo texto, o tener la misma idea, sin merma de la autoría para ninguno, y que eso es también una forma de intertexualidad.
Y yo no estaría en contra de aceptar que las influencias comunes producen obras semejantes, hasta que Montesino ilustró el asunto con su caso particular: a él ya le había pasado.

No sé por qué, pero es que es escuchar la palabrita —in-ter-tex-tua-li-dad— y me da la risa floja. Y entiendo que todo eso de las lecturas comunes, el intertexto y las conexiones cósmicas consuela mucho, pero, al final, la falta de originalidad no se puede travestir, por mucho ropaje teórico que le pongas.

domingo, 13 de mayo de 2007

Poesía esporádica

Goethe

Una tarde de viento intenso, cuando salía de casa con un enorme taco de folios llenos de poemas, un golpe de aire me los arrebató.
Dos centenares de hojas blancas volaron avenida abajo, camino del mar, como un rebaño de pedacitos de papel que, imposible de detener, se dispersó por todo Valdenoja.
¿Qué será de aquellas hojas? Parecían todas tan iguales, con sus palabras aplastadas sobre las fibras, como si se hubieran estrellado en la página tras una vertiginosa caída. Tantos pensamientos destilados, tantas horas de paciente corrección, rodando por la calzada…
Y ahora se llenarán de pisadas, de marcas de neumáticos, incordiarán a los barrenderos, llegarán hasta los acantilados de Mataleñas, el campo de golf, el faro, los aledaños del Sardinero, y quién sabe hasta dónde.
Se convertirán en barquitos de papel, en aviones, se quedarán acurrucadas en los bordillos, y quizá alguien sienta curiosidad, recoja algún folio, lo lea y descubre en él mis pobres versos huérfanos, como si fuera una acción poética de las caducas vanguardias.
Como las esporas de las plantas, así mis versos se diseminaron, esperando encontrar un terreno apropiado en el que germinar.

jueves, 10 de mayo de 2007

Queremos tanto a Zigic

Según una estadística que acabo de inventarme, diez de cada nueve pensamientos de un niño de primaria tratan de fútbol. Y, si no lo creen, hagan la prueba: intenten explicarle algo sencillo, como dividir con llevadas, los afluentes del Duero o la Ley d’Hont, y ya verán el caso que les hace. Prueben, en cambio, con los ciclos de tarjetas amarillas, el sistema de la Liga de Campeones o las posibles variaciones en la clasificación según el resultado de la jornada, y se quedarán sorprendidos. Incluso conceptos como el fuera de juego, tan misteriosos para algunos, no tienen secretos para un crío de ocho años con fiebre futbolera.
En mi casa, la epidemia empezó la temporada pasada, y claro, al final, yo también acabé contagiado. Aquel año sufrimos mucho, y aprendimos lo que es malvivir en la parte baja de la tabla. Este verano, sin embargo, había buenos augurios: el equipo se “cantabrizaba”, repescando a jugadores locales con experiencia contrastada en la primera división, un entrenador sin experiencia pero muy prometedor y, sobre todo, Munitis, una fuerza de la naturaleza capaz de revolucionar césped y grada. Pero las cosas empezaron fatal: en cinco jornadas, ya estábamos prácticamente en segunda. Hasta que llegó Zigic.
Nicola Zigic, serbio, veinticinco años, delantero centro del Estrella Roja… y 2.02 de altura. Parecía más un fichaje para el Lobos, y aunque había jugado el Mundial y era titular en la selección, quien más, quien menos se temía que sería un tronco incapaz de moverse con el balón en los pies —por supuesto, que el seleccionador de Serbia fuera Javier Clemente no ayudaba, precisamente—. Pues no: contra todo pronóstico, el Racing se convertiría en uno de los mejores equipos de la Liga.
Durante un par de semanas, el niño y yo no hablábamos más que del Racing: que si Garay, que si Scaloni, que si hay que ganar en Bilbao… Pilar estuvo a punto de mandarnos a dormir al Sardinero, porque ya se sabía de memoria la plantilla. Pero el joven Javier estaba deslumbrado por Zigic, y todo su afán era conseguir una foto con él.
La cuestión es que el jugador no hablaba aún español, y su madre y yo, la verdad, no teníamos mucha idea de cómo actúan los fans a la caza del ídolo.
Después de darle muchas vueltas, se me ocurrió que lo mejor, ya que no pensaba aprender serbio, era hacer un cartelito con una frase en su idioma, pidiéndole una foto. Pero claro, ¿quién sabe lenguas balcánicas aquí en Santander? Menos mal que, hace tres décadas, los militares, queriendo controlar el mundo, se equivocaron e inventaron Internet.
Mi salvadora se llamaba Larisa Zlatic. Una lingüista serbia, afincada en los Estados Unidos, que se dedica a la traducción. Y, además, una mujer encantadora… a la que yo no conocía de nada. Y yo, que soy de natural tímido —aunque nadie me crea—, le eché un montón de morro y la escribí. Y funcionó.
Aquella misma tarde, la atentísima Larisa me regaló un «Сликајте се са мном, Nikola! Хвала», que viene a querer decir «Take a Picture with me, Nikola!» —porque nos habíamos carteado en inglés, claro—. Así que sólo quedaba imprimir el cartel y cazar al pequeño Nicolás.

Javi Marqués con el cartel impronunciable

Al día siguiente, Pilar y el niño fueron al entrenamiento del Racing, y allí estaba el futbolista. El nene se acercó con el cartel desplegado y parece ser que al jugador hasta le dio la risa. Pero Javi, de pronto, se bloqueó. Y, como llevaba en la mano un cromo del serbio —último fichaje número 47, bastante complicado de conseguir, por cierto—, se lo extendió para que se lo firmase, y luego se dio la vuelta con el cromo y sin la foto.

El segundo intento fue dos días después; Radio Nacional organizaba un acto al que acudía toda la plantilla, y allí nos presentamos el niño y yo. El pobre, con el berrinche por la oportunidad perdida, llevaba dos días apesadumbrado, pero nada más ver a los jugadores recuperó el brío. Atrincherado entre los corresponsales, se le salían los ojos de sus órbitas mientras escuchaba a Los Carabelas cantar su “Racing, Racing, Racing campeón”. Y aguantó estoicamente los discursos: director de RNE, presidentes de Cantabria y del Real Racing Club, entrenador, y Vitolo, uno de los futbolistas, que recibía un premio por su entrega en el campo, el “Trofeo Chisco” al pundonor, que diría Prats. Todos, hasta el propio Chisco —un histórico del primer Racing—, glosaron las virtudes del canario Victor Aniño, “Vitolo”, el jugador más querido por la grada en la pasada temporada.
Enseguida nos “cazó” Alberto Aparicio, el Jefe de Prensa; nos debió de ver la cara de pardillos, y se llevó de la mano al niño hasta donde estaba Zigic. El nene, esta vez sí, desplegó el cartel y el futbolista sonrió, levantó el pulgar y posó junto al pequeño, que a su lado parecía todavía más pequeño. Por fin teníamos la foto.

Javi M. Marqués con Nicola Zigic
—Bueno, estarás satisfecho, ¿no? —le pregunté ya en la moto, mientras nos poníamos los cascos—; ya lo has conseguido. Ya tienes una foto con tu ídolo.
—Sí, bueno… —remoloneó—. Pero, ¿sabes qué?
—¿Qué? —dije yo, casi sin querer.
—Que ahora mi jugador favorito es Vitolo.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Un poquito de nada


Hace algún tiempo apareció en televisión un anuncio muy simpático, en el que un joven decidía emprender un prometedor negocio, cuya mercancía era nada. Vendía, exactamente, nada. Afirmaba que la gente tenía ya de todo, y que precisamente por eso lo que querían comprar y regalarse entre sí era un poquito de nada.
El anuncio, tan simpático e ingenioso, resultó un éxito. Hablaban de él los oficinistas en la hora del café, se comentaba en los recreos y en las salas de espera. Y es que la publicidad, aparte de haber llegado ya a ser un arte, tiene una gran repercusión social y un público casi tan fiel como cautivo. Hoy día nos gusta hacer crítica de los anuncios, son pequeñas piezas creativas que nos divierten enormemente. Y este espot —como antes se decía— era una buena muestra de ello.
Seguramente el anuncio ha conseguido algún premio, y a su autor le habrán llovido las felicitaciones. Apareció en un momento en que, tras la cultura de las marcas, llegó la de la filosofía del producto: uno no compra un producto, sino un estilo de vida. Esta pirueta moral les ha servido a los creativos publicitarios de los últimos años para plantearnos todo tipo de cuestiones pseudointelectuales, mientras nos cuelan de tapadillo lo de siempre, el clásico “compre” de la antigua propaganda. Sólo que en lugar de poner un “beba” junto al logo de la Coca Cola, nos preguntan “¿Te gusta conducir?”.
El anuncio del vendedor de nada resultó un éxito, no sólo por la sibilina ironía que destilaba sino, especialmente, por su originalidad. La originalidad es un valor que siempre se cotiza al alza; es tal el acoso de los medios de comunicación, que hace falta un buen reclamo —léase original por bueno— para captar la atención de un consumidor ya saturado. Y desinformado. Veamos.
Al enfrentarse al anuncio, la ecuación mental es inmediata: “qué original, montar un negocio que vende nada, como si fuera algo”. Pero claro, escritores hay muchos, pero ideas muy pocas. Y tan escritor es quien redacta un pequeño anuncio de veinticuatro segundos, como el que escribe un manual de instrucciones o el gran novelista de éxito.
En los años 40 del pasado siglo, un italiano bigotudo y enérgico mostraba su talento al mundo con una serie de relatos que le reportaría una celebridad casi inmortal. Se trataba de la saga de Don Camilo, obra de Giovanni Guareschi. Sería difícil encontrar a alguien que desconozca las aventuras del párroco y de su rival Pepón, el alcalde comunista, que no sólo llenaron páginas y páginas, sino que fueron llevados al cine en varias ocasiones e incluso a series de televisión. Pero Guareschi escribió otras muchas obras, en las que daba muestra de su genio, principalmente humorístico.
En 1942 apareció “El destino se llama Clotilde”, una novelita satírica. En ella nos presenta al joven hacendado Filimario Dublé, al que la vida aburre soberanamente. Para sobrellevar el tedio se le ocurre una pequeña broma que gasta a los ciudadanos de Temerlotte: arrienda un local, contrata publicidad y abre un negocio. ¿Adivinan qué vende el bueno de Filimario? Por supuesto, nada. Al final, consigue vender 50 francos de nada.
Las ideas son, de natural, viajeras. No vuelan por el aire, pero suelen tomar aposento en lugares confortables: libros, revistas, tertulias, conferencias… Y allí se quedan, agazapadas, esperando llegar al mayor número de cabezas posibles. Aunque, en ocasiones, es tan oscuro su escondite que pocos pueden rescatarlas. En esos casos, quien las encuentra les lava la cara, las peina a la moda y luego corre a inscribirlas en el registro como si fueran hijas suyas. Y si hay medallas, allí están sus autores, listos para recogerlas. Porque a nadie le importa que una idea que parece actual sea en realidad de 1942. ¿Qué más da, mientras sea original?

[Este artículo apareció publicado en el último número de "Campus", revista estudiantil de la Universidad de León.]

martes, 8 de mayo de 2007

La caducidad de las palabras



Uno de las palabras que más nos suelen gustar a todos, al menos en el periodo escolar, es “tabú”. Y no sólo porque aparezcan en películas de aventura, justo cuando los indígenas tienen ya el caldo en su punto de sal y al explorador con una manzanita en la boca; no, creo que lo que más nos gusta es esa misteriosa atracción de lo prohibido: el tabú, lo innombrable, el pecado supremo, lo peor de lo peor. Si es que está en nuestra naturaleza, qué le vamos a hacer.
Precisamente para corregir esta inclinación se utilizan los eufemismos. No es que hagan que la realidad desaparezca, pero al menos podemos salvar las apariencias. No, no, no estoy pensando en lo escatológico, ni mucho menos. ¿Por quién me tomas? En esas cosas no se piensa.
En lo que sí que realmente pueden incidir las palabras, y el uso que les demos, es en la esfera social. Porque, aunque pensemos que nuestra civilización está hecha de hormigón, asfalto, algodón y celulosa, también está hecha de palabras. Y creo que Hernández y Fernández aún dirían más: está hecha sobre todo de palabras. Es lo que se llama “cultura”, en un sentido antropológico.
Las palabras son, entonces, importantes para nosotros. Pensemos en el plano de las relaciones sociales; decía un antiguo chiste que en Portugal no hay barrenderos, sino “engenheiros da merda” —con todo mi aprecio para los lusitanos y para los “ingenieros” del ramo—, lo que parece una muestra del rechazo popular a los eufemismos. Pero eso de “llamar al pan pan, y al vino vino” no es, precisamente, el súmmun del buen gusto. Porque los términos, que pueden nacer como neutros, acaban cargándose con el tiempo de connotaciones, que son una especie de electricidad estática que acaba dando chispazos en el momento más inesperado.
¿A quién le gustaría que le llamaran tullido, cojo, o incluso “cojito”? Es perfectamente justo que pidan un término más aséptico, que no lo sientan como una losa que los señala allá donde vayan. Para ello se articularon varias palabras alternativas, sin cargas despectivas.
Como “impedido”, que en principio sonaba mejor. Sin embargo, ¿a quién le gustaría que le llamaran impedido? ¿Impedido para qué?
Luego se les llamó “inválidos”. Supongo que eran cosas de la época, con aquellas divisas como la de la OJE ¬—el indescifrable “Vale quien sirve”, que aún no termino de entender: ¿sirve también quien vale? ¿servir o servir? En fin, un lío—. Pero eso de decirte que no vales tampoco es que sea un piropo, precisamente.
Quizá el eufemismo más molesto sea el de “paralítico”; sobre todo si tenemos en cuenta que procede de “lithos”, es decir, “piedra”. A pesar de su enorme difusión, no tiene ninguna gracia que te consideren una especie de mineral.
Más tarde empezó a utilizarse un término muy técnico: “discapacitado”. Es descriptivo y hasta frío, aunque esconde también una diferenciación entre los “capacitados” y los que no lo están.
—Pero es que esa diferencia existe, y en algunos casos es notoria —me podrá decir alguno.
Claro que existe. Pero se trata de no señalar, de no andar metiendo el dedo en el ojo a nadie. Esas normas de educación que nos contaban de pequeños, y que parece que se las llevó también la Transición junto con los fantasmas del pasado.
Y porque esas diferencias existen, los eufemismos que se han aplicado no han tenido ningún éxito: al cabo de un tiempo de uso, acaban cargándose de connotaciones negativas, y se convierten en tabúes. O incluso dan risa, como eso de llamarles “paralímpicos”.
No se trata, por tanto, de ir remendando el lenguaje, sino de utilizarlo bien. Si a alguien le llamamos “cartero” le estamos definiendo por su actividad, en una metonimia muy cotidiana. Si le decimos “rubio”, lo hacemos por un rasgo físico. Sin embargo, cuando llamamos a alguien “cojo” o “ciego” le caracterizamos a partir de una característica que acaba por anular el resto de su identidad. Porque, antes que cojos o ciegos son personas. Personas mancas o mudas. De ahí que pidan que se les trate como tal, y que digamos que son “personas con necesidades especiales”, porque son válidas, útiles y dignas.

Y se me ocurre, como colofón, una duda existencial: si llamamos a alguien “idiota”, ¿le estamos reduciendo a un rasgo psíquico? ¿le marginamos? ¿deberíamos, quizá, decirle “persona idiota? ¿O “rubio idiota”, si es que es rubio?

lunes, 7 de mayo de 2007

La Teoría Martín sobre el Aburrimiento

Un sábado, sentados en una terraza del Sardinero, mi amigo Fernando Martín (alias “el médico”) me explicó su teoría sobre el cambio. Al parecer, cada vez que nos enfrentamos a una nueva actividad, desde que adquirimos las destrezas básicas, logramos dominarla y finalmente nos hastiamos, transcurren unos diez años. Éste sería, según él, el periodo al que podemos dedicarnos —productivamente, claro— a una tarea concreta. Y él, por lo que me contó, lo ha llevado a rajatabla, emprendiendo un nuevo desafío cada década.
Me pasé el resto del fin de semana dándole vueltas al asunto: ¿Diez años? ¿Cómo es posible? Si yo no he aguantado ni cuatro, en mi vida: todo me aburre antes. Claro que yo soy un culo de mal asiento, pero enseguida ví que esa teoría debía de tener una clara base científica.
Busqué en la biblioteca algún estudio sobre el asunto, pero mis limitados conocimientos de la materia no eran un buen punto de partida. Aunque —estoy convencido— alguien habrá estudiado este fenómeno. Y es que tiene su interés:
¿Por qué un futbolista de veintiséis, veintisiete años, que aún no ha alcanzado su mejor momento, sufre un bajón espectacular en su rendimiento —generalmente, en proporción directa a lo que cobra por temporada—? Encaja con el plazo de la década, según la Teoría Martín del Aburrimiento: si comienza a jugar semiprofesionalmente, a recibir elogios y a ganar dinero a los dieciséis o diecisiete años, está ya harto del fútbol antes de cumplir los treinta.
La famosa “crisis de los cuarenta” también tendría su espacio en esta hipótesis: diez años de matrimonio, de cuidar críos, de pagar hipotecas… es demasiado alimento para la “deserción cívica” que alimentó tantas películas cutres de los setenta, con Landas y Estesos persiguiendo suecas.
Pero también encaja otra crisis, mucho más actual, la de los “treinta años”. Hoy día, que prolongamos la adolescencia prácticamente hasta la jubilación, no es de extrañar el shock que sufren ellos y ellas al comprobar que su carné dice ya “treinta”, y llevan diez años igual, todos los días de fiesta, y lo que es peor, malviviendo entre becas y contratos basura.
Y es que todo aburre. Hasta lo más insospechado. ¿Quién iba a pensar que Nacho Vidal se jubilaría? Pero hay que comprenderlo: diez años de sacrificio, machacándose en el gimnasio, cuidando hasta el más mínimo detalle para poder dar luego la talla… es demasiado para cualquiera. ¡Lo que habrá tenido que sufrir ese hombre!Y podría seguir enumerando ejemplos, pero no es cuestión de abusar de la paciencia ajena, porque seguro que existe alguna teoría que defienda la necesidad de cambiar de tema después de quinientas palabras seguidas. Así pues, mañana más.

domingo, 6 de mayo de 2007

Cuestionario Proust (meme)

Ana de la Robla me invita a un nuevo juego, un cuestionario proustiano que al parecer ha ideado Darío Fernández. Vamos a ello:

1. Los principales rasgos de mi carácter
Intrépido, analítico, irreflexivo, tímido, apasionado y, sobre todo, contradictorio.
2. La cualidad que deseo en un hombre
¿Deseo? ¿Hombres? ¿Esto es una peli de Almodóvar?
3. La cualidad que deseo en una mujer
Que lleve gafas.
4. Lo que más aprecio de mis amigos
Que dan más que piden.
5. Mi principal defecto
Son tantos... quizá el más notable sea el no saber callar a tiempo.
6. Mi ocupación favorita
De entre las confesables, la lectura.
7. Mi sueño de felicidad
Que mi hijo no creciera nunca.
8. Lo que para mí sería la mayor desgracia
Es mejor no tentar a la suerte...
9. Quién me gustaría ser
Yo mismo, pero siendo capaz de hacer las cosas bien.
10. Dónde me gustaría vivir
En mi tierra, en León.
11. Mi color preferido
Depende. De niño me gustaba el azul. Luego el morado. Ahora me da un poco igual.
12. La flor que más me gusta
Flor Benavides, una vecina que tenía de pequeño.
13. Mi ave favorita
El ave del paraíso.
14. Mis autores preferidos
Álvaro Valderas. Walter Lingán. Boris Vian. Kundera. Luis Mateo Díez. Javier Pérez. Julio Llamazares (antes de «El cielo de Madrid»). Vila-Matas. Cees Noteboom. Antonio Tabuchi. Marcel Beyer. Quevedo. John Irving.
15. Mis poetas favoritos
Antonio Colinas. Juan Carlos Mestre. Antonio Gamoneda. Victoriano Crémer. José Luis Rodríguez (no es ni El Puma, ni Zapatero). Ángel González. Nicanor Parra. Mario Benedetti. Norbert Hummelt. Ana R. de La Robla.
16. Mis héroes de ficción
Colombo. El patrullero Mancuso. Adso de Melk (nunca entenderé por qué dejó ir a la chica). Holden Caulfield. T.S. Garp. Denis (el lobo-hombre, pobrecillo). Cojuelo. Aureliano Buendía. Phillip Marlowe. Manuel Llamazares.
17. Mis heroínas de ficción
Beatrice. Dulcinea Aldonza. Claudia Stolz.
18. Mis compositores preferidos
Billy Bragg. Sabino Méndez. Alejandro Díez (Cooper). Franfer. Ferni Córdoba.
19. Mis artistas favoritos
Ceesepe. OPS. Gris. Picasso. Mondrian. Liechtenstein. Tino Gatagán. Toño Benavides. M.A. Martín. Arp. Kandinski. Ángel Córdoba. Tino R. Melcón.
20. Mis héroes en la vida real
Rudi Dutschke. Carlos Santillana. El sherpa Tenzing Norgay. Javier Menéndez I (mi padre).
21. Mis heroínas históricas
La Dama de Arintero.
22. Los nombres que más me gustan
Los nombres propios, generalmente.
23. Lo que más odio
Odio cada vez menos, muy poquito ya. A los programadores de televisión, si acaso.
24. Los personajes históricos que menos me gustan
Los reyes. Los emperadores. Los sultanes. Los dictadores. Cualquier tirano, en general.
25. La campaña militar que más me gusta
La guerra de las Galias (versión René Goscinny, a ser posible).
26. La reforma que más aprecio
Ahora mismo, la de mi casa de La Bañeza.
27. El don de la naturaleza que me gustaría tener
Casi todos... De los posibles: valor, inteligencia, simpatía. De los imposibles, volar.
28. Cómo me gustaría morir
Ejem, ejem. No creo que me gustara de ninguna manera.
29. El estado actual de mi alma
¿Existe eso?
30. Las faltas que puedo soportar
Las faltas de ortografía y las faltas al borde del área.
31. Mi lema
No gasto de eso, pero improviso uno ahora mismo: «Aprovecha cualquier ocasión para callar y parecer idiota, en lugar de abrir la boca y confirmar las sospechas».

Para continuar el juego, invito a Pati C, a Mia Echauri y a Iamsogreat. Venga, que no es para tanto... Además, es un cuestionario divertido, ¿no?

viernes, 4 de mayo de 2007

La erótica de las gafas



Como si fuera una pregunta tonta de cualquier encuesta frívola —de esas de “¿en qué te fijas primero de una chica/chico?”—, podríamos jugar a preguntarnos qué nos excita a cada uno. En principio, la cosa puede parecer algo sosa, pues suponemos que va a parecer que estamos en la cola de la carnicería:
—A mí, pechuga.
—Yo, muslo.
—Yo cuartos traseros...
Sin embargo, si lo pensamos detenidamente, veremos que hay atractivos fuera de lo evidente, y mucho más poderosos. Hay gente a la que le gustan cosas muy raras: los trajes de latex, las correas de cuero, las películas de Ozores… A otros les excitan los pies, las voces sugerentes, los corpiños rojos, qué sé yo.
Y es que, aunque el calzado femenino puede que no te diga gran cosa, ¿quién no disfruta escuchado a Berlanga glosar los encantos del tacón alto? Porque el sexo, contrariamente a lo que en principio pudiera parecer, es una actividad que realizamos, principalmente, de cintura para arriba: con el cerebro, en concreto. Y a cada uno nos “pone” algo distinto: los labios carnosos, las manos, la forma de caminar, la voz... Incluso a alguno le “pone” Cantabria entera, que ya son ganas de salir de casa con la libido desatada. Que somos muy raritos, vamos Y yo no iba a ser menos. Yo debo admitir que siento debilidad por uno de los objetos más detestados por aquellos que están obligados a usarlos. ¿Los uniformes escolares, los transportes públicos, las cremas anti-acné, quizás? No, qué va: lo que a mí me mola son las gafas.
Sí, sí, has leído bien: las gafas. Claro, yo no he tenido que utilizarlas, nunca me han llamado «cuatroojos» ni he tenido que soportar broncas familiares interminables por haber cascado el tercer par en un mes. No me han desollado el puente de la nariz ni las orejas, y tampoco me han servido de excusa para mi lamentable rendimiento deportivo. Supongo que para los que las hayan sufrido, las gafas no son gran cosa frente a unas buenas lentillas, pero yo las veo como un objeto cargado de sex-appeal. Cierto que no todas las gafas, y no en todas las situaciones: a mí me gustan cuando llevan a una mujer detrás. Los lentes aportan un toque de distinción, una elegancia que, para mi gusto, potencia la belleza femenina. No digo que haga milagros, pero me llaman la atención las chicas que se atreven a ponerse gafas: demuestran personalidad, estilizan el rostro… en fin, que para mí deben de ser algo así como Cantabria para Revilluca.
Claro que mi gusto por las gafas —incluso en aspectos menos eróticos— es ya una vieja historia. Cuando tenía 10 años, inexplicablemente, quería usar gafas. Una mañana de domingo se me ocurrió decirle a mi madre que no veía bien, y hasta le hice una demostración de lo mal que leía utilizando los ingredientes de la nocilla, recitando algunos números y letras. Fue una actuación bastante mediocre, pero como yo era un niño bueno de verdad —o al menos eso debía de creer ella— se preocupó de veras.
Y tres días después me llevó al oculista. El especialista tendría unos cincuenta años, y no muy buen humor. Con mucha seriedad me iba señalando letras en uno de esos jeroglíficos que a estos médicos les gusta colgar en las paredes, sin darse cuenta de lo poco que adornan, y yo fallaba cuidadosamente una de cada tres letras. Incluso con las grandes, para sorpresa del oculista, que me hacía acercarme cada vez más al cartel. Me estuvo observando los ojos con varios instrumentos, como repasando la superficie en busca de defectos.
El hombre me aplicó entonces unas gotas en las pupilas, que las dilataron casi por completo. Con una lupa en un ojo y un cartel frente al otro, me preguntó qué letra veía. Y luego otra. Y otra. Yo no lo sabía —¿cómo adivinarlo?—, pero él estaba viendo reflejado en mis pupilas exactamente lo que mismo que yo veía… y que no coincidía precisamente con lo que estaba diciendo. Al tercer fallo consecutivo, montó en cólera:
—¡Qué suerte tienes de que esté aquí tu madre, que si no, te iba a pegar una somanta de hostias…! —bramó— ¡Cacho cabrón, la que me estás liando! ¡Venga, largo de aquí!
No se debe hablar así a los niños. Al menos, no a mí, desde luego. Menudo trauma que podría haberme causado, uno de esos que acabas entrado en una óptica con una metralleta y te cargas cien mil euros en raybans. ¡Si yo sólo quería tener unas gafas! Pues al oculista no le pareció nada bien, no.
La caminata de vuelta a casa, cual vulgar napoleón derrotado en la tundra, fue lamentable. No sólo no veía nada, con las pupilas tan dilatadas que tenía que ir de la mano de mi madre, guiado como un invidente, sino que aún me temía lo peor: el chaparrón materno que me iba a caer, que después de tan sonora tomadura de pelo tenía que ser, por fuerza, antológico. Pero no llegaba. Salimos del portal, cruzamos Santo Domingo, bordeamos San Isidoro, y nada.
Al llegar al Espolón, a mí madre se le escapó la risa. Conteniéndose a duras penas, consiguió sacar una voz casi seria, y sentenció:
—¿Te parece bonito? ¡Pues ahora te vas a pasar toda la tarde sin poder leer, para que espabiles!
Claro que no podía leer: ¡si no veía un pijo! Sí, sí, ya sé que el castigo no parece gran cosa, pero es que entonces yo leía mucho, incluso demasiado —no hay más que ver los efectos secundarios que la lectura ha producido en mi vida adulta—. No obstante, cumplió con su cometido: desde entonces no soporto nada cerca de los ojos, ni el colirio. Tampoco he vuelto nunca a querer usar gafas. Aunque, en ocasiones, cuando veo a una chica guapa, me digo «qué buena estaría… con gafas».

Nota (para los que no entendéis la broma sobre Cantabria): Revilla —o Revilluca— es el Presidente de la Comunidad Autónoma de Cantabria, un político espectacular y mediático al que el año pasado le dio por decir en sus discursos: «Cantabria me pone».