Es curioso, pero no siempre se consigue fraguar una amistad al primer intento. A veces, el asunto puede tomar su tiempo, años incluso.
Yo conocí Javier Pérez cuando ni siquiera era Javier Pérez; todos le llamábamos Odín, el pseudónimo con el que firmaba en Campus, revista universitaria en la que coincidimos a principios de los noventa.
¿He dicho ya que entonces no éramos especialmente amigos? Bueno, pues me he quedado corto: en aquel momento éramos uno la antítesis del otro. Él estaba todo el día de cachondeo, pero le gustaban los autores clásicos y circunspectos, y se cascaba unos ripios de cuidado. Yo, en cambio, me tomaba muy en serio mi pose de cultureta, aunque sólo leía a Boris Vian y a Bukowsky, y me daba por firmar artículos campanudos y poemas pretenciosos, de clara advocación gamonedina.
Odín representaba, por así decirlo, el ala conservadora de Campus, y a mí me gustaba pensar que estaba en la renovadora.
Marcelino, que era el director y tenía una concepción muy
monárquica de la revista —y de la vida, añadiría—, siempre a vueltas con organizar su
sucesión, enseguida tuvo claro que la nuestra sería una combinación perfecta: Javier tenía una clara visión mercantil —no en vano, es economista—, y yo podría centrarme en la parte artística y comunicativa del tinglado. Una idea perfecta que yo, como el perfecto membrillo que siempre he sido, rechacé, con un pie en el estribo del avión que me llevaría a conquistar Europa.
Luego, no volvimos a vernos más que esporádicamente, en algún encuentro casual por las calles de la vieja ciudad, que sirvió para comprobar lo oportuno de mi
espantada, porque Campus aún existe. De haberme quedado para comandar la revista, a buen seguro que habría sido más vistosa; de lo que ya no estoy tan seguro es de que aún siguiera publicándose, así que en ese sentido, al menos, debo dar por bueno mi patinazo.
Años, muchos años después, sin revistas ni delfinatos de por medio, volvimos a tratarnos. Y diría que es ahora cuando nos hemos conocido realmente. Él sigue con su tono jocoso, sin parar de reír estruendosamente y fumando una pipa siempre que puede, pero ya no hace ripios sino novelas policíacas. Sigue hablando de Mann y de Forster y de detalles económicos de la República de Weimar, y utiliza un castellano claro y recio; aún habla alto, aunque menos, pero todavía modula la voz para recalcar los guiños y las provocaciones. Se ha pasado quince años escribiendo cada noche, dejándose las pestañas en miles de páginas, y cada hora del día dándole vueltas a relatos, frases y hasta palabras —con la impagable ayuda de Chema, José María Menéndez López— en busca del texto preciso, de la obra redonda. Y así se ha convertido en un escritor de fuste; no en vano, es el autor leonés de nuestra generación con mayor reconocimiento; al menos, el único que publica en una editorial como Planeta y se lleva premios con montones de ceros, como el Azorín.
Javier Pérez —porque ahora se llama así, aunque se me hace raro llamarle "Javi" cuando nos vemos— es también un inquieto
activista de la red. Entre otras locuras varias mantiene, que yo sepa, al menos tres blogs (
éste,
éste y
éste) y un buen montón de páginas dedicadas a la literatura. Sobre todo esto hablamos estos días en León, mientras recorríamos el Húmedo.
Arriba y abajo, de bar en bar y de tapa en tapa, Javier me comentaba su visión sobre el fenómeno
blog. Y tiene miga la cosa, porque está a medio camino entre la nostalgia y las teorías de la conspiración: antes de los blogs, los internautas acudían a los foros, y allí se producía una gran debate social. Un debate muy fructífero pero, sobre todo, muy libre. Y eso no es bueno para el poder, porque no era "controlable". Los blogs, sin embargo, suponen una atomización de la opinión: todo el mundo opina, pero no importa, porque muy pocos te leen. El resultado es la eliminación de la crítica, o al menos, de su repercusión. Y ahí ve Javier Pérez una "mano negra".
Y más sobre blogs: ¿de verdad está la "firma" en decadencia, como decían en El País hace unos días? Javier —que, como yo, no utiliza pseudónimos— tampoco parece creer que los autores, por más cibermodernos que sean, renuncien al reconocimiento público.
«Escribimos para que nos lean, qué cojones, pero para que nos lean a nosotros.». Eso fue exactamente lo que dijo —bueno, así más o menos—, antes de que llegásemos a la conclusión de que en la red no sirven los mismos papeles que en las publicaciones impresas, donde el autor es hegemónico y el lector se mantiene en su papel. Hay menos dinamismo, pero el escritor, para qué negarlo, busca un estatus, un reconocimiento que es más evidente en los formatos tradicionales, donde no todo el mundo puede vivir la fantasía de ser escritor, sin necesidad de pasar por ningún tipo de filtro.
Nuestra conversación —cosas de la navidad y los compromisos del momento— quedó ahí, pendiente de un próximo encuentro. Entretanto, os recomiendo la lectura de la primera novela de Javier,
«La crin de Damocles», y de la segunda, que aparecerá en breve.