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lunes, 24 de diciembre de 2007

La Schulze y el lado oscuro de la red

Sostiene mi amigo Javier Pérez —que además de un gran escritor es uno de los blogueros más activos de la red— que en Internet no hay sentido del humor. Y yo, que al principio no le creía, he terminado por darle la razón: lo que hay por ahí es muy mala leche.

Y el humor, si lo encuentras, es de la variedad absurda, como si el código de internet en vez de programadores lo hubiera escrito Ionesco.

¿Que de qué me río ahora? Pues de nada, la verdad. Resulta que acabo de recibir un curioso correo electrónico, este mismo:

Por lo que me imagino —que no por lo que se puede entender a partir del correo, que es más bien poco—, parece ser que a alguien que dice ser Sarah Schulze no le gustó demasiado la última entrada de mi blog.

Y yo, después de mucho reflexionar, me pregunto: ¿tan feo era el pobre koala? Porque el cabreo de quien me envía esta ciberamenaza es mayúsculo:

Hoy sin cerebro,

saca la mierda que estas escribiendo, sinverguenza, mirate en el espejo a tiu, pero claro se rompera.Entiendo tambien tu envidia porque claro no sos nada mas que uno de los pobres Espanyoles en busqueda de un cerebro que pueda funcionar.

O sea, que mi espejo se romperá si miro a un tíu en él, y eso porque soy un espanyol envidioso que escribe mierda. Pues vale.
No sé si me duele más que me llame rompeespejos o que me llame español. Fíjate tú que igual hasta me lo tomo a mal, y todo. Eso sí, ¿dónde se conseguirá un cerebro de esos que dice? Por no comprarlo allí, más que nada.
Al principio, creí que era una broma de la época, pero es que aún faltan cuatro días para los Inocentes, así que habrá que descartar esa hipótesis. Y, en realidad, tampoco creo que sea un mensaje real, porque la tal Sarah Schulze no creo que ande por el mundo persiguiendo a todo el que crea que ha escrito sobre ella.
Estas cosas, generalmente, suelen ser favores mal entendidos; favores que creen hacer los amigos, en defensa de quien consideran víctima, y que suelen tener resultados contraproducentes; porque lo único que hace es dar una imagen agresiva y violenta de la tal Sarah, que no sólo buscaría camorra virtual (y/o de la otra) y olvida el respeto hacia los demás que sí exige para sí misma, sino que además le dejaría en bragas respecto a una nula comprensión lectora —por no hablar del lamentable maltrato gramatical y ortográfico que hace del castellano—, porque ya hay que tener ganas para interpretar que en mi malévolo post se decía alguna "mierda" sobre la susodicha.
Lo más curioso del asunto es que entendería que se mosqueara el redactor del periódico, el que hizo la bromita de cambiar las fotos; a fin de cuentas, de eso iba el artículo: sobre una errata. Pero tengo entendido que, si me hubiera dado la gana, también podría haber hablado sobre la tal Sarah; "libertad de expresión", creo que lo llaman en España desde 1978.
Y además diré que, visto lo visto, preferiría que el correo electrónico me lo hubiera mandado el koala, que mola mucho más. Osea.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Una errata de traca

Lo bueno de la prensa es que, de vez en cuando, sin esperarlo, se sacan de la manga alguna gracieta y te alegran la mañana.
Como hoy en el Montañés, que tienen el día cachondo y les da por marcarse este bacile, sobre una transexual alemana que ha tenido problemas laborales. Y es que se chotean pero bien; dicen:

La imagen anexa, de EFE, muestra a Sarah Schulze, transexual que ha sido indemnizada...


Y luego miras la imagen anexa, y te explicas no ya que a la tal Sarah le cueste conservar el trabajo, sino el cómo demonios consiguió pasar la selección de personal de la TÜV. Claro, que también habrá que ver al director de Recursos Humanos de la empresa...

Y ya hay que contenerse pero bien, en uno de esos episodios de autolesión, mordiéndose los labios y pellizcándose las manos, para no caer en la tentación de hacer chistecitos fáciles, sobre lo mucho que avanza la ciencia y las maravillas que hacen algunos veterinarios; que si a los koalas ahora también les da por living la vida loca; que si lo suyo, total, ya no tiene arreglo... en fin, que gracias a los chicos de la prensa, que tienen una chispa que "pa' qué".

ACTUALIZACIÓN: La tal Sarah Schulze, en realidad, parece ser que tiene este aspecto.

Relato publicado en el número 8 de la revista Narrativas



La revista Narrativas es una publicación electrónica dirigida por Magda Díaz y Morales y Carlos Manzano. Desde su primer número, en abril de 2006, no ha dejado de crecer, y entre sus selectas firmas figura nada menos que nuestra amiga Deses, del blog "Una mujer desesperada", que colaboró en el número 7 con el relato «La entrevista de trabajo».
En este número me han invitado a colaborar, y yo participo con el cuento «Amigos a la fuerza», que algunos ya conoceis. La revista podéis descargarla aquí.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

¿Quieres pasarte la vida vendiendo agua azucarada?

Debo admitir que soy un maquero converso; yo empecé a trastear con un msx —de esos que necesitaban un casete para cargar los programas, y tenías que pasar diez minutos escuchando un piiiip pipiri pipi piiií antes de empezar a matar marcianitos—, y luego llegó la era IBM, con el extraordinario 386 que escogió mi madre y que jamás dio un problema ni sacó una pantalla azul. A Colonia me llevé otro IBM, en el que escribí algunos textos lamentables y aprendí a maquetar y sacarle el jugo a sus impresionantes —y no es coña— 24 Mb de RAM. En 1997, con la llegada de internet y la revolución multimedia, caí en el infierno de los clónicos, y de su inseparable compañero, el windows. Una época terrible llena de errores de E/S, buffer underruns y reinicios inexplicables. Con el cambio de siglo probé el linux, con todos sus sabores del momento: redhat, mandrake, debian, suse y hasta corel. Probé el FreeBSD y el BeOS y todo lo que pude, pero imagino que estaba predestinado: cualquier cosa, menos los mac.
Lo de los mac era para mí territorio apache: estaban a años luz de mi pobre bolsillo, y además eran para diseñadores y demás gente rara. Sólo que, al cabo de los años, yo también acabé siendo gente rara de esa, y trabajando en una editorial universitaria en la que los post-it amarillos se hacen en el mac, maquetados con quark.
Y no ha sido tan terrible; claro que ahora habla la fe del converso —al estilo Torquemada—, y por eso el argumento de más peso que manejo es que los mac molan, como bien explicó hace unos días Desesperada.
Y digo "fe" porque lo del mundo mac algo de "secta" sí que tienes, pero tranquilos, que no voy a hablaros ahora ni de ordenatas ni de tribus urbanas. De lo que quería hablar era cómo convenció el fundador de Apple, Steve Jobs, a un alto ejecutivo de la Pepsi para que dejara la vicepresidencia de esa empresa y se uniera a la suya. Dice la leyenda que Jobs le preguntó:

Do you want to spend the rest of your life selling sugared water or do you want a chance to change the world?

Osease
, que si quería pasarse el resto de su vida vendiendo agua azucarada, o prefería una oportunidad para cambiar el mundo. Cierto que luego el ejecutivo —un tal Scully, como la de Mulder— acabaría bajando a Jobs del caballo y arrebatándole la empresa, pero eso ahora importa poco.
¿Tenía razón Jobs cuando hablaba de cambiar el mundo? Porque todo esto sucedió en 1983, mucho antes de que existiera internet, el correo electrónico, los blogs, el emule y el sexo virtual. Una época en la que los maquetistas se pasaban el día con el 3M y el celo, pegando fotolitos en el astralón.
¿Tanto ha cambiado el mundo? Desde luego, el mío sí. Pero no estoy del todo seguro de que mi vida sea esencialmente distinta de la que tenía en 1983. ¿No?

lunes, 17 de diciembre de 2007

Ni quito ni pongo rey


El sábado me crucé por los pasillos de la Facultad de Económicas con un grupo de policías. Y ahora me doy cuenta de que, si esto lo estuviese escribiendo en los años setenta, para empezar los agentes vestirían de gris y la escena significaría que alguien se iba a llevar unos cuantos palos. Pero no: los polis iban de azul marino y, aunque me miraron con ojos escrutadores, nadie hizo ademán de sacar la porra; bastante tenían con las maletas que custodiaban.
Lo que pasaba es que este fin de semana había una oposición en la que se disputaban unas cuantas plazas de subalterno. El hecho no tendría nada de particular, de no ser porque, al final, un ejemplar del examen cayó en mis manos. Y, curiosamente, resultó de lo más interesante.
En general, era una prueba normalita, tipo test. Algo puñetera, sí, pero como todas. Lo curioso estaba en la página 2. Esta misma:



¿Qué escritor cántabro ganó el Planeta? ¿Qué flora singular es propia de Castro Urdiales? ¿Cuál es el parque de Oyambre? ¿Qué director cántabro ganó un Goya en 2006? ¿Dónde nace tal río de Cantabria? ¿Dónde nació este personaje de Cantabria? Cantabria, Cantabria, Cantabria...
Cultura general, sí. Que si el marino Bonifaz y el retablo de Limpias. Claro. Y hay más: ¿dónde está la Escuela Cántabra de Remo? ¿En qué calle está el Juzgado de lo penal número 1 de Santander? ¿Y la Dirección General de Justicia? ¿Y la Seguridad Social? Datos, obviamente, fundamentales para que un subalterno subalterne correctamente en su puesto de trabajo.
¿Por qué estas preguntas "locales"? No seré yo quien lo diga, que algo adelantó ya en el siglo XIV Beltrán Dugesclín:

Ni quito ni pongo rey,
pero ayudo a mi señor.


En el fondo, tampoco hay tanta diferencia entre estas artimañas y otro recurso igualmente legal: el requisito de las lenguas cooficiales. Y es que es una queja recurrente de los opositores, en especial en las zonas limítrofes a las bilingües: ¿Por qué yo no puedo opositar en Cataluña y un catalán sí que puede opositar aquí? Lo mismo sucede con vascos y gallegos, que imponen unas barreras lingüísticas —muy legales, muy legítimas y muy lógicas, sí, pero barreras al fin y al cabo— que lo que impiden es que los demás españoles accedan al empleo público en igualdad de condiciones.
Como contrapartida, en otros lares utilizan el también legal, legítimo y lógico recurso de preparar un temario digamos que "casero": dulcificado para los locales e inaudito para los foráneos.

Y el caso es que a mí todo esto me hizo recordar lo que me sucedió hace muchos años durante las fiestas de un pueblín de León, Barrientos. Yo tendría diez u once años, y toda la familia fuimos a visitar a Don Fidel, un antiguo profesor de mi padre. La escena es típica de los primeros años ochenta: un pueblo pequeño, de no más de trescientos habitantes —los estragos del éxodo rural aún no habían acabado con todos los niños—, orquesta pachanguera y comisión de festejos con vocación cultural. Pues eso, son los ochenta: empacho de comisiones, cultura... y pachanga; es lo que tiene estrenar la democracia—.
Entonces la comisión de fiestas decidió que, aparte de la gymkana, el partido de solteros contra casados y la carrera de sacos, estaría bien hacer algo "cultural" de verdad. Y organizaron un concurso de preguntas y respuestas, aunque no lo llamaron "trivial" porque todavía no lo habían inventado. Y, como yo andaba por allí, también me invitaron a participar.
Yo, la verdad, estuve algo reticente; ya tenía la experiencia escolar suficiente para entender que no siempre es bueno ser el más listo, ni siquiera que parezca que "sabes". Además, lo que yo quería era jugar al fútbol. Pero el tal Don Fidel insistió, y al final acabé participando. Al menos, el premio era suculento: un lomo y un queso.
Jugamos ocho críos, en tres rondas eliminatorias: contestaba el que primero levantase la mano, y el que antes acertase dos respuestas ganaba. Empezó la cosa con geografía: afluentes del Ebro y las provincias de la Región de León —que aún recuerdo de carrerilla: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia... qué tiempos aquellos— y, en la siguiente ronda, historia: el año de la invasión musulmana de la Península Ibérica y cuál había sido el primer rey de León. Yo pasé las dos primeras rondas sin problemas, y en la final me esperaba un chavalín de mi edad, que me miraba con cara de mosqueo. Sin embargo, el tío de la comisión que se encargaba de las preguntas me miraba con una sonrisilla maliciosa.
La primera pregunta me dejó descolocado: «¿De qué estilo arquitectónico es la iglesia vieja?». Y el otro crío levantó el brazo a la velocidad del rayo, y exclamó: «¡Románico!».
Inmediatamente llegó la siguiente pregunta: «¿Cuál es el patrono del pueblo?». Casi sin pensar, alcé el brazo y gané el turno. Ni idea de cuál podría ser el patrono, pero llevaba toda la tarde oyendo hablar de matanzas, así que, tímidamente, dije: «¿San Martín?».
Al de la comisión la cosa no le gustó demasiado, y se le torció el gesto mientras mis hermanos daban brincos y mis padres me animaban. Entonces se acercaron dos miembros más de la comisión, cambiaron un par de palabras entre susurros, y el tipo volvió a mirarme con una sonrisa de medio lado: «¿Cuántos perros tiene el tío Pachón?», preguntó, triunfante. Yo levanté la mano y, a voleo, dije "Tres". Pero no. El otro crío, que ya no me miraba mosqueado, sino como si yo fuera el tonto más tonto del mundo, dio la respuesta correcta: «Ninguno; ¡si Pachón le tiene manía a los perros!».
Total, que me fui sin el lomo y sin el queso, y con el orgullo más que herido. Casi igual que si hubiera hecho una oposición y la hubiera perdido por no saber que los cántabros pronuncian "por ay" en vez de "por ahí", o me hubieran descalificado por

martes, 11 de diciembre de 2007

¿Se liga en las bibliotecas?


Que no se entere nadie, pero yo soy bibliotecario diplomado. Incluso una vez, con oposición de por medio, llegué a ejercer de bibliotecario interino durante casi un año. Y os puedo asegurar que el asunto del ligoteo no aparece ni en los temarios de la carrera, ni en los reglamentos de régimen interno, ni en el famoso "Manual de bibliotecas" de Carrión.
¿Que a qué viene este rollo que estoy soltando? ¡Ah, pues no haber entrado!
El caso es que hace unos días tocó reunión familiar —triple cumpleaños, ahí es nada lo que trae diciembre— y, como no teníamos nada mejor que hacer, nos pusimos a arreglarle la vida a Suco —que es mi hermano mediano más querido— y que últimamente anda quejándose de que las chavalas ya no son lo que eran, y de que liga menos que Robinson Crusoe. Que dice el pobre que ya ni sale, que total, ¿pa' qué?
Y claro, en ese asunto, quien más, quien menos tiene su receta mágica. Que si tenía que peinado, que si modernizar el look, que si cambiar de bares y especializarse en las de la "segunda vuelta", que dice el gran Jesús Ramos… Vamos, que al buenazo de Suco le llovió tanto cachondeo, que se le acabaron quitando las ganas de ligar y de todo.
Más tarde, dándole vueltas al asunto, te das cuenta de que la situación es peliaguda: ¿dónde diablos se puede ligar ahora? Porque para discotecas ya no está uno —¿todavía hay de eso, por cierto?— y lo de ligar en los bares está bastante complicado cuando ya pasas de los treinta. Y además, ligar, lo que se dice ligar, es una actividad académica. Quitando a los cuatro afortunados tocados por la gracia divina —esos de los que decía Neruda que «las mujeres se arrodillaban a su paso»— para el común de los mortales lo de conocer chicas se hace en clase. Y vale antes, durante, después o incluso "en vez de", pero lo del flirteo es una actividad que debería figurar en el plan de estudios, y hasta contar como créditos de libre elección, porque, a fin de cuentas, para algunos acaba siendo la principal actividad de sus años de estudiante. ¿Que no? ¡Venga ya!
Total, que yo creo que mi brother lo que debería hacer es sacar un par de horas para apuntarse a algún cursillo, o estudiar francés en la escuela de idiomas o incluso colarse en algún centro de enseñanza; lo que sea, pero que esté cerca de una biblioteca. Porque algo tienen los libros —¿será el glamour de la cultura?—, pero no hay mejor sitio para entrar a alguna pecosa que una biblioteca.
Y, si no, ¿qué hacen las bibliotecas tan llenas de carpetas, con todas las plazas ocupadas, y nadie dentro? Porque los lectores están fuera, a la puerta, haciendo un descansito más para tomar café, echar un cigarrín y, de paso... pues lo que se tercie. ¿O no?

lunes, 10 de diciembre de 2007

Perspectiva


Cuando yo tenía dieciséis años, no pensaba en otra cosa que no fuera la poesía —bueno, sí, vale... en alguna otra también, pero ya habrá tiempo para hablar de todo—. Es lo que tiene ser de León, porque nuestra tierra frutas tropicales o fábricas no produce, pero poetas podríamos exportar varias generaciones.
¿Y qué se puede hacer mejor, en las frías tardes de la adolescencia, que releer a Eugenio de Nora, a Colinas, a José Luis Rodríguez (que no es ni Zapatero, ni "El Puma", sino un tipo bigotudo que, según creo, da clases en Zaragoza), al primer Llamazares, al malogrado Luis Federico. Incluso, a los que empezaban a despuntar, como Miguel Suárez o Luis Miguel Rabanal. O a Toño Manilla, que hasta fue casi amigo mío. También incluiría a Victoriano Crémer, que siempre viste mucho acordarse de los homenajeados en sus centenarios, pero no sería sincero: al Crémer poeta lo leí mucho más tarde; entonces, como mucho, le leía en la prensa, y un par de veces tomamos whisky en el Conde Luna.
Después llegaría Mestre, claro, que fue como un huracán que se llevara todo a su paso: esas imágenes, esa sonoridad, esa manera de hacer del mundo un lugar mejor, con sólo mover los labios... Esa manera de escribir «amé una noche a un desconocido», para hablar de Ezra Pound. Y ese Arca de los Dones, de la que sólo se queda «una casa en el aire». Juan Carlos Mestre, que significó para mí la luz y el fin de la poesía; luz, porque seguí su estela como una polilla, y fin, porque acabé rindiéndome a la evidencia: nunca podré alcanzar su música.
¿Música? Sí, paciencia: todo llega. Porque primero he hablar de Gamoneda, que quizá represente lo más lejano a la música.
En la poesía leonesa, Gamoneda lo es todo. Ahora también, claro, pero con tanto premio y tanta globalización nos lo están robando poco a poco; entonces, desde luego, era nuestro y sólo nuestro. Era el gran poeta premiado, aunque su espíritu fuera marginal. Minoritario a la fuerza, oscuro y denso. Con su legión de epígonos —autotitulados, por supuesto—, era El Poeta. Digno y sobrio. Triste, masticando el dolor y la muerte en cada texto.

Puse la enemistad como un liezo sobre sus pechos,
que eran olorosos hasta enloquecer en su círculos amoratados.

Eso escribía Gamoneda, y eso leía yo en las horas confusas de la primera juventud. El dolor de leerle y el placer de encontrar su sentido, de descifrar el mensaje, la reconstrucción del mundo que se ampara bajo el título de "Descripción de la mentira". ¿Cómo no rendirse ante él?

Conocer a quien admiras siempre es un riesgo. «Es peligroso asomarse», cantaba Mestre haciendo suyo el mensaje de los ferrocarriles —aunque él adviertiera sobre las «nalgas de las bailarinas»—; Gamoneda, en cambio, es toda sorpresa personal. Tras su apariencia estricta, su gesto de haber sufrido y su dureza de oído, se esconde una persona sencilla, cálida, casi cariñosa. Y paciente, muy paciente. Nada que ver con el pope que cualquiera imaginaría, con la vaca sagrada que otros santones quieren ver en él.

Y es, hace ya demasiados años, yo visitaba a Gamoneda con frecuencia. No recuerdo exactamente cómo trabamos contacto —imagino que merced a cierta parte de la anatomía facial cuya figurada prominencia suele caracterizarme—, pero a principios de los noventa el poeta me recibía en su despacho de la fundación Sierra Pambley, o en su casa, y dedicaba un par de horas a leer mis torpes versos y a tratar de encontrar algo bueno que decirme. Imaginen; yo le llevaba versos que como estos:

Debe ser falso que en lo alto de las palabras,
en lo profundo de cada cuerpo,
entre las líneas de los pentagramas,
haya un hogar con dinteles de bronce,
que haya un invernáculo y copas y aguas dulces.
Aún así, vuelvo a escuchar que existe ese lugar,
en arengas proletarias o en jaculatorias.

Y me quedaba tan ancho, como si acabara de descubrir a Saint John Perse. Luego, el bueno de Gamoneda me miraba bien y me decía: «Eres joven, muy joven... ¡si es que debería estar prohibido ser tan joven!». Y yo no entendía nada.
Y después se pasaba un rato intentando explicarme qué vale y qué no vale, qué es y qué no es, por qué sí y por qué no. Cierto que no valía de nada, claro. Primero, por lo fogoso de la edad y lo escaso de mi entendimiento. Pero, sobre todo, porque el criterio ni se infunde ni se transmite. Desgraciadamente, añadiría.

En una ocasión, tras varias visitas, le llevé unos versos que no le disgustaban demasiado. «Podrías llegar a escribir bien» —me dijo— «pero todo lo que te voy a decir a partir de ahora ya no te va a gustar tanto». Y entonces señaló una pléyade de defectos en mi maltrecho poema. Y él, intuyendo mi disgusto, quiso suavizarlo un poco: «La primera vez que viniste, tocabas el tambor. Ahora ya tocas el violín, pero no te puedes conformar con eso: hay que hacer que suene una orquesta». Y yo no entendía nada, claro; me limitaba a convidarle a un cigarrillo, a saltarnos juntos una norma, aunque fuera médica.
Todos los pájaros de mi cabeza querían hacerme creer que yo podía ser el Beckett de este Joyce, y soñaba con ser su "secretario personal". Y luego renegaba de él, que sólo me daba consejos, cuando yo creía merecer mucho más. Como el día en que me aconsejó ver mundo, salir de León, y me dijo que él, si tuviera mi edad, se iría lo más lejos posible, «a Nueva York». Y yo no supe entrever la sana envidia, en lo que creí una educada despedida.

Años, muchos años más tarde, sentado en un café junto al escritor Antonio Toribios, me doy cuenta de lo mucho que me aguantó aquel hombre, de su delicadeza para no ofender a aquel muchucho arrogante, con más pretensiones que talento. De lo paciente que fue. Y de lo mucho que me enseñó. ¿Cómo no quererle, entonces?

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Progreso [antipoema]

Tres mil y pico megaherzios
doble procesador
cinco gigabytes de ram
y el caché más alto del mercado;
bahías y puertos,
periféricos, teleféricos,
bluetooth, blue-ray,
blue-velvet...
pantalla plana de cristal líquido
conexión inalámbrica
teclado partido
y ergonomía en el ratón;
tres millones de líneas de código
—propietario, claro está—
accesos directos, alias
la cima de la civilización,

y todo para jugar
un triste solitario
y ver
películas porno.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Tipografía sentimental (1ª parte)


No sé si le ocurre a todo el mundo, pero seguro que nos pasa a todos lo que, de una u otra manera, utilizamos la letra como herramienta de trabajo. Y es que llegamos a establecer una relación tan estrecha con la tipografía, con cada una de las formas estéticas que puede adoptar el texto, que acabamos por fusionar letra y memoria, vida y tipografía, fuentes y realidad.
Yo mismo, sin ir más lejos, soy una víctima más de la tipografía sentimental. Y es que no puedo ver una courier

sin que me invada la nostalgia. Imagino que es, más o menos, lo que le ocurre a otras generaciones con las máquinas de escribir antiguas: que les trasladan de inmediato a otra época.
A mí me llevan a los años 80, que para algunos son la época de las hombreras y el tecno-pop, y para mí son los años dorados de rebeldía e ilusiones en el barrio de La Palomera. Y todo pasaba por la espectacular máquina de escribir que intentaba domar cada noche, y tirando de sus riendas peleaba con mis primeros cuentos, y soltaba versos pretenciosos al cabalgar sobre sus teclas, y artículos que entonces me parecían incendiarios y que hoy, afortunadamente, ya no pueden borrar esa impresión, pues son inencontrables.
La máquina, decía, era espectacular. Mi madre siempre se ha tomado muy en serio el asunto tecnológico, así que a mediados de la década rompió la menguada hucha familiar y jubiló la vieja máquina portátil —es un decir, porque pesaba casi diez kilos y abultaba como una maleta de viaje—. En su lugar trajo una impresionante Canon electrónica, que pesaba todavía más, pero tenía memoria interna, pantalla de cristal líquido y disquetera. Además, su ingenioso sistema de margaritas permitía elegir entre un par de tipos de letra y hasta variar el cuerpo. A continuación, me envió a una academia a aprender mecanografía, y practiqué tanto que gracias a ella al menos sé hacer algo bien en la vida: escribir... con todos los dedos. Lo de escribir bien o mal ya es otro cantar, pero creo que aquella máquina tenía algo especial, porque nunca he vuelto a escribir con tanta pasión —y tanto éxito— como sobre aquel maravilloso aparato japonés.
Luego, el tiempo y yo mismo fuimos muy crueles con aquella pobre máquina, exiliada en el limbo de la biblioteca de nuestra casa de La Bañeza. Así pagué sus desvelos, ya ves, con el más cruel de los olvidos.

Sin embargo, toparse con una courier no siempre es un acontecimiento feliz; como es la letra por defecto que utilizan las filmadoras cuando se produce algún error tipográfico, no es extraño encontrarse con anuncios, carteles, páginas de revista e incluso libros con una fuente a la que el diseñador no había pensado en invitar a la fiesta.

Otro tipo de letra que en mi cabeza sufre una inexplicabe conexión cósmica es la letra times. Sí, sí, esa aburrida letra en la que se imprimen todos los informes y los trabajos escolares, la letra clásica del Word. Y que antes del Word fue del WordPerfect, y antes del WordStar... Y que, en realidad, no tiene nada de pesada, sino que es un tipo que muere de éxito: está tan bien hecho, resulta tan legible y elegante, que al final, como todo el mundo lo utiliza, acaba pareciéndonos vulgar.
El caso es que a mí ese tipo siempre me recuerda a Álvaro Valderas, que se pasaba el día escribiendo novelas imposibles en cualquier ordenador que pillara, y luego las imprimía con impresoras de chorro de tinta, que hacen que siempre se abra un poco la tinta sobre el papel y desdibuje el contorno de la letra, de esa times que siempre era mucho más inmaculada que su tormentosos textos.
Lo más curioso es que Álvaro, que ahora vive a miles de kilómetros, de vez en cuando me envía un correo del que cuelgan dos o tres relatos, o alguna novela loca, Y mi querido amigo, invariablemente, sigue apegado a su vieja times.

Y podría pasarme varias horas perdido en las analogías, pero tendrá que ser mañana: ahora mismo me habla la futura del reloj que tengo en la pared. Y me dice con toda claridad que el tiempo, mi tiempo, se ha esfumado. Pero que pronto habrá más.