Yo no sé si la cosa habrá cambiado, porque lo llevo oyendo desde que iba a COU, más o menos: «no veas cómo son las chicas de ahora, tenían que habernos pillado estos tiempos».
El caso es que un paseo por el Húmedo —el Barrio Húmedo es la zona de copas de León, que ocupa casi todo el casco antiguo y se rige por unos códigos propios— me ha hecho recordar los antiguos días —o más exactamente, noches— de correrías.
En aquella época había un gran desajuste entre las conductas de los chicos y las de las chicas. Claro, estaba demasiado cerca la época tenebrosa de la dictadura, y todo eso, pero la cuestión es que los chicos teníamos entonces dos objetivos en todas las salidas nocturnas:
Objetivo número uno: ver chicas.
Objetivo número dos: ver si te ligabas a alguna de las chicas.
La vista, generalmente, solía fallar, así que acudíamos al objetivo alternativo, menos resultones pero mucho más fácil de conseguir: “mamarte” como un piojo. Además, cuando ya estabas bastante achispado, era mucho más fácil abordar a las chicas, y si te daban calabazas relativizabas bastante la decepción: había otras prioridades mucho más acuciantes, como mantener el equilibrio, por ejemplo.
Cierto que también había algún capullo que salía montar bronca o a montar negocietes ilegales, pero básicamente todos éramos buena gente que salía a cumplir con sus programaciones genéticas y, de paso, aumentar las estadísticas de intoxicaciones etílicas juveniles.
Y luego estaban las chicas, que no salían a ver tíos, ni a ligar, ni a emborracharse. Qué va, salían “a bailar”. Y es que una chica era capaz de pasarse toda la noche bailando, y después contar lo bien que se lo pasó después de repartir una cosecha entera de calabazas. Esto debía de ser una costumbre muy extendida, porque en Santander, por ejemplo, dice que allí follar no es pecado, sino milagro. [Por cierto que creerse esto, y que de verdad cuele, requiere una buena dosis de ingenuidad, propia de la edad temprana. Entonces y ahora, aquí y allí. ¿O no?]
Claro que todo esto es ya arqueología de la nocturnidad; al parecer la “movida” —si es que no es ya muy kitsch usar el término— ya no es patrimonio exclusivo de los adolescentes, sino que mi generación —en una horquilla entre los treinta y los cuarenta años— está planteando una dura batalla por recuperar el terreno perdido.
No, no se trata de los “singles”, que no habían cedido en sus costumbres de ocio, sino de los que se “reincorporan al mercado”, como te cuenta mi amigo Alberto en cuanto tomas dos cervezas. Aunque el gran Jesús Ramos lo dice con más gracia: son los que van ya por la “segunda vuelta”.
Tengo algunos amigos que ya van por esa segunda vuelta, incluso algún “escapado” como Juanjo M. que ha ganado varias “metas volantes”. Walter, que es un excelente escritor, es todo optimismo, «pues cómo puede estar alguien que después de tiempo se queda solo y de pronto el mundo tiene otro color: chévere...».
A buen seguro que ahora, todo el conocimiento de campo que acumulamos en las noches de nuestra juventud sirve de bastante poco: la reglas del juego habrán cambiado, por fuerza.
Sin embargo, aparte de la curiosidad, me emociona más que Jesús, tomando un café rápido, me cuente que Begoña todavía alguna vez le pone ojitos tiernos, y hasta le ríe las gracias de vez en cuando. Y que cuando se quedan sin críos salen a cenar, y charlan y se ríen y entonces se acuerda de cuánto le gusta. Lo que ya no sé es si le hace pasarse la noche bailando, de calabaza en calabaza, como homenaje a los viejos tiempos.
El caso es que un paseo por el Húmedo —el Barrio Húmedo es la zona de copas de León, que ocupa casi todo el casco antiguo y se rige por unos códigos propios— me ha hecho recordar los antiguos días —o más exactamente, noches— de correrías.
En aquella época había un gran desajuste entre las conductas de los chicos y las de las chicas. Claro, estaba demasiado cerca la época tenebrosa de la dictadura, y todo eso, pero la cuestión es que los chicos teníamos entonces dos objetivos en todas las salidas nocturnas:
Objetivo número uno: ver chicas.
Objetivo número dos: ver si te ligabas a alguna de las chicas.
La vista, generalmente, solía fallar, así que acudíamos al objetivo alternativo, menos resultones pero mucho más fácil de conseguir: “mamarte” como un piojo. Además, cuando ya estabas bastante achispado, era mucho más fácil abordar a las chicas, y si te daban calabazas relativizabas bastante la decepción: había otras prioridades mucho más acuciantes, como mantener el equilibrio, por ejemplo.
Cierto que también había algún capullo que salía montar bronca o a montar negocietes ilegales, pero básicamente todos éramos buena gente que salía a cumplir con sus programaciones genéticas y, de paso, aumentar las estadísticas de intoxicaciones etílicas juveniles.
Y luego estaban las chicas, que no salían a ver tíos, ni a ligar, ni a emborracharse. Qué va, salían “a bailar”. Y es que una chica era capaz de pasarse toda la noche bailando, y después contar lo bien que se lo pasó después de repartir una cosecha entera de calabazas. Esto debía de ser una costumbre muy extendida, porque en Santander, por ejemplo, dice que allí follar no es pecado, sino milagro. [Por cierto que creerse esto, y que de verdad cuele, requiere una buena dosis de ingenuidad, propia de la edad temprana. Entonces y ahora, aquí y allí. ¿O no?]
Claro que todo esto es ya arqueología de la nocturnidad; al parecer la “movida” —si es que no es ya muy kitsch usar el término— ya no es patrimonio exclusivo de los adolescentes, sino que mi generación —en una horquilla entre los treinta y los cuarenta años— está planteando una dura batalla por recuperar el terreno perdido.
No, no se trata de los “singles”, que no habían cedido en sus costumbres de ocio, sino de los que se “reincorporan al mercado”, como te cuenta mi amigo Alberto en cuanto tomas dos cervezas. Aunque el gran Jesús Ramos lo dice con más gracia: son los que van ya por la “segunda vuelta”.
Tengo algunos amigos que ya van por esa segunda vuelta, incluso algún “escapado” como Juanjo M. que ha ganado varias “metas volantes”. Walter, que es un excelente escritor, es todo optimismo, «pues cómo puede estar alguien que después de tiempo se queda solo y de pronto el mundo tiene otro color: chévere...».
A buen seguro que ahora, todo el conocimiento de campo que acumulamos en las noches de nuestra juventud sirve de bastante poco: la reglas del juego habrán cambiado, por fuerza.
Sin embargo, aparte de la curiosidad, me emociona más que Jesús, tomando un café rápido, me cuente que Begoña todavía alguna vez le pone ojitos tiernos, y hasta le ríe las gracias de vez en cuando. Y que cuando se quedan sin críos salen a cenar, y charlan y se ríen y entonces se acuerda de cuánto le gusta. Lo que ya no sé es si le hace pasarse la noche bailando, de calabaza en calabaza, como homenaje a los viejos tiempos.
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