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domingo, 25 de noviembre de 2012

Si yo fuera rico


El colega bloguero Cachuco —Juan José Cacho, fotógrafo, informático y un tío muy majo— me acaba de pasar un meme; la cosa consiste en contar qué haría yo con cinco millones de euros.
Cinco millones de euros, nada menos. Lo que en pesetas viene a ser, más o menos... un pastón, vamos.
El caso es que yo ni tengo ni, me temo, tendré nunca tanta pasta, así que me cuesta mucho hacerme a la idea de qué haría.

¿Ha colado? ¿Seguro que no? Desde luego...
Por supuesto que lo que haría, en líneas generales, sería dejar de perder el tiempo en el trabajo y dedicarme a escribir. O, incluso, a no hacer nada, que debe de ser mucho más divertido. Pero lo de hacer algo en concreto con la pasta no quiero ni planteármelo. ¿Que por qué? Ahora lo aclaro.

Yo nunca he tenido un clavel, pero la vez que más cerca estuve de forrarme fue hace unos seis meses. Pasó un domingo por la tarde; estábamos en la casa de mis padres en Santa Colomba de Curueño. El niño y yo, sentados en el sofá, con una quiniela en la mano. Pilar, mis padres y mi hermano Andrés, en la mesa, charlando, a dos metros de nosotros.
Todo iba bien hasta que ponemos la radio; escuchamos los resultados de la jornada de liga, los anotamos en la quiniela y nos quedamos con los ojos como platos, al estilo de los dibujos animados: teníamos acertados nueve resultados, y ningún error. Si el resto de partidos se daban bien, podíamos ganar un dineral, porque habían perdido los grandes y eso siempre hace que haya menos acertantes.
Ante las buenas expectativas, se desató la emoción. Alguien preguntó: «¿y que haríais si os toca un montón de dinero?», y todos empezamos a soñar.
La primera en lanzar las campanas al vuelo fue Pilar:
—Pues yo haría un crucero por todo el mundo para toda la familia.
Nuestro hijo Javierín —que era el que tenía la quiniela en la mano— replicó airado:
—¿Un crucero? ¡Pues qué chorrada! —el tacto no es que sea su fuerte, precisamente—. Mira que tirar el dinero en eso, con lo bien que podrías...
—¿Que podrías qué? —inquirió su madre, mosqueada.
—Pues... ¡comprarte un equipo de fútbol!
Yo ni me di cuenta, pero creo que si las miradas de los demás hubieran tenido rayos X, en ese instante me habrían taladrado. Pero no: lo que yo pensé es que a mí, en realidad, lo de viajar en barco no es que me emocione. Alguna vez me he mareado y todo.
—¡Eso! ¡Nos compramos el Racing! —propuse yo, que de repente rejuvenecí hasta la edad mental de mi hijo, más o menos.
—Bueno, pero primero el viaje, ¿vale? —sugirió Pilar, a la que ya no le estaba gustando demasiado el rumbo de la conversación.
—¿Viajes? Ni hablar, que luego no nos queda dinero para fichajes —sentenció alguien.

Esto último no recuerdo quién lo dijo —ha pasado ya mucho tiempo—, pero no podré olvidar su efecto: desató una furiosa borrasca familiar, con mosqueos por todos los bandos, mi padre y mi hermano interviniendo, el niño y yo fabulando alineaciones invencibles que llevarían los títulos de liga y champions a los Campos de Sport del Sardinero, y mi madre muerta de risa viéndonos repartir los millones como si ya los tuviéramos en la mano.

—Y entonces, ¿a mí no me vais a dejar ni un poquito? —quiso saber Pilar.
—Pero si la quiniela la he hecho yo, ¡hombre! —se negó el niño, que en realidad tenía cierta razón, pero estaba mucho más preocupado por convencerme de que yo podía ser el presidente del equipo y él el delantero centro, que jugaría con Zigic y Munitis, y que teníamos que fichar también a Ronaldinho y Beckham y a no sé cuántos más.

Y en ese momento, cuando más intenso era el jaleo, y más mosqueo tenían Andrés por quedarse sin crucero, mi padre porque no le dejábamos ser presidente y Pilar porque —según ella— éramos dos zoquetes sin pizca de sensibilidad, precisamente entonces al Salamanca se le ocurrió perder en casa, el Valladolid empató y el Atleti sufrió un descalabro. Y así nosotros nos quedamos sin el Racing y Pilar sin su vuelta al mundo. Una injusticia, ¿verdad?

Por eso prefiero no hacer planes sobre lo que haría o no haría con unos cuantos millones: porque, al final, tanto dinero sólo da que problemas. ¿O no?



Curueño


Acabo de ver en el blog de Raquel Paraíso una serie de fotos de un mercado —de la plaza, que se dice en León— y resulta que había una foto de un puesto que vendía moras. Y me he quedado inmóvil un rato, con la vista fija en la pantalla, como si fuera Homer Simpson; sólo que, en vez de rosquillas, yo pensaba en moras. «Moras… ¡hmmmm!».
Creo que el refrán dice más o menos así:

La mancha de la mora,
con otra verde se quita.


Y que viene a decir que, si te deja la novia, la olvidas echándote otra. Claro que esto es interpretación mía, y lo mismo es en realidad una versión primitiva de los anuncios de detergente*. Pero bueno, lo que a mí me interesa ahora son las moras. Porque ya es tiempo de moras y este año aún no he probado ninguna.

No sé qué tiene lo de las moras, pero siempre me ha encantado. Será el placer de recorrer el campo, o el regusto atávico de sentirte recolector por un rato, avivando ese primate que todos llevamos dentro. No sé; el caso es que no hay nada mejor que perderte por el campo en septiembre, y volver con una bolsa llena de moras.
A mí me gustan las moras de zarza; las de morera son más espectaculares, tan grandes y cónicas, pero no tienen el mismo sabor que las silvestres. Y no es lo mismo que comerlas con las manos llenas de arañazos, mientras te juegas el tipo por alcanzar esa pieza tan apetitosa, que no alcanzas más que de puntillas, y está custodiada por un centenar de espinas.

De niño solía ir con mi amigo Lorencín en bicicleta hasta Villaobispo, un pueblo pegado a León, y nos pasábamos la tarde en el Camino del Vago, cogiendo moras. Luego nos acercábamos hasta la fábrica de gaseosas, y a veces nos invitaban a alguna. Veinte años después, es mi hijo quien me acompaña; en Astillero cogemos las bicicletas y recorremos una antigua vía de la Feve, reconvertida en paseo campestre, que nos lleva hasta Cabárceno. Son apenas una docena de kilómetros, pero volvemos nuevos. Y cargados de moras. Lástima que este año se nos ha quedado la bicicleta en León.

El lugar del mundo que más asocio con las moras, su hábitat natural, es Santa Colomba. Mi pueblo tan querido y tan odiado. Ir en septiembre a la ribera del Curueño era perderte durante horas recorriendo los caminos, bordeando el canal, yendo a la fuente o al río, adentrándote entre la maleza... lo que sea, pero recogiendo moras.

Sin embargo, hace un par de años que me cuesta encontrarlas. Debe de ser cosa del progreso, no sé, pero últimamente se ha impuesto en el pueblo la moda de arrancar las zarzas. Antes estaban por todos lados; de hecho, había más que tapias. Pero parece que ya no sirven, y han perdido su función ancestral, la servir de linde a los prados y huertas. Y es que claro, donde esté un buen pastor eléctrico**...

Y me fastidia no encontrar moras, porque me quedo sin una de mis especialidades culinarias: el guisote. Ni idea de dónde sale el nombre, pero esta delicia es una especie de ensalada de moras, espesada con miga de pan, que sirve para endulzar las penas de septiembre. Lástima que este año no voy a poder prepararlo. A menos que os animéis alguno a acompañarme al campo, claro.




* Ay, los anuncios de detergente... un día tengo que escribir sobre ellos. ¿Quién ha olvidado a Manuel Luque, el de Camp? Sí, sí, el de «Busque, compare, y si encuentra algo mejor…». El payaso desteñido, el blanco más blanco... Es probable que esa publicidad haya causado daños cerebrales irreversibles a generaciones enteras de españoles, y nadie lo denuncia.
** Lo del pastor eléctrico tiene guasa: es el famoso cable ése que "muerde". Está conectado a una batería, y al tocarlo suelta una descarga eléctrica. Lo usan para las vacas, pero también es efectivo con humanos.