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viernes, 27 de abril de 2007

Esos desconocidos tan familiares

Supongamos que, cada día, te levantas a las 7:00 —una desgracia muy común, lamentablemente—, y sales temprano a pasear al perro; te cruzas con el pastor alemán, el perro salchicha y con ese chucho raro de lengua azul y demasiado pelo. También pasas junto al barrendero y en el parque empiezan a trabajar tres o cuatro jardineros. El bar de la esquina está levantando la trapa. Dos muchachas, de uniforme colegial, charlan en la plaza, que ahora cruzan dos horrorosas maxiescuters. A lo lejos se oye el retumbar de una imponente custom. En el kiosco están descargando la prensa, y el furgón de la panadería se marcha tras entregar la mercancía. Frente a tu edificio, algunos jóvenes con mono de faena charlan animadamente en lenguas que desconoces, esperando que llegue el capataz. Un chica de bata blanca entra en un pequeño utilitario, y también se pone en movimiento ese megane cupé que tanto te gusta. Poco antes de alcanzar tu portal, un chico al que el traje le viene demasiado grande espera a que le recojan. Mientras abres la puerta, ves reflejado en el cristal el coche camuflado de los dos guardaespaldas de tu vecino, el concejal. Luego entras en casa y saludas a tu familia
—¿Qué, había algo por la calle?
—Qué va, nadie. Como siempre.
Están ahí, pero no les vemos. ¿O sí les vemos, pero les ignoramos? En la cola del pan, en la parada del metro o el autobús, en los pasillos de la facultad o a dos calles de casa, siempre están ahí. Son esas personas que ves todos los días, pero que ni siquiera saludas. Y te fijas en ellas mucho más de lo que crees —y no me refiero, exclusivamente, a esa chica o ese chico que te sonríe cuando os cruzáis—; te fijas tanto, que el día que faltan lo notas, les echas de menos.
No sé si es la rutina, la comodidad de las pautas automatizadas, la que hace que los identifiques como parte del paisaje; un paisaje vivo, humano, social, pero paisaje al fin y al cabo, porque cuando te encuentras con uno de estos “desconocidos que te suenan” en otro contexto te cuesta mucho reconocerlos.
Sucede que, en algunas ocasiones, empiezas a saludar a alguno, sin saber muy bien por qué. Y sigues sin saber su nombre, a qué se dedica o si le gustan los barquillos o le sienta mal la lactosa, pero entonces dejan de ser desconocidos. En ocasiones hay algún elemento que actúa de socializador, y se traba conversación; los perros suelen ser una excusa excelente para iniciar una charla banal.
Claro que, también, hay un punto a partir del cual, si no has establecido contacto, esa persona será un desconocido para siempre.
A mí —que me gusta pensar que soy tímido, aunque nadie me crea— siempre me asalta la tentación de dirigirme a esas personas, de decirles algo, de conocerles al menos un poco. Después de haberles visto tanto, tratas de averiguar a qué se dedicarán, por qué madrugan tanto, cómo les gusta el café…
Claro que suelo controlar mis impulsos, ya que mis intenciones serían seguramente malinterpretadas: ¿quién va a fiarse de un extraño, por mucho que le veas deambular por tu barrio o tu lugar de trabajo? Nos hemos tragado tantas películas, que ya vemos psicó/sociópatas por todas partes.
Y luego están los desconocidos a los que conocemos de sobra, aunque ellos no nos conozcan: actores, locutores, presentadores, famosos a los que consideramos parte de nuestra vida, a los que instintivamente te dirigirías con familiaridad, pero para los que somos absolutos extraños. A mí me pasaría con los escritores a los que he leído mucho, en especial con los poetas: has sentido que vivías su mundo, y hasta has construido tu propia imagen de él. Y luego te lo cruzas y no tienes absolutamente nada que decirle.

Hace muchos años, sentado en un tranvía de Colonia, empecé a reflexionar sobre este asunto, al notar que aquella mañana me faltaba alguien. Son los “desconocidos familiares”, pensé. Y hace unos días, al preparar estas líneas, me encontré con que todo esto ya se le había ocurrido a alguien: a Stanley Milgram, un psicólogo social fascinante. Él los llamó “familiar strangers”, y realizó un estudio sobre el tema en 1972, así que me lleva treinta y cinco años de ventaja.

El poeta Antonio Montesino diría que se trata de intertextualidad, aunque yo sospecho que lo que realmente sucede es que alguno de los dos —o Milgram, o yo, o quizá ambos— andamos algo cortos de creatividad. Porque, sinceramente, ¿a quién no se le había ocurrido esto ya?


PS. Hay otros desconocidos familiares aún más cercanos, en este mismo espacio. Uno soy yo. El otro eres tú.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El caso es que tú me suenas de algo... no sé, será el café :) (Por cierto, a ver si me dejas algún comentario n mi página, vago). Un abrazo.

Javier Menéndez Llamazares dijo...

Tú sí que me suenas... Pero a café no. Me suenas más a algo así como: "Mari-mari-guana-por-la-mañana".
Hay que ver, ya me has pegado la canción: "ya-no-puedo-dejar-de-reír"...

Anónimo dijo...

Y luego están esas desconocidas con un toque especial. Que rara vez te atreves a decirles nada, sobre todo si has crecido en una ciudad como Santander, donde una chica da por hecho que si te diriges a ella le estás "entrando".
De momento, me quedo con los conocidos cotidianos, como el quiosquero comunista que me vende Il Manifesto con una sonrisa de complicidad, o las camareras del café de la plaza, pese a esa impersonalidad que odio de los bares italianos.