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miércoles, 25 de abril de 2007

Corazón tan blanco (y verde)

Asegura el escritor Javier Marías que se puede cambiar de opinión, de ideas políticas o incluso de religión, pero, en cambio, es absolutamente imposible cambiar de equipo de fútbol. Y lo ilustra con una anécdota de su infancia: cuando el Real Madrid decidió no renovar a Di Stéfano, el joven Marías y sus amigos decidieron mantenerse fieles a su ídolo y hacerse del Español, el nuevo equipo de don Alfredo.
Durante algunas jornadas siguieron al equipo, leían las crónicas, se animaban entre ellos… hasta que llegó el encuentro entre madridistas y periquitos. Y en ese momento descubrió que no se puede luchar contra la afición futbolística, y que siempre seguiría siendo merengue.
Claro que el caso particular de Marías no tiene por qué ser extrapolable al resto del mundo. Y, puestos a contar batallitas, cada uno podemos contar la nuestra.
Cuando yo era crío, en segundo o tercero de BUP, tuve una profesora encantadora que se llamaba María Candanedo —“Doña Mari”—, que acababa de regresar a León tras dos décadas de docencia en San Sebastián. Allí había sido tutora de Luis Arconada, con el que aún debía de mantener cierta relación.
En aquellos años —los tempranos ochenta—, el guardameta vasco era el estandarte del fútbol español: era el capitán de la selección y su equipo ganaría dos ligas consecutivas. Eso, aparte de que era un fenómeno. Claro que aún no había encajado el famoso gol de la “arconadina” en París, y tampoco había surgido la polémica porque jugara con medias blancas, en lugar de con aquellas otras con la bandera española (que, por cierto, siempre me gustaron; incluso tenía unas iguales).



Doña Mari —quizá por aquello de que La Palomera era un cole “rojo”— se había propuesto convertirnos al real-socialismo —no al socialismo-real, que eso lo hacía otra profesora, Nati—, es decir, en aficionados txuri-urdines. Como apoyo a su labor de proselitismo nos regalaba fotos de Arconada dedicadas y a punto estuvo de llevarnos de excursión a Atocha para que pudiéramos adorar en persona al idolatrado cancerbero. Algunos compañeros, como Vaquero, quedaron tan impactados que serían realistas para toda la vida; los demás, en mayor o medida, también estuvimos a punto de sucumbir.
La cuestión es que, durante aquel curso, yo empecé a jugar de portero, y andaba todo el día pidiendo la camiseta de Arconada, sus guantes y demás. Hasta que mi padre, madridista acérrimo, decidió tomar cartas en el asunto. Y empezamos a porfiar: que si es mejor el Madrid, que si Arconada le da mil vueltas, etc. Porque mi padre, que llegó a jugar en la Cultural Leonesa (y en el antiguo Ademar), no es que lo viera todo en blanco o negro, sino que era de ideas fijas: o blanco, o nada.
Quiso la casualidad que precisamente aquella semana se enfrentaran los dos equipos, en partido televisado, y mi padre me retó a que, después de ver el encuentro, decidiera qué equipo era mejor. Una propuesta descabellada, sobre todo si tenemos en cuenta que la Real había ganado la liga anterior, y que contaba con la mejor generación de su historia: Satrústegui, Zamora, López Ufarte… Vamos, la gran esperanza española para el inminente Mundial.
Debo confesar que no recuerdo muy bien cómo acabó aquel partido; ni siquiera sé si era de liga o de copa. Creo que había llovido y que no fue muy lucido. Lo que sí recuerdo es que aquel día decidí que mi equipo sería el Real Madrid. No sé si fue porque descubrí a Juanito, y sobre todo a Santillana —verdadero ídolo de mi infancia y culpable de mi temprano fracaso deportivo: por querer emularle, abandoné la portería, y ya no hubo manera de sacar provecho de mis dos pies izquierdos—, o porque mi padre ejercía sobre mí una influencia tan poderosa que yo terminaba por mimetizar sus opiniones, sus convicciones y hasta sus gustos.
Y debo confesar que se lo agradezco: nunca me arrepentí de aquella decisión. Porque transcurrieron muchos años, cambiaron las situaciones, formé mis propias opiniones, debatimos, discrepamos, discutimos y jugamos a todos esos entretenimientos que se dan entre los padres e hijos que de verdad se quieren —aunque a veces no lo parezca—. Supongo que le di muchos disgustos, pero al menos en una cosa creo que nunca le defraudé: los dos compartimos la misma afición futbolística. Ya, ya, puede parecer banal, pero en realidad no lo es tanto. Estoy convencido de que hay vivencias, generalmente infantiles y asociadas a estados de gran felicidad o infelicidad, que conforman tu personalidad de forma indeleble.

Muchos años después, quiso la fortuna —y las oposiciones, claro— traerme a Cantabria, esta vez con los roles trastocados: esta vez yo era el padre, y traía de la mano a un mocoso que empezaba a mirar para los balones como si fueran los seres más atractivos de la creación. Fuimos a vivir justo al lado de los Campos de Sport, en la Segunda Playa del Sardinero, de modo que nos pasamos todo aquel verano dando patadas a balones de fútbol-playa y mirando para el estadio. Como no podía ser de otra manera, acabamos yendo a ver un partido, luego otro, nos desesperamos con el equipo, probamos otra vez y al final acabamos sacando un bono.
A medida que avanzaba la temporada le íbamos cogiendo el gusto a la liga de verdad, la liga de los modestos. Acostumbrados al caballo ganador, los aficionados a los equipos grandes piensan que la competición se reduce a la lucha por el título, y ven como meras comparsas al resto de los equipos.
Sin embargo, la verdadera emoción no está en ver cómo los millonarios de las metrópolis juegan con sus cartas marcadas, tratando de influir en los arbitrajes y en las decisiones federativas. No, lo que de verdad conmueve es la tensión por eludir el descenso, la épica de los presupuestos escasos, la lucha contra el linier que siempre decide a favor del grande. Poco a poco, empezamos a sentirnos más y más cercanos al Racing. Hasta que llegó el partido contra el Madrid.
Cuando llegó el clásico, con el Sardinero a reventar y el equipo local haciendo una temporada nada brillante, estábamos algo indecisos: no queríamos ver perder a ninguno de los dos. O eso pensábamos. Porque en cuanto el Racing se adelantó, lo festejamos como locos. Y cuando el Madrid dio la vuelta al marcador, animamos a los verdiblancos. Al final ganó el Madrid, pero nosotros salimos del campo derrotados: ya éramos racinguistas.
Curiosamente, a la par que nosotros íbamos cambiando de equipo, mi padre empezó a interesarse por el Racing. Tanto, que al final acabó por hacerse también abonado —y eso que vive en León, a trescientos kilómetros del Sardinero—. Por eso, cuando leo las opiniones de Javier Marías sobre la imposibilidad de mudar de afición futbolística, recuerdo una frase de Graham Green, en una de sus últimas entrevistas, en la que aseguraba, desde las páginas amarillentas del ABC, «mis lealtades son bastante tornadizas».



—¿Sabes? Yo creo que tengo el corazón a rayas verdes y blancas —me dijo el niño hace unos días. No se preocupen, se le pasará; la fascinación por el fútbol, quiero decir. Lo del racinguismo, me temo, será una enfermedad incurable.

2 comentarios:

Filisteum dijo...

Tú...

Tú....

Tú con un texto de cuarenta líneas sobre fútbol....

Te lo publico donde los dos sabemos, (con firma, eso sí) y te hundo la carrera...

jajajaja


Un abrazooooooooo

Javier Menéndez Llamazares dijo...

Bueno, bueno, menos lobos, a ver si desempolvamos la hemeroteca y publico yo los sonetos de un tal "Odín", que pasado tenemos todos...

¡Otro abrazo, tocayo!