Hace algún tiempo apareció en televisión un anuncio muy simpático, en el que un joven decidía emprender un prometedor negocio, cuya mercancía era nada. Vendía, exactamente, nada. Afirmaba que la gente tenía ya de todo, y que precisamente por eso lo que querían comprar y regalarse entre sí era un poquito de nada.
El anuncio, tan simpático e ingenioso, resultó un éxito. Hablaban de él los oficinistas en la hora del café, se comentaba en los recreos y en las salas de espera. Y es que la publicidad, aparte de haber llegado ya a ser un arte, tiene una gran repercusión social y un público casi tan fiel como cautivo. Hoy día nos gusta hacer crítica de los anuncios, son pequeñas piezas creativas que nos divierten enormemente. Y este espot —como antes se decía— era una buena muestra de ello.
Seguramente el anuncio ha conseguido algún premio, y a su autor le habrán llovido las felicitaciones. Apareció en un momento en que, tras la cultura de las marcas, llegó la de la filosofía del producto: uno no compra un producto, sino un estilo de vida. Esta pirueta moral les ha servido a los creativos publicitarios de los últimos años para plantearnos todo tipo de cuestiones pseudointelectuales, mientras nos cuelan de tapadillo lo de siempre, el clásico “compre” de la antigua propaganda. Sólo que en lugar de poner un “beba” junto al logo de la Coca Cola, nos preguntan “¿Te gusta conducir?”.
El anuncio del vendedor de nada resultó un éxito, no sólo por la sibilina ironía que destilaba sino, especialmente, por su originalidad. La originalidad es un valor que siempre se cotiza al alza; es tal el acoso de los medios de comunicación, que hace falta un buen reclamo —léase original por bueno— para captar la atención de un consumidor ya saturado. Y desinformado. Veamos.
Al enfrentarse al anuncio, la ecuación mental es inmediata: “qué original, montar un negocio que vende nada, como si fuera algo”. Pero claro, escritores hay muchos, pero ideas muy pocas. Y tan escritor es quien redacta un pequeño anuncio de veinticuatro segundos, como el que escribe un manual de instrucciones o el gran novelista de éxito.
En los años 40 del pasado siglo, un italiano bigotudo y enérgico mostraba su talento al mundo con una serie de relatos que le reportaría una celebridad casi inmortal. Se trataba de la saga de Don Camilo, obra de Giovanni Guareschi. Sería difícil encontrar a alguien que desconozca las aventuras del párroco y de su rival Pepón, el alcalde comunista, que no sólo llenaron páginas y páginas, sino que fueron llevados al cine en varias ocasiones e incluso a series de televisión. Pero Guareschi escribió otras muchas obras, en las que daba muestra de su genio, principalmente humorístico.
En 1942 apareció “El destino se llama Clotilde”, una novelita satírica. En ella nos presenta al joven hacendado Filimario Dublé, al que la vida aburre soberanamente. Para sobrellevar el tedio se le ocurre una pequeña broma que gasta a los ciudadanos de Temerlotte: arrienda un local, contrata publicidad y abre un negocio. ¿Adivinan qué vende el bueno de Filimario? Por supuesto, nada. Al final, consigue vender 50 francos de nada.
Las ideas son, de natural, viajeras. No vuelan por el aire, pero suelen tomar aposento en lugares confortables: libros, revistas, tertulias, conferencias… Y allí se quedan, agazapadas, esperando llegar al mayor número de cabezas posibles. Aunque, en ocasiones, es tan oscuro su escondite que pocos pueden rescatarlas. En esos casos, quien las encuentra les lava la cara, las peina a la moda y luego corre a inscribirlas en el registro como si fueran hijas suyas. Y si hay medallas, allí están sus autores, listos para recogerlas. Porque a nadie le importa que una idea que parece actual sea en realidad de 1942. ¿Qué más da, mientras sea original?
El anuncio, tan simpático e ingenioso, resultó un éxito. Hablaban de él los oficinistas en la hora del café, se comentaba en los recreos y en las salas de espera. Y es que la publicidad, aparte de haber llegado ya a ser un arte, tiene una gran repercusión social y un público casi tan fiel como cautivo. Hoy día nos gusta hacer crítica de los anuncios, son pequeñas piezas creativas que nos divierten enormemente. Y este espot —como antes se decía— era una buena muestra de ello.
Seguramente el anuncio ha conseguido algún premio, y a su autor le habrán llovido las felicitaciones. Apareció en un momento en que, tras la cultura de las marcas, llegó la de la filosofía del producto: uno no compra un producto, sino un estilo de vida. Esta pirueta moral les ha servido a los creativos publicitarios de los últimos años para plantearnos todo tipo de cuestiones pseudointelectuales, mientras nos cuelan de tapadillo lo de siempre, el clásico “compre” de la antigua propaganda. Sólo que en lugar de poner un “beba” junto al logo de la Coca Cola, nos preguntan “¿Te gusta conducir?”.
El anuncio del vendedor de nada resultó un éxito, no sólo por la sibilina ironía que destilaba sino, especialmente, por su originalidad. La originalidad es un valor que siempre se cotiza al alza; es tal el acoso de los medios de comunicación, que hace falta un buen reclamo —léase original por bueno— para captar la atención de un consumidor ya saturado. Y desinformado. Veamos.
Al enfrentarse al anuncio, la ecuación mental es inmediata: “qué original, montar un negocio que vende nada, como si fuera algo”. Pero claro, escritores hay muchos, pero ideas muy pocas. Y tan escritor es quien redacta un pequeño anuncio de veinticuatro segundos, como el que escribe un manual de instrucciones o el gran novelista de éxito.
En los años 40 del pasado siglo, un italiano bigotudo y enérgico mostraba su talento al mundo con una serie de relatos que le reportaría una celebridad casi inmortal. Se trataba de la saga de Don Camilo, obra de Giovanni Guareschi. Sería difícil encontrar a alguien que desconozca las aventuras del párroco y de su rival Pepón, el alcalde comunista, que no sólo llenaron páginas y páginas, sino que fueron llevados al cine en varias ocasiones e incluso a series de televisión. Pero Guareschi escribió otras muchas obras, en las que daba muestra de su genio, principalmente humorístico.
En 1942 apareció “El destino se llama Clotilde”, una novelita satírica. En ella nos presenta al joven hacendado Filimario Dublé, al que la vida aburre soberanamente. Para sobrellevar el tedio se le ocurre una pequeña broma que gasta a los ciudadanos de Temerlotte: arrienda un local, contrata publicidad y abre un negocio. ¿Adivinan qué vende el bueno de Filimario? Por supuesto, nada. Al final, consigue vender 50 francos de nada.
Las ideas son, de natural, viajeras. No vuelan por el aire, pero suelen tomar aposento en lugares confortables: libros, revistas, tertulias, conferencias… Y allí se quedan, agazapadas, esperando llegar al mayor número de cabezas posibles. Aunque, en ocasiones, es tan oscuro su escondite que pocos pueden rescatarlas. En esos casos, quien las encuentra les lava la cara, las peina a la moda y luego corre a inscribirlas en el registro como si fueran hijas suyas. Y si hay medallas, allí están sus autores, listos para recogerlas. Porque a nadie le importa que una idea que parece actual sea en realidad de 1942. ¿Qué más da, mientras sea original?
[Este artículo apareció publicado en el último número de "Campus", revista estudiantil de la Universidad de León.]
6 comentarios:
¿Conoces la Ley de Lem?
Nadie lee nada.
Los que leen no entienden.
Los que entienden lo olvidan inmediatamente.
A lo mejor eso explica el asunto...
:-)))
Y ahora tú le das vida a esta historia. Me gusta.
Bueno, Javi, parece que, al menos, dos personas lo han leído, lo han entendido y han escrito algo antes de olvidarlo.
Aún así, al Lem ese habría que zurrarlo bien; ¿cómo se le ocurre imponer una ley así?
Raquel, gracias por tu comentario, pero yo prácticamente no he hecho nada: la historia ya estaba ahí antes de que yo llegara.
Un placer verte por aquí, nos leemos.
Qué buenos, Camilo y Peppone...
Debo reconocer q no he leído los libros (ya estaré al quite), aunque sí visto las películas. Desafortunadamente, sin embargo,no en versión original, pues hubo un ciclo hace unos meses en la 7 si no recuerdo mal, pero siempre me cuadraba días q salía a cenar, o me liaba con otras cosas, y encima los italianos tienen un horario asquerosamente europeo, empiezan la programación de noche a las 9.
Avanti popolo...
Julián, te recomiendo encarecidamente que leas los libros de Guareschi; el tío es un cavernícola ideológicamente, pero tiene un talento para escribir que hace que le perdones todo.
Y ánimo en Italia: aguanta, que ya te vengarás luego cuando vuelvas a Santander, pillín.
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