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viernes, 4 de mayo de 2007

La erótica de las gafas



Como si fuera una pregunta tonta de cualquier encuesta frívola —de esas de “¿en qué te fijas primero de una chica/chico?”—, podríamos jugar a preguntarnos qué nos excita a cada uno. En principio, la cosa puede parecer algo sosa, pues suponemos que va a parecer que estamos en la cola de la carnicería:
—A mí, pechuga.
—Yo, muslo.
—Yo cuartos traseros...
Sin embargo, si lo pensamos detenidamente, veremos que hay atractivos fuera de lo evidente, y mucho más poderosos. Hay gente a la que le gustan cosas muy raras: los trajes de latex, las correas de cuero, las películas de Ozores… A otros les excitan los pies, las voces sugerentes, los corpiños rojos, qué sé yo.
Y es que, aunque el calzado femenino puede que no te diga gran cosa, ¿quién no disfruta escuchado a Berlanga glosar los encantos del tacón alto? Porque el sexo, contrariamente a lo que en principio pudiera parecer, es una actividad que realizamos, principalmente, de cintura para arriba: con el cerebro, en concreto. Y a cada uno nos “pone” algo distinto: los labios carnosos, las manos, la forma de caminar, la voz... Incluso a alguno le “pone” Cantabria entera, que ya son ganas de salir de casa con la libido desatada. Que somos muy raritos, vamos Y yo no iba a ser menos. Yo debo admitir que siento debilidad por uno de los objetos más detestados por aquellos que están obligados a usarlos. ¿Los uniformes escolares, los transportes públicos, las cremas anti-acné, quizás? No, qué va: lo que a mí me mola son las gafas.
Sí, sí, has leído bien: las gafas. Claro, yo no he tenido que utilizarlas, nunca me han llamado «cuatroojos» ni he tenido que soportar broncas familiares interminables por haber cascado el tercer par en un mes. No me han desollado el puente de la nariz ni las orejas, y tampoco me han servido de excusa para mi lamentable rendimiento deportivo. Supongo que para los que las hayan sufrido, las gafas no son gran cosa frente a unas buenas lentillas, pero yo las veo como un objeto cargado de sex-appeal. Cierto que no todas las gafas, y no en todas las situaciones: a mí me gustan cuando llevan a una mujer detrás. Los lentes aportan un toque de distinción, una elegancia que, para mi gusto, potencia la belleza femenina. No digo que haga milagros, pero me llaman la atención las chicas que se atreven a ponerse gafas: demuestran personalidad, estilizan el rostro… en fin, que para mí deben de ser algo así como Cantabria para Revilluca.
Claro que mi gusto por las gafas —incluso en aspectos menos eróticos— es ya una vieja historia. Cuando tenía 10 años, inexplicablemente, quería usar gafas. Una mañana de domingo se me ocurrió decirle a mi madre que no veía bien, y hasta le hice una demostración de lo mal que leía utilizando los ingredientes de la nocilla, recitando algunos números y letras. Fue una actuación bastante mediocre, pero como yo era un niño bueno de verdad —o al menos eso debía de creer ella— se preocupó de veras.
Y tres días después me llevó al oculista. El especialista tendría unos cincuenta años, y no muy buen humor. Con mucha seriedad me iba señalando letras en uno de esos jeroglíficos que a estos médicos les gusta colgar en las paredes, sin darse cuenta de lo poco que adornan, y yo fallaba cuidadosamente una de cada tres letras. Incluso con las grandes, para sorpresa del oculista, que me hacía acercarme cada vez más al cartel. Me estuvo observando los ojos con varios instrumentos, como repasando la superficie en busca de defectos.
El hombre me aplicó entonces unas gotas en las pupilas, que las dilataron casi por completo. Con una lupa en un ojo y un cartel frente al otro, me preguntó qué letra veía. Y luego otra. Y otra. Yo no lo sabía —¿cómo adivinarlo?—, pero él estaba viendo reflejado en mis pupilas exactamente lo que mismo que yo veía… y que no coincidía precisamente con lo que estaba diciendo. Al tercer fallo consecutivo, montó en cólera:
—¡Qué suerte tienes de que esté aquí tu madre, que si no, te iba a pegar una somanta de hostias…! —bramó— ¡Cacho cabrón, la que me estás liando! ¡Venga, largo de aquí!
No se debe hablar así a los niños. Al menos, no a mí, desde luego. Menudo trauma que podría haberme causado, uno de esos que acabas entrado en una óptica con una metralleta y te cargas cien mil euros en raybans. ¡Si yo sólo quería tener unas gafas! Pues al oculista no le pareció nada bien, no.
La caminata de vuelta a casa, cual vulgar napoleón derrotado en la tundra, fue lamentable. No sólo no veía nada, con las pupilas tan dilatadas que tenía que ir de la mano de mi madre, guiado como un invidente, sino que aún me temía lo peor: el chaparrón materno que me iba a caer, que después de tan sonora tomadura de pelo tenía que ser, por fuerza, antológico. Pero no llegaba. Salimos del portal, cruzamos Santo Domingo, bordeamos San Isidoro, y nada.
Al llegar al Espolón, a mí madre se le escapó la risa. Conteniéndose a duras penas, consiguió sacar una voz casi seria, y sentenció:
—¿Te parece bonito? ¡Pues ahora te vas a pasar toda la tarde sin poder leer, para que espabiles!
Claro que no podía leer: ¡si no veía un pijo! Sí, sí, ya sé que el castigo no parece gran cosa, pero es que entonces yo leía mucho, incluso demasiado —no hay más que ver los efectos secundarios que la lectura ha producido en mi vida adulta—. No obstante, cumplió con su cometido: desde entonces no soporto nada cerca de los ojos, ni el colirio. Tampoco he vuelto nunca a querer usar gafas. Aunque, en ocasiones, cuando veo a una chica guapa, me digo «qué buena estaría… con gafas».

Nota (para los que no entendéis la broma sobre Cantabria): Revilla —o Revilluca— es el Presidente de la Comunidad Autónoma de Cantabria, un político espectacular y mediático al que el año pasado le dio por decir en sus discursos: «Cantabria me pone».

4 comentarios:

Filisteum dijo...

Bueno, hombre, donde estén unos buenos impertinentes. Esos sí que teníuan que dar empaque y ayudare a alzar la nariz.

por lo demás, estamos de acuerdo en algo: lamujer que lleva gafas hoy en día es que tiene carácter. O es alérgica, vaya.

En ambos casos, un punto a su favor.

Anónimo dijo...

Cuando entre en la universidad, lo vi claro, o más bien no lo vi...necesitaba gafas, la líneas de la pizarra eran informes a mis ojos. El día que escogí el modelo, mi madre me dijo que parecía inteligente…(creo que la di las gracias...). De eso han pasado 5 años (como pasa el tiempo que sin quererlo son años), y mi relación con ellas ha cambiado mucho, al principio, estábamos juntas lo imprescindible y necesario, y siempre que no estaba con ellas me fijaba en la otras, en cómo eran, en cómo sentaban en cada cara, y las comparaba con las mías...el tiempo pero sobretodo las dioptrías me hicieron tener que estar con ellas cada vez más tiempo. Hace poco me di cuenta que eran parte de mi, que me hacían sentir diferente, incluso a veces sexy...Me hecho otro par, unas gafas de las que se nota que llevas gafas...

Javier Menéndez Llamazares dijo...

Gracias … por tu comentario. Me muero de ganas ver esas gafas; a ver si envías una foto. ;-) xxDDD
No, en serio, me alegro de que te sientas a gusto con ellas; a veces todos pensamos que nos vemos mal con algo y en realidad nos sienta estupendamente. Y unas gafas, a fin de cuentas, no son para tanto. Ya ves que incluso hay gente que le encantan.

Olalla Díaz dijo...

Vengaaaa, presentación de mis gafas en el mundo "internetaico" :P

(Enhorabuena por el blog!!, me gusta,tiene su puntillo)