Uno de las palabras que más nos suelen gustar a todos, al menos en el periodo escolar, es “tabú”. Y no sólo porque aparezcan en películas de aventura, justo cuando los indígenas tienen ya el caldo en su punto de sal y al explorador con una manzanita en la boca; no, creo que lo que más nos gusta es esa misteriosa atracción de lo prohibido: el tabú, lo innombrable, el pecado supremo, lo peor de lo peor. Si es que está en nuestra naturaleza, qué le vamos a hacer.
Precisamente para corregir esta inclinación se utilizan los eufemismos. No es que hagan que la realidad desaparezca, pero al menos podemos salvar las apariencias. No, no, no estoy pensando en lo escatológico, ni mucho menos. ¿Por quién me tomas? En esas cosas no se piensa.
En lo que sí que realmente pueden incidir las palabras, y el uso que les demos, es en la esfera social. Porque, aunque pensemos que nuestra civilización está hecha de hormigón, asfalto, algodón y celulosa, también está hecha de palabras. Y creo que Hernández y Fernández aún dirían más: está hecha sobre todo de palabras. Es lo que se llama “cultura”, en un sentido antropológico.
Las palabras son, entonces, importantes para nosotros. Pensemos en el plano de las relaciones sociales; decía un antiguo chiste que en Portugal no hay barrenderos, sino “engenheiros da merda” —con todo mi aprecio para los lusitanos y para los “ingenieros” del ramo—, lo que parece una muestra del rechazo popular a los eufemismos. Pero eso de “llamar al pan pan, y al vino vino” no es, precisamente, el súmmun del buen gusto. Porque los términos, que pueden nacer como neutros, acaban cargándose con el tiempo de connotaciones, que son una especie de electricidad estática que acaba dando chispazos en el momento más inesperado.
¿A quién le gustaría que le llamaran tullido, cojo, o incluso “cojito”? Es perfectamente justo que pidan un término más aséptico, que no lo sientan como una losa que los señala allá donde vayan. Para ello se articularon varias palabras alternativas, sin cargas despectivas.
Como “impedido”, que en principio sonaba mejor. Sin embargo, ¿a quién le gustaría que le llamaran impedido? ¿Impedido para qué?
Luego se les llamó “inválidos”. Supongo que eran cosas de la época, con aquellas divisas como la de la OJE ¬—el indescifrable “Vale quien sirve”, que aún no termino de entender: ¿sirve también quien vale? ¿servir o servir? En fin, un lío—. Pero eso de decirte que no vales tampoco es que sea un piropo, precisamente.
Quizá el eufemismo más molesto sea el de “paralítico”; sobre todo si tenemos en cuenta que procede de “lithos”, es decir, “piedra”. A pesar de su enorme difusión, no tiene ninguna gracia que te consideren una especie de mineral.
Más tarde empezó a utilizarse un término muy técnico: “discapacitado”. Es descriptivo y hasta frío, aunque esconde también una diferenciación entre los “capacitados” y los que no lo están.
—Pero es que esa diferencia existe, y en algunos casos es notoria —me podrá decir alguno.
Claro que existe. Pero se trata de no señalar, de no andar metiendo el dedo en el ojo a nadie. Esas normas de educación que nos contaban de pequeños, y que parece que se las llevó también la Transición junto con los fantasmas del pasado.
Y porque esas diferencias existen, los eufemismos que se han aplicado no han tenido ningún éxito: al cabo de un tiempo de uso, acaban cargándose de connotaciones negativas, y se convierten en tabúes. O incluso dan risa, como eso de llamarles “paralímpicos”.
No se trata, por tanto, de ir remendando el lenguaje, sino de utilizarlo bien. Si a alguien le llamamos “cartero” le estamos definiendo por su actividad, en una metonimia muy cotidiana. Si le decimos “rubio”, lo hacemos por un rasgo físico. Sin embargo, cuando llamamos a alguien “cojo” o “ciego” le caracterizamos a partir de una característica que acaba por anular el resto de su identidad. Porque, antes que cojos o ciegos son personas. Personas mancas o mudas. De ahí que pidan que se les trate como tal, y que digamos que son “personas con necesidades especiales”, porque son válidas, útiles y dignas.
Y se me ocurre, como colofón, una duda existencial: si llamamos a alguien “idiota”, ¿le estamos reduciendo a un rasgo psíquico? ¿le marginamos? ¿deberíamos, quizá, decirle “persona idiota? ¿O “rubio idiota”, si es que es rubio?
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martes, 8 de mayo de 2007
La caducidad de las palabras
Publicado por Javier Menéndez Llamazares en 7:50 Califica este artículo (1-5):
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6 comentarios:
Ya que de palabras se trata, que tal esta: pendejada.
Bueno, como palabra no está mal: nueve letras, llana, femenino singular... Creo que las hay mejores, pero si a ti esta es la que te mola, quédatela. "Pa' ti pa' siempre", que se suele decir.
Yo la verdad es que creo que todas esas palabras se las iventa gente que en realidad si que siente que son diferentes esas personas, y que suelen sentir rechazo hacia ellos. Es como negro o de color... menuda tonteria que pasa que un chino no es de color?? o que pasa que yo no tengo color?? pues si blanco o claro. Es que, si es que ellos mismo en África se denominan negros, Etiopia significa, tierra de hombres de cara quemada... asi que. Las palabras significan lo que las personas quieres que signifiquen.
Antes, dos chavales se peleaban en el colegio porque uno le había llamado maricón a otro.
Ahorea se pelean proque uno ler ha llamado gay al otro.
Hemos avanzado.
Tocayo: No es por nada, pero en los colegios, para insultar, siguen diciendo "maricón". No hay color...
Sir McLois (de Lois, supongo, ¿no? Bonito paraje), tienes mucha razón; el problema no está en las palabras sino en las personas. De nada vale que se imponga la "corrección política" si luego las actitudes sociales siguen siendo las mismas. Y sobre los negros, creo que en Nueva York se puso una vez de moda llamarles "los verdes", para que no se ofendieran. Ya me dirás, seguro que se pusieron negros pero de verdad.
Bienvenido a estas páginas, estás en tu casa. Por cierto, enhorabuena por tu blog de explorador.
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