De entre todos los doctores y santos varones que en la Iglesia han sido, mi favorito de todos los tiempos es San Agustín. No, no, no es ese al que le bajaron del caballo —ése era San Pablo, del que habrá que hablar algún día—; éste era el que acuñaba frases como “La medida del amor es amar sin medida”, y el de la famosa historia del niño que quería vaciar el mar con una concha.
¿Y por qué me gusta tanto San Agustín? Pues por sus obras, ni por especial devoción, sino —vaya todo mi respeto por delante— porque hay que tener cuajo. Me refiero, claro, a su trayectoria vital, al giro radical que imprime a su vida tras años de disipación, pasándose al lado contrario y encarnando como nadie la virtud más sincera.
Para empezar, hay que ser crápula para hacer santa a tu madre; la pobre Santa Mónica se hinchó a rezar, de los disgustos que le daba su descarriado retoño. Y es que Agustín, nacido en el norte de África en el siglo IV, y por tanto romano del Bajo Imperio, debió de ser un muchacho extraordinario, un joven prometedor de esos a los que se nota que van a ganar la carrera mucho antes de que den la salida. Tan prometedor y tan extraordinario, que se perdió por el camino, mucho antes de llegar.
Es posible que la literatura tuviera mucho que ver con sus extravíos; cobró cierta fama en vida, y le eran gratos los halagos. Escribía teatro y destacaba en la retórica —que en la antigüedad era un arte, y no tenía nada que ver con lo que hacen ahora nuestros políticos—, pero lo que le perdió realmente fue la cuestión de los placeres.
En resumen, que casi no le quedó pecado alguno por probar, incluido el amancebamiento y el descreimiento, ya que, de paso, se dio a la filosofía, lo que de rebote le llevó al escepticismo. Y ríanse ustedes de los bohemios del siglo XX, o de la “vida muelle” del siglo XX: no vean cómo se las debían de gastar los clásicos en materia de despendole. Hasta que “sentó la cabeza”, claro.
Pues resulta que el hombre, a los treinta y tres años, va y se bautiza. Y empieza a hilvanar teología como si tejiera punto, con paciencia y atando todos los cabos. Acaba de obispo en Hipona y pasa a la historia como uno de los santos más recordados de todo el calendario —y mira que hay—.
¿Y por qué tiene tantos bemoles el asunto? Pues porque él mismo recoge en un libro sus “Confesiones”, y cuenta —con más señales que pelos, eso sí—, sus años de desenfreno y sus bajadas a los infiernos mundanos, pero para dejarnos bien clarito lo que no podemos hacer. Yo, por supuesto, estoy a favor del arrepentimiento —una práctica diaria muy recomendable—; lo que ya no me “mola” tanto es lo de “escarmentar en cabeza ajena”, que es, a grandes rasgos, lo que San Agustín predica. No, señor: para poder arrepentirse hay que haber experimentado primero. Y en primera persona, claro.
Todo esto lo pensaba ayer, avenida abajo, sacando el perro, cuando al cruzarme con un grupo de críos jaraneros eché de menos aquellos años de cantar por la calle, un poco “achispado” —como dicen las abuelas, con condescendencia—, de trepar a los balcones para arracimar julietas y troquelar los castillos de las banderas, de no estudiar ni a tiros, de repudiar lo establecido, de pedirle a la vida otra ronda…
Y dentro de nada, mi hijo tendrá quince años, y querrá quemar la ciudad dos veces por semana, y allí estaré yo, acordándome de mi santo preferido, preguntándome cómo asumir mi papel paterno. Porque claro, yo no es que haya pecado tanto como el romano, pero alguno ha caído —casi todos veniales, eso sí; pecadillos de poca monta, aunque seguro que en ciertas partes del mundo me caería una temporadita a la sombra—. ¿Seré un consentidor? ¿Seré un nuevo Agustín de Hipona? Qué papelón me espera, a mí, que según mi padre, todavía estoy por escuadrar…
Para empezar, hay que ser crápula para hacer santa a tu madre; la pobre Santa Mónica se hinchó a rezar, de los disgustos que le daba su descarriado retoño. Y es que Agustín, nacido en el norte de África en el siglo IV, y por tanto romano del Bajo Imperio, debió de ser un muchacho extraordinario, un joven prometedor de esos a los que se nota que van a ganar la carrera mucho antes de que den la salida. Tan prometedor y tan extraordinario, que se perdió por el camino, mucho antes de llegar.
Es posible que la literatura tuviera mucho que ver con sus extravíos; cobró cierta fama en vida, y le eran gratos los halagos. Escribía teatro y destacaba en la retórica —que en la antigüedad era un arte, y no tenía nada que ver con lo que hacen ahora nuestros políticos—, pero lo que le perdió realmente fue la cuestión de los placeres.
En resumen, que casi no le quedó pecado alguno por probar, incluido el amancebamiento y el descreimiento, ya que, de paso, se dio a la filosofía, lo que de rebote le llevó al escepticismo. Y ríanse ustedes de los bohemios del siglo XX, o de la “vida muelle” del siglo XX: no vean cómo se las debían de gastar los clásicos en materia de despendole. Hasta que “sentó la cabeza”, claro.
Pues resulta que el hombre, a los treinta y tres años, va y se bautiza. Y empieza a hilvanar teología como si tejiera punto, con paciencia y atando todos los cabos. Acaba de obispo en Hipona y pasa a la historia como uno de los santos más recordados de todo el calendario —y mira que hay—.
¿Y por qué tiene tantos bemoles el asunto? Pues porque él mismo recoge en un libro sus “Confesiones”, y cuenta —con más señales que pelos, eso sí—, sus años de desenfreno y sus bajadas a los infiernos mundanos, pero para dejarnos bien clarito lo que no podemos hacer. Yo, por supuesto, estoy a favor del arrepentimiento —una práctica diaria muy recomendable—; lo que ya no me “mola” tanto es lo de “escarmentar en cabeza ajena”, que es, a grandes rasgos, lo que San Agustín predica. No, señor: para poder arrepentirse hay que haber experimentado primero. Y en primera persona, claro.
Todo esto lo pensaba ayer, avenida abajo, sacando el perro, cuando al cruzarme con un grupo de críos jaraneros eché de menos aquellos años de cantar por la calle, un poco “achispado” —como dicen las abuelas, con condescendencia—, de trepar a los balcones para arracimar julietas y troquelar los castillos de las banderas, de no estudiar ni a tiros, de repudiar lo establecido, de pedirle a la vida otra ronda…
Y dentro de nada, mi hijo tendrá quince años, y querrá quemar la ciudad dos veces por semana, y allí estaré yo, acordándome de mi santo preferido, preguntándome cómo asumir mi papel paterno. Porque claro, yo no es que haya pecado tanto como el romano, pero alguno ha caído —casi todos veniales, eso sí; pecadillos de poca monta, aunque seguro que en ciertas partes del mundo me caería una temporadita a la sombra—. ¿Seré un consentidor? ¿Seré un nuevo Agustín de Hipona? Qué papelón me espera, a mí, que según mi padre, todavía estoy por escuadrar…
8 comentarios:
Un gusto tenerlo por el blog.
Queda cordialmente invitado al festejo el día de hoy.
Buena la historia, buena la forma e inmejorable el buen humor, ¿qué más se puede pedir?
Es la 1a vez que paso por su blog jeje. Y la verdad se lee bastante interesante.
Aunque yo no se mucho de santos (mas que Santo Clos jaja) he de confesar, pero la forma en la que escribe es muy chida.
Aloha! Saludos Javier!
Lalo.
Desde el estado intermedio en el que me encuentro (o eso creo) considero que la virtud está en situarse en el punto exacto desde el que recordar que todos estuvimos en los 15, que la adolescencia tiene su otoño,…que la libertad es hermosa cuando la controlas tu, pero fatal cuando tuya, la pierdes por no saber que hacer con ella, y que un padre siempre es un padre, aunque vida diferente,…vida vivida (con pecadillos y todo).
Y de San Agustín que decir,…todo un personaje la verdad.
Quien esta a salvo de pacar y al paso de lo que desencademos arrepentirno..pero como disen en mi tierra "quien nos quita lo bailado"...porotro lado eso de ser padres...uy uy uy si que es tremendo bodrio, pero creo es muy practico hechar un vistazo atras y ver como eramos y que sentiamos en esos ayeres pubertos..tal vez asi sea un poco mas facil entender a nuestros hijos y ser concientes que ellos haran sus muy particulares pendejadas...solo nos queda esperar que seamos buenas guias para que no salgan tan bapuleados de sus tarugadas.
Bueno joven... gracias por su visita...la sociedad esa de Enfermos Sexuales Unidos S.A. ps solo fue cosa de gente ociosa... lo que es no tener nada mejor que postear ajajajajajaja...
bueno grax por tu visita, espro retornes a mi lugar.
Mira que es del primer santo del que me leo y hasta me quedé con ganas de saber más, me lo prestas para encomendarme de vez en cuando, tengo un hijo lo bastante cabeza dura y como no hay más sábanas para rasgar, necesito de un santito, que espero que también se acuerde su su madre.
Me gustó mucho como escribes. Me apodero de ti link.
la hagiografía era justo lo que te faltaba, macho :-)))
Por lo demás, me ofrezco a buscarte unos cuantos santos despendolantes, que creo que los hay a patadas.
Hay una que es además patrona de las brujas...
¡na menos!
Ya te contaré.
De San Agustín, yo sólo sé que es COMPASIVO y es como en la metáfora de sí mismo, y del espíritu santo que habita en todo: que te toma la mano y te salva.
After that.... see the sun y la luna y todo lo que es como hierba fresca, salvaje y tenue como la leche de las mañanas. o el té... o como nada de eso... y simplemente estando copado... sin cuestionamientos...integrado. trabajador y parte... con mucho amor a uno mismo, y hacia todo... somos uno siendo...somos UNA GRAN FAMILIA DESARRÁLLONDOSE...
mucho amor. fe... calma... alegría--- humor... ver las cosas por distintas ópticas y sentirse libreeeeeeeeeeeee-----
y luego parte y a dormir como bebesssss.... como niños que somos y al otro día despertando con .... no sé... SORPRESA!!!! mira la luna y el sol,... y permanece centrado con toda la expresión de tu ser...
SIÉNTETE-.---!!!!
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