Ángel Córdoba —Cusco—, aparte de mi primo carnal, es un excelente ilustrador; desde hace años trabaja para clientes importantes, como el diario ABC.
Ahora se está haciendo un tío importante, y ya casi no se acuerda de cuando éramos críos, como aquella vez que se despistaron mis padres y acabamos convertidos en perfumistas, mezclando en un frasco todas las colonias que había en casa y rociándonos de tan barroco aroma.
Eso de las mezclas se nos daba bien, así que siempre que nos vemos nos conjuramos para volver a formar equipo. Cierto que no como perfumistas —los resultados, aparte de duraderos, resultaron tirando a pestilentes—, sino haciendo algo que ya dominamos, aunque sólo sea ligeramente: escribir y dibujar.
Y, como se trata de un regreso a la infancia, la idea es hacer juntos un libro para niños, un “álbum”, que le dicen ahora los pedagogos.
Lo cierto es que el asunto debería estar ya en marcha —«Estamos trabajando en ello», que decía no sé quién con acento tejano—, de no haber mediado un pequeño contratiempo.
Hará cosa de dos años se me ocurrió una idea que, así, de primeras, me pareció aceptable, y hasta levemente ingeniosa. La titulé “Tiko y la biblioteca mágica”. La historia, así a vuelapluma, hablaba de un ratoncito llamado Tiko —no sé de dónde salió o el nombre, si del futbolista o de una de las imágenes de mi propia infancia, los “Recreativos Tikio”—. El animalito, siguiendo un rastro de migas, se cuela en la mochila de un niño. Mientras busca un bocadillo, el niño cierra la mochila y se va a la biblioteca a estudiar. Allí, Tiko, con algo de claustrofobia, se escabulle y se refugia entre las estanterías. Y allí se queda escondido toda la tarde, muerto de miedo. Y de hambre.
Cuando ya no puede más, se acerca a un libro y se pone a roer el papel. No es que sea muy rico, pero la tinta tiene su gracia, y las ilustraciones saben un poco a pimienta.
—“Mamma mia, ma chè cosa he mangiatto?”—se pregunta el pequeño roedor. Cuando mira el libro, resulta ser una gramática del italiano—; yo le hubiera puesto un poco más de queso.
Se come luego un manual de psicología, un mapa físico de Tanzania, una colección de sellos del siglo XIX y las obras completas de Sir Arthur Conan Doyle, y todo lo que degusta es como si lo leyera, porque lo aprende inmediatamente.
Lo último que prueba es un plano de la ciudad, y así consigue cruzar la ciudad y regresar a su casa, donde es recibido como un héroe con gafas y tal y cual y todo eso de los cuentos.
Bueno, pues ahí estaba yo, con mi argumento en el bolsillo y tratando de convencer a Cusco de que como cuento no era tan malo, y que no todo tiene que ser vanguardia y surrealismo, pero no hubo manera, así que aparqué la idea en la carpeta de “proyectos a medias” —la más nutrida de mi despacho—, en espera de mejor ocasión, y no volví a acordarme de ella hasta hace un par de días.
Lo malo de los deberes es que nunca te libras de ellos; te agobian en la infancia, pero regresan años más tarde, cuando tienes hijos y les tienes que ayudar con ellos. Lo explica muy bien mi amigo Jesús Ramos:
—Yo ya he hecho la EGB tres veces: primero, la reglamentaria. Luego, la de mi niña, y ahora la de mi hijo —con lo que no cuenta Jesús es que también le tocará hacer la de sus nietos...
Y en esas reflexiones andaba también yo una tarde, cuando me fijo en la lectura que tenía que hacer mi hijo.
¿Se imaginan la historia? Claro: una biblioteca mágica, en la que los ratones eran listísimos porque se pasaban el día zampándose manuales, tratados y enciclopedias, y hasta se daban el “buen provecho” en latín y griego.
Vamos, que mi idea “tan originalísima” ya se le había ocurrido antes a alguien.
Recuerdo que unos días después asistí a una conferencia del poeta Julián Alonso, en la que habló, un poco de pasada, de intertextualidad. Yo, que a veces sufro de incontinencia verbal —y ya saben, esa dolencia no se puede sobrellevar “en silencio—, me enzarcé como un pardillo en un debate sobre el particular nada menos que con Antonio Montesino, que es un adversario temible en estas lides: enseguida citó a Kristeva, a Bajtin, a Bloom, a Barthes...
En definitiva, su teoría era que dos personas pueden crear simultáneamente un mismo texto, o tener la misma idea, sin merma de la autoría para ninguno, y que eso es también una forma de intertexualidad.
Y yo no estaría en contra de aceptar que las influencias comunes producen obras semejantes, hasta que Montesino ilustró el asunto con su caso particular: a él ya le había pasado.
No sé por qué, pero es que es escuchar la palabrita —in-ter-tex-tua-li-dad— y me da la risa floja. Y entiendo que todo eso de las lecturas comunes, el intertexto y las conexiones cósmicas consuela mucho, pero, al final, la falta de originalidad no se puede travestir, por mucho ropaje teórico que le pongas.
Ahora se está haciendo un tío importante, y ya casi no se acuerda de cuando éramos críos, como aquella vez que se despistaron mis padres y acabamos convertidos en perfumistas, mezclando en un frasco todas las colonias que había en casa y rociándonos de tan barroco aroma.
Eso de las mezclas se nos daba bien, así que siempre que nos vemos nos conjuramos para volver a formar equipo. Cierto que no como perfumistas —los resultados, aparte de duraderos, resultaron tirando a pestilentes—, sino haciendo algo que ya dominamos, aunque sólo sea ligeramente: escribir y dibujar.
Y, como se trata de un regreso a la infancia, la idea es hacer juntos un libro para niños, un “álbum”, que le dicen ahora los pedagogos.
Lo cierto es que el asunto debería estar ya en marcha —«Estamos trabajando en ello», que decía no sé quién con acento tejano—, de no haber mediado un pequeño contratiempo.
Hará cosa de dos años se me ocurrió una idea que, así, de primeras, me pareció aceptable, y hasta levemente ingeniosa. La titulé “Tiko y la biblioteca mágica”. La historia, así a vuelapluma, hablaba de un ratoncito llamado Tiko —no sé de dónde salió o el nombre, si del futbolista o de una de las imágenes de mi propia infancia, los “Recreativos Tikio”—. El animalito, siguiendo un rastro de migas, se cuela en la mochila de un niño. Mientras busca un bocadillo, el niño cierra la mochila y se va a la biblioteca a estudiar. Allí, Tiko, con algo de claustrofobia, se escabulle y se refugia entre las estanterías. Y allí se queda escondido toda la tarde, muerto de miedo. Y de hambre.
Cuando ya no puede más, se acerca a un libro y se pone a roer el papel. No es que sea muy rico, pero la tinta tiene su gracia, y las ilustraciones saben un poco a pimienta.
—“Mamma mia, ma chè cosa he mangiatto?”—se pregunta el pequeño roedor. Cuando mira el libro, resulta ser una gramática del italiano—; yo le hubiera puesto un poco más de queso.
Se come luego un manual de psicología, un mapa físico de Tanzania, una colección de sellos del siglo XIX y las obras completas de Sir Arthur Conan Doyle, y todo lo que degusta es como si lo leyera, porque lo aprende inmediatamente.
Lo último que prueba es un plano de la ciudad, y así consigue cruzar la ciudad y regresar a su casa, donde es recibido como un héroe con gafas y tal y cual y todo eso de los cuentos.
Bueno, pues ahí estaba yo, con mi argumento en el bolsillo y tratando de convencer a Cusco de que como cuento no era tan malo, y que no todo tiene que ser vanguardia y surrealismo, pero no hubo manera, así que aparqué la idea en la carpeta de “proyectos a medias” —la más nutrida de mi despacho—, en espera de mejor ocasión, y no volví a acordarme de ella hasta hace un par de días.
Lo malo de los deberes es que nunca te libras de ellos; te agobian en la infancia, pero regresan años más tarde, cuando tienes hijos y les tienes que ayudar con ellos. Lo explica muy bien mi amigo Jesús Ramos:
—Yo ya he hecho la EGB tres veces: primero, la reglamentaria. Luego, la de mi niña, y ahora la de mi hijo —con lo que no cuenta Jesús es que también le tocará hacer la de sus nietos...
Y en esas reflexiones andaba también yo una tarde, cuando me fijo en la lectura que tenía que hacer mi hijo.
¿Se imaginan la historia? Claro: una biblioteca mágica, en la que los ratones eran listísimos porque se pasaban el día zampándose manuales, tratados y enciclopedias, y hasta se daban el “buen provecho” en latín y griego.
Vamos, que mi idea “tan originalísima” ya se le había ocurrido antes a alguien.
Recuerdo que unos días después asistí a una conferencia del poeta Julián Alonso, en la que habló, un poco de pasada, de intertextualidad. Yo, que a veces sufro de incontinencia verbal —y ya saben, esa dolencia no se puede sobrellevar “en silencio—, me enzarcé como un pardillo en un debate sobre el particular nada menos que con Antonio Montesino, que es un adversario temible en estas lides: enseguida citó a Kristeva, a Bajtin, a Bloom, a Barthes...
En definitiva, su teoría era que dos personas pueden crear simultáneamente un mismo texto, o tener la misma idea, sin merma de la autoría para ninguno, y que eso es también una forma de intertexualidad.
Y yo no estaría en contra de aceptar que las influencias comunes producen obras semejantes, hasta que Montesino ilustró el asunto con su caso particular: a él ya le había pasado.
No sé por qué, pero es que es escuchar la palabrita —in-ter-tex-tua-li-dad— y me da la risa floja. Y entiendo que todo eso de las lecturas comunes, el intertexto y las conexiones cósmicas consuela mucho, pero, al final, la falta de originalidad no se puede travestir, por mucho ropaje teórico que le pongas.
5 comentarios:
Dudo mucho que dos personas puedan tener simultáneamente la misma idea -a no ser que sea una idea espantosamente común o que ambas hayan leído el mismo libro-. Es evidente que nuestra situación en la Historia nos pone difícil ser originales (ya se sabe: "lo que no es tradición es plagio", D'Ors; "lo que no copiamos de los demás lo copiamos de nosotros mismos", Borges, etc.), y el intertexto viene a poner los puntos sobre las íes. (Lo malo son las deformaciones de la intertextualidad que comenzaron con Racionero, siguieron con Echevarría, y que ahora practica todo quisque). Pero yo, inocente de mí, sigo pensando que algo nos ronda en las meninges para seguir aquí, viviendo, intentando hacer y decir lo mismo que los otros pero con palabras o lenguajes diferentes. Si la cosa no es así, pues cierro el chiringuito y mando que le corten el gaznate a un gallo ante Esculapio. Amén.
Sí, también creo que es el poder de la palabra y el lenguaje, cómo se cuenta la historia para hacerla llegar a los demás. Claro que si la idea no es tan divertida como la del ratón comedor y sabelotodo, no vale.
Ana, qué buena idea esa del sacrificio; aunque no sé si el gallo opinará lo mismo.
Y dicho sea de paso, yo opino como tú: algo nos quedará por decir. La culpa la tienen los clásicos, que escribían demasiado y nos han dejado ya casi todo hecho. Y seguro que ellos también se lamentaban, allá por el siglo de Pericles, de que "todo estaba ya dicho".
Raquel, me alegra que te haya gustado la idea; esto me hace pensar que igual debería de haberla escrito, en vez de dejarla en el cajón, marchitándose; de todos modos, espero que al menos haya servido para hacerte pasar un rato agradable leyendo mis extravíos...
Te mando un abrazo ultramarino.
Me apunto a la tesis de Ana: dsi a dos personas se les ocurre la misma idea simultáneamente, oe stán muertas (estado en que el tiempo no existe, se supone) o están pensando una gilipollez.
En otro caso me parece imposible.
Sostengo.
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