Vaya por delante mi rendida admiración por él: es mi escritor vivo predilecto. Y también lo sería aunque no fuéramos amigos. De hecho, creo que debería serlo también para el resto del mundo, por más que la fortuna le haya resultado esquiva.
Es autor de una obra ingente desperdigada por un archipiélago de revistas, fancines y libros colectivos. También de "Libro de cruentos", editado por la Diputación de León y "Bloody Mary", un libro sobre vampiresas que apareció en Ediciones del Curueño a finales de los noventa.
Sin embargo, su verdadera obra es su vida. Escribe sin cesar, mucho más de lo que parece físicamente posible. Es capaz de terminar un novela en dos semanas y todos los años firma al menos un centenar de relatos; pero es que son muchos más los que bullen en su cabeza. Pasar un rato con él es ver cómo surgen simultáneamente ideas brillantes y descabelladas, en un torrente guasón que se burla de un mundo que comprende demasiado bien. De reflejos rápidos y siempre dispuesto para la chanza, conversar con él es pura gimnasia mental: no hay nada que no haya leído, no hay concepto al que no pueda dar la vuelta hasta encontrarle un enfoque cómico. Pero lo más espectacular es verle conversar con su madre: más que hablar, parece que le estuviera escribiendo una carta.

Pero Álvaro no sólo es escritor: es cualquier cosa que quiera ser. Cuando le conocí —yo era un pipiolo de dieciocho años y él ya era un escritor curtido, aunque tan desconocido como ahora—, en 1991, estaba inmerso en "Titilabus", una de sus ideas fabulosas contra las que se conjuran los elementos. Junto a su amigo Paco el Pintor, realizaban cuadernos, carpetas y papel pintado con técnicas de Pollock. Y lo cierto es que los resultados eran espectaculares. La tarea le absorbía de tal manera que hasta por la calle andaba con su bata y los zapatos llenos de lamparones de pintura. Firmaron un contrato en exclusiva con una papelera de Valladolid, les entregaron la producción de medio año... y la papelera dio suspensión de pagos y se llevó por delante el capital de Titilabus y el interés de los afectados.
Y podría contar muchas más aventuras del mismo calibre, pero las reservo para mejor ocasión. Sabiendo que no podéis esperar más para conocer su obra de primera mano, aquí os dejo un breve relato que ha escrito expresamente para los lectores de esta página. Que lo disfrutéis.
Una mosquita muerta
por Álvaro Valderas
El presentador de televisión más popular, con un telescopio doméstico, no tan simple como un juguete ni tan sofisticado como una herramienta profesional, había descubierto un nuevo planeta. Se quedó sorprendido. Volvió a mirar por el canuto, con mayor detenimiento aún, persiguiendo la posible falla, sólo para constatar que ahí estaba, sin discusión. Entonces tomó el teléfono y se lo contó, con voz apresurada y plagada de matices, a un amigo importante que entendía de aquellas materias, le dio las coordenadas, superó sus dudas, respondió acertadamente a sus inevitables objeciones. Como en la aldea global no existen palabritas al oído ni comunicaciones privadas, la conversación fue grabada y remitida a un centro de seguimiento. En pocos minutos, cientos de personas estaban enteradas, y terriblemente escandalizadas: No se trataba ahora de un científico oscuro y perdido en la nómina de esos grandes observatorios que a nadie interesan, ni el término empleado había sido “planetoide” o cualquier otro vocablo difuso que permitiese la menor duda al respecto de su naturaleza como cuerpo celeste, o a su tamaño. Cierto que en periódicos locales durante años se han venido publicando artículos que cuestionan la constitución admitida del Sistema Solar, pero nadie lee esas columnas segundonas y, aunque así fuera, tampoco creerían a pie juntillas las noticias de la prensa, especialmente en un tema tan amarillista. Pero el conductor de un programa concurso con el máximo nivel de audiencia mundial, hablando claramente y sin tapujos de un nuevo planeta, se convertía en materia de fe. A más de uno se le revolvieron las entrañas, y su teléfono no dejó de sonar. Videntes y astrólogos, principalmente, a quienes el horóscopo se les venía encima, y sus predicciones se encontraban de repente sin la más mínima base, y para quienes el futuro comenzaba –por primera vez en la vida- a ser incierto. Estudiosos también, aunque pocos, y prudentes, defendiendo su cátedra universitaria desde el “se aprende algo nuevo cada día”. Extramuros, el presidente de la nación más poderosa de la Tierra llamó al de los Estados Unidos, le rogó, le previno, no quisiera yo decir que le ordenara, pese al tono. Al colgar, éste había empalidecido, como en los momentos de crisis. Se decidió por la opción más comprobada, pero la geografía no era su fuerte y a su asesor no se le ocurría qué país bombardear. De pronto, su cerebro se iluminó con la luz de una revelación, le había venido fresco el recuerdo de aquella nana tan regañona que entorpeció la mitad al menos de sus fechorías de infancia.
—Lo siento, señor, pero bajo ningún concepto es el momento apropiado para atacar China.
Al final de una jornada intensísima y excesivamente larga para sus viejos huesos adoloridos, el presentador tomó partido. Había escuchado las súplicas y los argumentos de amigos y desconocidos muy recomendados, había sopesado el beneficio mayor de la Humanidad contra el suyo propio como descubridor notable y, por fin, se había visto en la necesidad filantrópica de condescender.
Bordeó su telescopio culpable, con la esquina inferior de la camisa limpió bien la lente, regresó al visor y apuntó hacia los apartamentos de enfrente, donde a esas horas siempre había alguna vecina cambiándose.
—Sería una mosquita muerta, pegada al cristal.