En el nuevo edificio al que nos trasladamos hace un año hay un patio de uso privado («para la urbanización», que dicen los vecinos pomposos). Los niños de la casa suelen jugar allí, a pillar, al escondite, a la pica, a balón prisionero y a todos esos juegos que practican los niños que tienen la suerte de vivir en un barrio tranquilo y sin tráfico. Y algunos de esos niños juegan, cómo no, al balón.
Uno de los niños que jugaban era mi hijo. Como muchos de los chicos de su edad —y algunos otros mucho más mayores, el pequeño Javier está loco por el fútbol; a excepción de los coches, se podría decir que sólo piensa en eso. Y dedica las tardes a jugar al balón, con sus amigos. Aunque tal vez esté utilizando mal los tiempos verbales: donde dije «dedica», léase «dedicaba».
Sucedió que en los bajos del edificio —la "Urbanización Nuevo Valdenoja", asegura un cartel algo desvaído ya— abrieron una tienda de comestibles, uno de esos negocios que antes se llamaban "de ultramarinos" y ahora no sé cómo llamarles, porque ya apenas quedan. Y que una pared del local da al patio donde juegan los niños.
Nosotros no solíamos comprar en esa tienda; tenía un pan horrible, seco y demasiado blanco. Abrían muy tarde, cerraban a mediodía y se iban demasiado pronto. Además, los precios eran algo elevados. Sin embargo, a mi hijo le hacía gracia la tendera, y siempre entraba a saludarla y charlar un rato con ella.
Hasta que, hace tres meses, en una reunión de vecinos, la chica de la tienda protestó por el horrible ruido de los balonazos del patio. Al parecer, ya llevaba algunas semanas protestando, porque, según ella, todo el local vibraba con cada golpe, y el tabique tenía ya una grieta. Y el culpable de todo aquel estropicio era... mi hijo. El pequeño Javier, un tremendo sansón de ocho años, capaz de lanzar un libre directo con la potencia de Roberto Carlos, o más.
Yo no pude protestar, porque no estaba en la reunión; tuve que aguantar un rapapolvos de la presidenta de la comunidad, que decidió prohibir jugar al fútbol en el patio común. A causa de mi hijo, según ella. Claro. Otros vecinos también jugaban allí, incluso algún adolescente, pero a quien señaló el dedo acusador de la tendera fue a mi hijo, así que ya teníamos chivo expiatorio. Durante las semanas posteriores, las conversaciones casuales con los demás vecinos me dejaron bien claro que mi hijo se había convertido, de pronto, en el gamberro oficial del barrio, el enemigo público número uno.
El pequeño Javier ya no volvió a jugar al balón en el patio. Pasaron los meses, y a principios de verano, aquella tienda del pan horrible ya no volvió a abrir.
Y esta mañana había un enorme camión de mudanzas aparcado frente a la casa. Estaban llevándose el mostrador, las cámaras refrigeradoras, las estanterías y lo poco que quedaba ya en el local. Y dentro estaba la chica de la tienda. Al otro lado del cristal, yo le sostuve unos instantes la mirada, mientras apretaba la mano de mi hijo.
Aquella mujer que nos miraba con los ojos vidriosos seguramente había culpado al niño de su desgracia; los golpes de un balón contra una pared deben de retumbar muchísimo, sobre todo cuando un negocio está vacío y nadie entra a comprar. Deben de producir un ruido insoportable, sobre todo cuando acecha la ruina, y toda tu inversión, tus sueños y tu trabajo están desmoronándose, sin que a nadie le importe.
Si esto fuera una de esas pretenciosas parábolas de Coelho, sería ineludible la cita —imagino que apócrifa— de Confucio:
«Sientate a la puerta de tu casa y veras pasar el cadaver de tu enemigo.»
Sólo que nosotros pasamos de sentarnos; en realidad, estábamos paseando al perro. Pero supongo que vale lo mismo, ¿no?