Es tan sencillo caer en un error de apreciación... Recuerdo uno especialmente curioso, y en primera persona.
Ocurrió en el primer examen de mi oposición, allá por febrero de 2004. Supongo que serían los nervios del momento, que me embotaron los sentidos, pero la cuestión es que allí estaba yo, armado con tres bolis pilot —de los más finos, para que la caligrafía diminuta no resulte tan desastrosa— y mi memoria paquidérmica, entre medio centenar de aspirantes —¡a mi plaza, los muy descarados!—, frente al tribunal que nos examinaba.
Yo entonces no me fijé demasiado; era un grupo de gente más o menos joven —rondando los cuarenta—, vestidos de calle y de amabilidad repartida (es decir, a unos les había tocado más que a otros). Entonces sólo me quedé con un miembro del tribunal: un tío de traje oscuro, de frente despejada, que cada poco lucía su vozarrón con un enérgico aviso: «¡Quedan noventa minutos!»; «¡Quedan sesenta minutos!», etc.
Diecinueve folios después —sí, sí, ya sé que me pasé un poco, pero ¿qué iba a hacer? Me cayeron "El proceso de producción editorial" y "El intercambio científico". Y sobre eso tenía alguna cosilla que contar—, el tipo aquel tan envarado nos comunicó que el tiempo se había terminado: «El tiempo se ha terminado», bramó, en un claro alarde de falta de originalidad.
En fin, no había ninguna duda: aquel tío era el presidente del tribunal, seguro. Y, de paso, mi futuro jefe, el director del Servicio de Publicaciones.
Pasaron algunos meses, y varios exámenes más, hasta que aquella plaza que parecía diseñada a mi medida pudo finalmente llevar mi nombre en los boletines oficiales. Y el día en que llegué a tomar posesión de mi plaza me encuentro con que no me recibe quien yo esperaba, sino un tío que había visto en el tribunal, más joven y más relajado. Y sin traje ni corbata, claro.
—¿Y el director? —quise saber, ingenuamente.
—Yo mismo —me aclaró él—.
La verdad es que luego, cuando le aclaré la confusión, le hizo mucha gracia. Por un lado, porque tenía mucho sentido del humor —lástima que sólo trabajásemos juntos unos meses—, pero, en especial, porque el tipo del traje oscuro era un conserje, miembro del tribunal en representación del comité de empresa.
Y es que una buena corbata y una chaqueta engañan al más pintado: yo nunca hubiera pensado que el director fuera aquel tío en vaqueros y mangas de camisa; especialmente, teniendo al lado a otro que parecía un ministro sin cartera.
Claro que me falló el ojo clínico. Y la lógica, también. Porque, políticos aparte, ¿quién viste hoy traje? Comerciales, vendedores de enciclopedias, novios, padrinos y demás fauna esponsoria, visitadores médicos, bedeles, ujieres... Hasta un policía me confesó una vez que los verdaderos delincuentes —y no es una metáfora sobre el capitalismo— suelen ir vestidos de armani o versace.
Y es que, cuando entras en un banco, es casi imposible diferenciar al conserje del director, porque los dos visten igual. O, más bien, casi igual: el traje de uno suele costar lo que el coche del otro. Pero ese "ojo clínico" aún lo tengo menos desarrollado. En fin, pues eso: Cosas veredes...
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