Dejé de fumar el 2 de julio del año 2001. Lo recuerdo perfectamente —yo, que soy un desastre para las fechas—, porque Pilar y yo nos habíamos propuesto dejarlo el día 1, pero no resultó. Y me dio tanta rabia, que lo dejé al día siguiente. Y hasta hoy.
En realidad, todo fue cosa de Pilar: me lió. La que quería dejar de fumar era ella: yo estaba tan contento con mi paquete y medio diario. Bueno, a veces dos paquetes. O dos y medio. En fin, el caso es que yo no quería dejarlo.
La idea se le ocurrió en primavera. Se pasó todo mayo dándome la lata para que nos apuntásemos a un gimnasio, algo a lo que yo siempre me había opuesto. No me gustan esos recintos, con olores reconcentrados, máquinas agresivas y duchas llenas de hongos. Y tampoco me va nada lo de correr sobre una cinta, o pedalear sin avanzar un metro. A mí lo que me gusta es jugar al baloncesto, al fútbol, al tenis; dar una vuelta en bici por el campo con el niño, sobre todo en septiembre, para buscar moras. O chapotear en la piscina. Algo divertido, pero nada de machacar el músculo porque sí.
Vamos, que yo me opuse con tanta firmeza a su idea del gimnasio que, al final... nos acabamos apuntando.
Y claro, ya que íbamos a ponernos en forma —se le ocurrió a ella—, ¿qué mejor momento que aquel para dejar el tabaco?
Ni que decir tiene que me llevaron los demonios, pero —como siempre— acabó ganando ella, sin que yo consiga explicarme cómo me convenció.
Mi historia de amor con la nicotina duraba ya catorce años, más o menos los mismos que yo tenía cuando entré en el estanco de mi calle, escoltado por
Abelleira, para comprar mi primera cajetilla. Marlboro Light, nada menos. No creo que me costase ni veinte duros, así mira si habrá llovido de aquello. Y nos debió de durar casi diez días.
Tardé algunos meses en dedicarme en serio a ello, pero durante el BUP tuve que bajar un poco el listón: de marlboro a lucky, y a veces hasta bisontes, porque la propina no daba para más. Cuando había posibles, camel o luckys sin filtro —que te daba un aire de duro que pegaba mucho con mi estilo de la época; lo malo era que siempre tenías la boca llena de briznas de tabaco, y te pasabas el día escupiéndolas—.
Siempre rubio, por supuesto. Lo que nunca me gustó fue el fortuna: eso lo fumaban los madrileños, pero a mí me sabía asqueroso. Ya en la universidad me pasé al chester, que no abandoné —a excepción de mis años en Alemania, donde, al acabarse las provisiones de contrabando, había que comprar tabaco de liar— hasta aquel día de julio de 2001.
En fin, a lo que iba: aquel día 1 de hace seis años, antes incluso de desayunar, encendí un cigarrillo. ¡Bastante me acordaba yo de que estaba empezando una nueva vida! El caso es que, con el mechero encendido y la punta de mi chester acercándose, se me pasó por la cabeza algo así como una vocecilla que me susurraba:
«¡No tienes ni un pijo de fuerza de voluntad! ¡Lo sabía, ja, ja, ja!». Sin embargo, y haciendo alarde de una extraordinaria capacidad de concentración, no hice ni puñetero caso y aspiré con fuerza.
El disgusto de verdad me lo dio luego Pilar, cuando me dijo, encendiendo su propio pitillo, que teníamos que ir al gimnasio.
No, no había sido una pesadilla: ya estaba pagado, y no había forma de librarse. Y yo, encima, no había sido capaz de dejar de fumar. Me sentó tan mal, que mientras estaba estirando aquellos mecanismos infernales para moldear bíceps y tríceps, me conjuré conmigo mismo.
Por eso, el día 2 dejé de fumar, y ya nunca he vuelto a hacerlo. Y, aunque mi mujer se empeña en que estuve de muy mal humor todo aquel mes, lo cierto es que no me costó nada dejarlo. Bueno, algo sí: me costó la línea. Ella, desde luego, no tuvo humor de perros ni síndrome de abstinencia: al tercer día volvió a fumar sin esconderse, y no ha parado en los últimos seis años.
Desde entonces, yo fumar no fumo, pero he adquirido otras aficiones que me han redibujado la figura: los chupachups, las gominolas, los chicles y, sobre todo, las pipas.
Las pipas, esas maravillosas semillas de girasol tostadas, no se comían en España la guerra civil. La costumbre la trajeron los brigadistas rusos —los pocos que vinieron, debía de haber muchos más comisarios—, y el hambre de la posguerra hizo que se extendiera entre toda la población, pues era uno de los pocos productos no racionados, aparte de resultar muy barato: de ahí el dicho de «no tener ni para pipas». Pasaron los años de penurias, pero el gusto por chascar las cáscaras no decayó.
Yo mismo, siempre que puedo, me aplico con pasión y devoro un paquete entero, sentado en el sofá, como si fuera un chavalín de los años cincuenta, extasiado ante Silvana Mangano, en una sesión doble de un cine de barrio.
Hay muchas marcas de pipas, diferentes tuestes, saladas, sosa, de calabaza, incluso engendros como las pipas tijuana —¡al ketchup! ¡puaggg!— pero ni el piponazo, ni las bolsas de dos kilos a granel, ni las churruca que les gustan a los asturianos: las que a mí me gustan son las blanquillas de Facundo.

Sí, sí, son esas de:
«Y el toro dijo al morir: Siento dejar este mundo sin probar pipas facundo». Las mismas. Grandes, con ese tueste tan en su punto, y además no te ensucian las uñas ni los dedos. Más que un gusto, son un vicio, cuyos efectos secundarios ya se dejan notar en mi perímetro abdominal. Y lo peor, es que ahora me ha salido un competido, un Javi de ocho años que las come ya casi tan rápido como yo.
A veces tengo la sensación de que tengo tendencias adictivas, y que lo único que hice al dejar de fumar fue cambiar un vicio por otro.
Lo bueno es que del tabaco, la verdad, ya ni me acuerdo. A pesar de que alguna noche he soñado que volvía a fumar —menudo disgusto me llevé—, y de que en ocasiones disfruto degustando el aroma a cigarrillo rubio. A ver si algún día inventan las pipas con sabor a chester.