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lunes, 24 de diciembre de 2007

La Schulze y el lado oscuro de la red

Sostiene mi amigo Javier Pérez —que además de un gran escritor es uno de los blogueros más activos de la red— que en Internet no hay sentido del humor. Y yo, que al principio no le creía, he terminado por darle la razón: lo que hay por ahí es muy mala leche.

Y el humor, si lo encuentras, es de la variedad absurda, como si el código de internet en vez de programadores lo hubiera escrito Ionesco.

¿Que de qué me río ahora? Pues de nada, la verdad. Resulta que acabo de recibir un curioso correo electrónico, este mismo:

Por lo que me imagino —que no por lo que se puede entender a partir del correo, que es más bien poco—, parece ser que a alguien que dice ser Sarah Schulze no le gustó demasiado la última entrada de mi blog.

Y yo, después de mucho reflexionar, me pregunto: ¿tan feo era el pobre koala? Porque el cabreo de quien me envía esta ciberamenaza es mayúsculo:

Hoy sin cerebro,

saca la mierda que estas escribiendo, sinverguenza, mirate en el espejo a tiu, pero claro se rompera.Entiendo tambien tu envidia porque claro no sos nada mas que uno de los pobres Espanyoles en busqueda de un cerebro que pueda funcionar.

O sea, que mi espejo se romperá si miro a un tíu en él, y eso porque soy un espanyol envidioso que escribe mierda. Pues vale.
No sé si me duele más que me llame rompeespejos o que me llame español. Fíjate tú que igual hasta me lo tomo a mal, y todo. Eso sí, ¿dónde se conseguirá un cerebro de esos que dice? Por no comprarlo allí, más que nada.
Al principio, creí que era una broma de la época, pero es que aún faltan cuatro días para los Inocentes, así que habrá que descartar esa hipótesis. Y, en realidad, tampoco creo que sea un mensaje real, porque la tal Sarah Schulze no creo que ande por el mundo persiguiendo a todo el que crea que ha escrito sobre ella.
Estas cosas, generalmente, suelen ser favores mal entendidos; favores que creen hacer los amigos, en defensa de quien consideran víctima, y que suelen tener resultados contraproducentes; porque lo único que hace es dar una imagen agresiva y violenta de la tal Sarah, que no sólo buscaría camorra virtual (y/o de la otra) y olvida el respeto hacia los demás que sí exige para sí misma, sino que además le dejaría en bragas respecto a una nula comprensión lectora —por no hablar del lamentable maltrato gramatical y ortográfico que hace del castellano—, porque ya hay que tener ganas para interpretar que en mi malévolo post se decía alguna "mierda" sobre la susodicha.
Lo más curioso del asunto es que entendería que se mosqueara el redactor del periódico, el que hizo la bromita de cambiar las fotos; a fin de cuentas, de eso iba el artículo: sobre una errata. Pero tengo entendido que, si me hubiera dado la gana, también podría haber hablado sobre la tal Sarah; "libertad de expresión", creo que lo llaman en España desde 1978.
Y además diré que, visto lo visto, preferiría que el correo electrónico me lo hubiera mandado el koala, que mola mucho más. Osea.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Una errata de traca

Lo bueno de la prensa es que, de vez en cuando, sin esperarlo, se sacan de la manga alguna gracieta y te alegran la mañana.
Como hoy en el Montañés, que tienen el día cachondo y les da por marcarse este bacile, sobre una transexual alemana que ha tenido problemas laborales. Y es que se chotean pero bien; dicen:

La imagen anexa, de EFE, muestra a Sarah Schulze, transexual que ha sido indemnizada...


Y luego miras la imagen anexa, y te explicas no ya que a la tal Sarah le cueste conservar el trabajo, sino el cómo demonios consiguió pasar la selección de personal de la TÜV. Claro, que también habrá que ver al director de Recursos Humanos de la empresa...

Y ya hay que contenerse pero bien, en uno de esos episodios de autolesión, mordiéndose los labios y pellizcándose las manos, para no caer en la tentación de hacer chistecitos fáciles, sobre lo mucho que avanza la ciencia y las maravillas que hacen algunos veterinarios; que si a los koalas ahora también les da por living la vida loca; que si lo suyo, total, ya no tiene arreglo... en fin, que gracias a los chicos de la prensa, que tienen una chispa que "pa' qué".

ACTUALIZACIÓN: La tal Sarah Schulze, en realidad, parece ser que tiene este aspecto.

Relato publicado en el número 8 de la revista Narrativas



La revista Narrativas es una publicación electrónica dirigida por Magda Díaz y Morales y Carlos Manzano. Desde su primer número, en abril de 2006, no ha dejado de crecer, y entre sus selectas firmas figura nada menos que nuestra amiga Deses, del blog "Una mujer desesperada", que colaboró en el número 7 con el relato «La entrevista de trabajo».
En este número me han invitado a colaborar, y yo participo con el cuento «Amigos a la fuerza», que algunos ya conoceis. La revista podéis descargarla aquí.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

¿Quieres pasarte la vida vendiendo agua azucarada?

Debo admitir que soy un maquero converso; yo empecé a trastear con un msx —de esos que necesitaban un casete para cargar los programas, y tenías que pasar diez minutos escuchando un piiiip pipiri pipi piiií antes de empezar a matar marcianitos—, y luego llegó la era IBM, con el extraordinario 386 que escogió mi madre y que jamás dio un problema ni sacó una pantalla azul. A Colonia me llevé otro IBM, en el que escribí algunos textos lamentables y aprendí a maquetar y sacarle el jugo a sus impresionantes —y no es coña— 24 Mb de RAM. En 1997, con la llegada de internet y la revolución multimedia, caí en el infierno de los clónicos, y de su inseparable compañero, el windows. Una época terrible llena de errores de E/S, buffer underruns y reinicios inexplicables. Con el cambio de siglo probé el linux, con todos sus sabores del momento: redhat, mandrake, debian, suse y hasta corel. Probé el FreeBSD y el BeOS y todo lo que pude, pero imagino que estaba predestinado: cualquier cosa, menos los mac.
Lo de los mac era para mí territorio apache: estaban a años luz de mi pobre bolsillo, y además eran para diseñadores y demás gente rara. Sólo que, al cabo de los años, yo también acabé siendo gente rara de esa, y trabajando en una editorial universitaria en la que los post-it amarillos se hacen en el mac, maquetados con quark.
Y no ha sido tan terrible; claro que ahora habla la fe del converso —al estilo Torquemada—, y por eso el argumento de más peso que manejo es que los mac molan, como bien explicó hace unos días Desesperada.
Y digo "fe" porque lo del mundo mac algo de "secta" sí que tienes, pero tranquilos, que no voy a hablaros ahora ni de ordenatas ni de tribus urbanas. De lo que quería hablar era cómo convenció el fundador de Apple, Steve Jobs, a un alto ejecutivo de la Pepsi para que dejara la vicepresidencia de esa empresa y se uniera a la suya. Dice la leyenda que Jobs le preguntó:

Do you want to spend the rest of your life selling sugared water or do you want a chance to change the world?

Osease
, que si quería pasarse el resto de su vida vendiendo agua azucarada, o prefería una oportunidad para cambiar el mundo. Cierto que luego el ejecutivo —un tal Scully, como la de Mulder— acabaría bajando a Jobs del caballo y arrebatándole la empresa, pero eso ahora importa poco.
¿Tenía razón Jobs cuando hablaba de cambiar el mundo? Porque todo esto sucedió en 1983, mucho antes de que existiera internet, el correo electrónico, los blogs, el emule y el sexo virtual. Una época en la que los maquetistas se pasaban el día con el 3M y el celo, pegando fotolitos en el astralón.
¿Tanto ha cambiado el mundo? Desde luego, el mío sí. Pero no estoy del todo seguro de que mi vida sea esencialmente distinta de la que tenía en 1983. ¿No?

lunes, 17 de diciembre de 2007

Ni quito ni pongo rey


El sábado me crucé por los pasillos de la Facultad de Económicas con un grupo de policías. Y ahora me doy cuenta de que, si esto lo estuviese escribiendo en los años setenta, para empezar los agentes vestirían de gris y la escena significaría que alguien se iba a llevar unos cuantos palos. Pero no: los polis iban de azul marino y, aunque me miraron con ojos escrutadores, nadie hizo ademán de sacar la porra; bastante tenían con las maletas que custodiaban.
Lo que pasaba es que este fin de semana había una oposición en la que se disputaban unas cuantas plazas de subalterno. El hecho no tendría nada de particular, de no ser porque, al final, un ejemplar del examen cayó en mis manos. Y, curiosamente, resultó de lo más interesante.
En general, era una prueba normalita, tipo test. Algo puñetera, sí, pero como todas. Lo curioso estaba en la página 2. Esta misma:



¿Qué escritor cántabro ganó el Planeta? ¿Qué flora singular es propia de Castro Urdiales? ¿Cuál es el parque de Oyambre? ¿Qué director cántabro ganó un Goya en 2006? ¿Dónde nace tal río de Cantabria? ¿Dónde nació este personaje de Cantabria? Cantabria, Cantabria, Cantabria...
Cultura general, sí. Que si el marino Bonifaz y el retablo de Limpias. Claro. Y hay más: ¿dónde está la Escuela Cántabra de Remo? ¿En qué calle está el Juzgado de lo penal número 1 de Santander? ¿Y la Dirección General de Justicia? ¿Y la Seguridad Social? Datos, obviamente, fundamentales para que un subalterno subalterne correctamente en su puesto de trabajo.
¿Por qué estas preguntas "locales"? No seré yo quien lo diga, que algo adelantó ya en el siglo XIV Beltrán Dugesclín:

Ni quito ni pongo rey,
pero ayudo a mi señor.


En el fondo, tampoco hay tanta diferencia entre estas artimañas y otro recurso igualmente legal: el requisito de las lenguas cooficiales. Y es que es una queja recurrente de los opositores, en especial en las zonas limítrofes a las bilingües: ¿Por qué yo no puedo opositar en Cataluña y un catalán sí que puede opositar aquí? Lo mismo sucede con vascos y gallegos, que imponen unas barreras lingüísticas —muy legales, muy legítimas y muy lógicas, sí, pero barreras al fin y al cabo— que lo que impiden es que los demás españoles accedan al empleo público en igualdad de condiciones.
Como contrapartida, en otros lares utilizan el también legal, legítimo y lógico recurso de preparar un temario digamos que "casero": dulcificado para los locales e inaudito para los foráneos.

Y el caso es que a mí todo esto me hizo recordar lo que me sucedió hace muchos años durante las fiestas de un pueblín de León, Barrientos. Yo tendría diez u once años, y toda la familia fuimos a visitar a Don Fidel, un antiguo profesor de mi padre. La escena es típica de los primeros años ochenta: un pueblo pequeño, de no más de trescientos habitantes —los estragos del éxodo rural aún no habían acabado con todos los niños—, orquesta pachanguera y comisión de festejos con vocación cultural. Pues eso, son los ochenta: empacho de comisiones, cultura... y pachanga; es lo que tiene estrenar la democracia—.
Entonces la comisión de fiestas decidió que, aparte de la gymkana, el partido de solteros contra casados y la carrera de sacos, estaría bien hacer algo "cultural" de verdad. Y organizaron un concurso de preguntas y respuestas, aunque no lo llamaron "trivial" porque todavía no lo habían inventado. Y, como yo andaba por allí, también me invitaron a participar.
Yo, la verdad, estuve algo reticente; ya tenía la experiencia escolar suficiente para entender que no siempre es bueno ser el más listo, ni siquiera que parezca que "sabes". Además, lo que yo quería era jugar al fútbol. Pero el tal Don Fidel insistió, y al final acabé participando. Al menos, el premio era suculento: un lomo y un queso.
Jugamos ocho críos, en tres rondas eliminatorias: contestaba el que primero levantase la mano, y el que antes acertase dos respuestas ganaba. Empezó la cosa con geografía: afluentes del Ebro y las provincias de la Región de León —que aún recuerdo de carrerilla: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia... qué tiempos aquellos— y, en la siguiente ronda, historia: el año de la invasión musulmana de la Península Ibérica y cuál había sido el primer rey de León. Yo pasé las dos primeras rondas sin problemas, y en la final me esperaba un chavalín de mi edad, que me miraba con cara de mosqueo. Sin embargo, el tío de la comisión que se encargaba de las preguntas me miraba con una sonrisilla maliciosa.
La primera pregunta me dejó descolocado: «¿De qué estilo arquitectónico es la iglesia vieja?». Y el otro crío levantó el brazo a la velocidad del rayo, y exclamó: «¡Románico!».
Inmediatamente llegó la siguiente pregunta: «¿Cuál es el patrono del pueblo?». Casi sin pensar, alcé el brazo y gané el turno. Ni idea de cuál podría ser el patrono, pero llevaba toda la tarde oyendo hablar de matanzas, así que, tímidamente, dije: «¿San Martín?».
Al de la comisión la cosa no le gustó demasiado, y se le torció el gesto mientras mis hermanos daban brincos y mis padres me animaban. Entonces se acercaron dos miembros más de la comisión, cambiaron un par de palabras entre susurros, y el tipo volvió a mirarme con una sonrisa de medio lado: «¿Cuántos perros tiene el tío Pachón?», preguntó, triunfante. Yo levanté la mano y, a voleo, dije "Tres". Pero no. El otro crío, que ya no me miraba mosqueado, sino como si yo fuera el tonto más tonto del mundo, dio la respuesta correcta: «Ninguno; ¡si Pachón le tiene manía a los perros!».
Total, que me fui sin el lomo y sin el queso, y con el orgullo más que herido. Casi igual que si hubiera hecho una oposición y la hubiera perdido por no saber que los cántabros pronuncian "por ay" en vez de "por ahí", o me hubieran descalificado por

martes, 11 de diciembre de 2007

¿Se liga en las bibliotecas?


Que no se entere nadie, pero yo soy bibliotecario diplomado. Incluso una vez, con oposición de por medio, llegué a ejercer de bibliotecario interino durante casi un año. Y os puedo asegurar que el asunto del ligoteo no aparece ni en los temarios de la carrera, ni en los reglamentos de régimen interno, ni en el famoso "Manual de bibliotecas" de Carrión.
¿Que a qué viene este rollo que estoy soltando? ¡Ah, pues no haber entrado!
El caso es que hace unos días tocó reunión familiar —triple cumpleaños, ahí es nada lo que trae diciembre— y, como no teníamos nada mejor que hacer, nos pusimos a arreglarle la vida a Suco —que es mi hermano mediano más querido— y que últimamente anda quejándose de que las chavalas ya no son lo que eran, y de que liga menos que Robinson Crusoe. Que dice el pobre que ya ni sale, que total, ¿pa' qué?
Y claro, en ese asunto, quien más, quien menos tiene su receta mágica. Que si tenía que peinado, que si modernizar el look, que si cambiar de bares y especializarse en las de la "segunda vuelta", que dice el gran Jesús Ramos… Vamos, que al buenazo de Suco le llovió tanto cachondeo, que se le acabaron quitando las ganas de ligar y de todo.
Más tarde, dándole vueltas al asunto, te das cuenta de que la situación es peliaguda: ¿dónde diablos se puede ligar ahora? Porque para discotecas ya no está uno —¿todavía hay de eso, por cierto?— y lo de ligar en los bares está bastante complicado cuando ya pasas de los treinta. Y además, ligar, lo que se dice ligar, es una actividad académica. Quitando a los cuatro afortunados tocados por la gracia divina —esos de los que decía Neruda que «las mujeres se arrodillaban a su paso»— para el común de los mortales lo de conocer chicas se hace en clase. Y vale antes, durante, después o incluso "en vez de", pero lo del flirteo es una actividad que debería figurar en el plan de estudios, y hasta contar como créditos de libre elección, porque, a fin de cuentas, para algunos acaba siendo la principal actividad de sus años de estudiante. ¿Que no? ¡Venga ya!
Total, que yo creo que mi brother lo que debería hacer es sacar un par de horas para apuntarse a algún cursillo, o estudiar francés en la escuela de idiomas o incluso colarse en algún centro de enseñanza; lo que sea, pero que esté cerca de una biblioteca. Porque algo tienen los libros —¿será el glamour de la cultura?—, pero no hay mejor sitio para entrar a alguna pecosa que una biblioteca.
Y, si no, ¿qué hacen las bibliotecas tan llenas de carpetas, con todas las plazas ocupadas, y nadie dentro? Porque los lectores están fuera, a la puerta, haciendo un descansito más para tomar café, echar un cigarrín y, de paso... pues lo que se tercie. ¿O no?

lunes, 10 de diciembre de 2007

Perspectiva


Cuando yo tenía dieciséis años, no pensaba en otra cosa que no fuera la poesía —bueno, sí, vale... en alguna otra también, pero ya habrá tiempo para hablar de todo—. Es lo que tiene ser de León, porque nuestra tierra frutas tropicales o fábricas no produce, pero poetas podríamos exportar varias generaciones.
¿Y qué se puede hacer mejor, en las frías tardes de la adolescencia, que releer a Eugenio de Nora, a Colinas, a José Luis Rodríguez (que no es ni Zapatero, ni "El Puma", sino un tipo bigotudo que, según creo, da clases en Zaragoza), al primer Llamazares, al malogrado Luis Federico. Incluso, a los que empezaban a despuntar, como Miguel Suárez o Luis Miguel Rabanal. O a Toño Manilla, que hasta fue casi amigo mío. También incluiría a Victoriano Crémer, que siempre viste mucho acordarse de los homenajeados en sus centenarios, pero no sería sincero: al Crémer poeta lo leí mucho más tarde; entonces, como mucho, le leía en la prensa, y un par de veces tomamos whisky en el Conde Luna.
Después llegaría Mestre, claro, que fue como un huracán que se llevara todo a su paso: esas imágenes, esa sonoridad, esa manera de hacer del mundo un lugar mejor, con sólo mover los labios... Esa manera de escribir «amé una noche a un desconocido», para hablar de Ezra Pound. Y ese Arca de los Dones, de la que sólo se queda «una casa en el aire». Juan Carlos Mestre, que significó para mí la luz y el fin de la poesía; luz, porque seguí su estela como una polilla, y fin, porque acabé rindiéndome a la evidencia: nunca podré alcanzar su música.
¿Música? Sí, paciencia: todo llega. Porque primero he hablar de Gamoneda, que quizá represente lo más lejano a la música.
En la poesía leonesa, Gamoneda lo es todo. Ahora también, claro, pero con tanto premio y tanta globalización nos lo están robando poco a poco; entonces, desde luego, era nuestro y sólo nuestro. Era el gran poeta premiado, aunque su espíritu fuera marginal. Minoritario a la fuerza, oscuro y denso. Con su legión de epígonos —autotitulados, por supuesto—, era El Poeta. Digno y sobrio. Triste, masticando el dolor y la muerte en cada texto.

Puse la enemistad como un liezo sobre sus pechos,
que eran olorosos hasta enloquecer en su círculos amoratados.

Eso escribía Gamoneda, y eso leía yo en las horas confusas de la primera juventud. El dolor de leerle y el placer de encontrar su sentido, de descifrar el mensaje, la reconstrucción del mundo que se ampara bajo el título de "Descripción de la mentira". ¿Cómo no rendirse ante él?

Conocer a quien admiras siempre es un riesgo. «Es peligroso asomarse», cantaba Mestre haciendo suyo el mensaje de los ferrocarriles —aunque él adviertiera sobre las «nalgas de las bailarinas»—; Gamoneda, en cambio, es toda sorpresa personal. Tras su apariencia estricta, su gesto de haber sufrido y su dureza de oído, se esconde una persona sencilla, cálida, casi cariñosa. Y paciente, muy paciente. Nada que ver con el pope que cualquiera imaginaría, con la vaca sagrada que otros santones quieren ver en él.

Y es, hace ya demasiados años, yo visitaba a Gamoneda con frecuencia. No recuerdo exactamente cómo trabamos contacto —imagino que merced a cierta parte de la anatomía facial cuya figurada prominencia suele caracterizarme—, pero a principios de los noventa el poeta me recibía en su despacho de la fundación Sierra Pambley, o en su casa, y dedicaba un par de horas a leer mis torpes versos y a tratar de encontrar algo bueno que decirme. Imaginen; yo le llevaba versos que como estos:

Debe ser falso que en lo alto de las palabras,
en lo profundo de cada cuerpo,
entre las líneas de los pentagramas,
haya un hogar con dinteles de bronce,
que haya un invernáculo y copas y aguas dulces.
Aún así, vuelvo a escuchar que existe ese lugar,
en arengas proletarias o en jaculatorias.

Y me quedaba tan ancho, como si acabara de descubrir a Saint John Perse. Luego, el bueno de Gamoneda me miraba bien y me decía: «Eres joven, muy joven... ¡si es que debería estar prohibido ser tan joven!». Y yo no entendía nada.
Y después se pasaba un rato intentando explicarme qué vale y qué no vale, qué es y qué no es, por qué sí y por qué no. Cierto que no valía de nada, claro. Primero, por lo fogoso de la edad y lo escaso de mi entendimiento. Pero, sobre todo, porque el criterio ni se infunde ni se transmite. Desgraciadamente, añadiría.

En una ocasión, tras varias visitas, le llevé unos versos que no le disgustaban demasiado. «Podrías llegar a escribir bien» —me dijo— «pero todo lo que te voy a decir a partir de ahora ya no te va a gustar tanto». Y entonces señaló una pléyade de defectos en mi maltrecho poema. Y él, intuyendo mi disgusto, quiso suavizarlo un poco: «La primera vez que viniste, tocabas el tambor. Ahora ya tocas el violín, pero no te puedes conformar con eso: hay que hacer que suene una orquesta». Y yo no entendía nada, claro; me limitaba a convidarle a un cigarrillo, a saltarnos juntos una norma, aunque fuera médica.
Todos los pájaros de mi cabeza querían hacerme creer que yo podía ser el Beckett de este Joyce, y soñaba con ser su "secretario personal". Y luego renegaba de él, que sólo me daba consejos, cuando yo creía merecer mucho más. Como el día en que me aconsejó ver mundo, salir de León, y me dijo que él, si tuviera mi edad, se iría lo más lejos posible, «a Nueva York». Y yo no supe entrever la sana envidia, en lo que creí una educada despedida.

Años, muchos años más tarde, sentado en un café junto al escritor Antonio Toribios, me doy cuenta de lo mucho que me aguantó aquel hombre, de su delicadeza para no ofender a aquel muchucho arrogante, con más pretensiones que talento. De lo paciente que fue. Y de lo mucho que me enseñó. ¿Cómo no quererle, entonces?

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Progreso [antipoema]

Tres mil y pico megaherzios
doble procesador
cinco gigabytes de ram
y el caché más alto del mercado;
bahías y puertos,
periféricos, teleféricos,
bluetooth, blue-ray,
blue-velvet...
pantalla plana de cristal líquido
conexión inalámbrica
teclado partido
y ergonomía en el ratón;
tres millones de líneas de código
—propietario, claro está—
accesos directos, alias
la cima de la civilización,

y todo para jugar
un triste solitario
y ver
películas porno.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Tipografía sentimental (1ª parte)


No sé si le ocurre a todo el mundo, pero seguro que nos pasa a todos lo que, de una u otra manera, utilizamos la letra como herramienta de trabajo. Y es que llegamos a establecer una relación tan estrecha con la tipografía, con cada una de las formas estéticas que puede adoptar el texto, que acabamos por fusionar letra y memoria, vida y tipografía, fuentes y realidad.
Yo mismo, sin ir más lejos, soy una víctima más de la tipografía sentimental. Y es que no puedo ver una courier

sin que me invada la nostalgia. Imagino que es, más o menos, lo que le ocurre a otras generaciones con las máquinas de escribir antiguas: que les trasladan de inmediato a otra época.
A mí me llevan a los años 80, que para algunos son la época de las hombreras y el tecno-pop, y para mí son los años dorados de rebeldía e ilusiones en el barrio de La Palomera. Y todo pasaba por la espectacular máquina de escribir que intentaba domar cada noche, y tirando de sus riendas peleaba con mis primeros cuentos, y soltaba versos pretenciosos al cabalgar sobre sus teclas, y artículos que entonces me parecían incendiarios y que hoy, afortunadamente, ya no pueden borrar esa impresión, pues son inencontrables.
La máquina, decía, era espectacular. Mi madre siempre se ha tomado muy en serio el asunto tecnológico, así que a mediados de la década rompió la menguada hucha familiar y jubiló la vieja máquina portátil —es un decir, porque pesaba casi diez kilos y abultaba como una maleta de viaje—. En su lugar trajo una impresionante Canon electrónica, que pesaba todavía más, pero tenía memoria interna, pantalla de cristal líquido y disquetera. Además, su ingenioso sistema de margaritas permitía elegir entre un par de tipos de letra y hasta variar el cuerpo. A continuación, me envió a una academia a aprender mecanografía, y practiqué tanto que gracias a ella al menos sé hacer algo bien en la vida: escribir... con todos los dedos. Lo de escribir bien o mal ya es otro cantar, pero creo que aquella máquina tenía algo especial, porque nunca he vuelto a escribir con tanta pasión —y tanto éxito— como sobre aquel maravilloso aparato japonés.
Luego, el tiempo y yo mismo fuimos muy crueles con aquella pobre máquina, exiliada en el limbo de la biblioteca de nuestra casa de La Bañeza. Así pagué sus desvelos, ya ves, con el más cruel de los olvidos.

Sin embargo, toparse con una courier no siempre es un acontecimiento feliz; como es la letra por defecto que utilizan las filmadoras cuando se produce algún error tipográfico, no es extraño encontrarse con anuncios, carteles, páginas de revista e incluso libros con una fuente a la que el diseñador no había pensado en invitar a la fiesta.

Otro tipo de letra que en mi cabeza sufre una inexplicabe conexión cósmica es la letra times. Sí, sí, esa aburrida letra en la que se imprimen todos los informes y los trabajos escolares, la letra clásica del Word. Y que antes del Word fue del WordPerfect, y antes del WordStar... Y que, en realidad, no tiene nada de pesada, sino que es un tipo que muere de éxito: está tan bien hecho, resulta tan legible y elegante, que al final, como todo el mundo lo utiliza, acaba pareciéndonos vulgar.
El caso es que a mí ese tipo siempre me recuerda a Álvaro Valderas, que se pasaba el día escribiendo novelas imposibles en cualquier ordenador que pillara, y luego las imprimía con impresoras de chorro de tinta, que hacen que siempre se abra un poco la tinta sobre el papel y desdibuje el contorno de la letra, de esa times que siempre era mucho más inmaculada que su tormentosos textos.
Lo más curioso es que Álvaro, que ahora vive a miles de kilómetros, de vez en cuando me envía un correo del que cuelgan dos o tres relatos, o alguna novela loca, Y mi querido amigo, invariablemente, sigue apegado a su vieja times.

Y podría pasarme varias horas perdido en las analogías, pero tendrá que ser mañana: ahora mismo me habla la futura del reloj que tengo en la pared. Y me dice con toda claridad que el tiempo, mi tiempo, se ha esfumado. Pero que pronto habrá más.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Inglés macarrónico



En la primavera de 1990 tuve la buena fortuna de ser seleccionado en un programa de intercambio lingüístico, y pasé seis semanas en un auténtico colegio inglés, "The Oratory School", en Woodcote, muy cerca de Reading, en plena campiña inglesa.
Lo más curioso de mi estancia fue que —aparte de demostrar que un nefasto interior diestro en España puede convertirse en un auténtico estilista del regate en Inglaterra—, a pesar de que asistía a una "escuela de oratoria", sobre todo aprendí a machacar el inglés, pronunciándolo a la española, tal y como se escribe.
Menos mal que, ni aquello era realmente una escuela de oratoria ni lo de la fonética castiza fue para tanto. Los "oratorians" son, en realidad, clérigos católicos —la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, fundada en Roma en el siglo XVI—, y el colegio era un internado masculino con siglo y medio de historia y costumbres extravagantes. Por ejemplo, había determinados caminos dentro del recinto que sólo podían pisar los alumnos de los últimos cursos; o más extraño aún: se podía hacer en el colegio el servicio militar, y de vez en cuando veías pasar a críos con uniforme de camuflaje, casco y fusil, de camino a los terrenos de entrenamiento, que era una colina cercana, un poco más allá del hermoso campo de golf de la escuela. Había que vestir uniforme: traje oscuro y corbata a rayas. Tenían capitán del colegio, equipo de cricket y hasta un estudio de arte; incluso un comedor en el que servían la consabida bazofia inglesa, con patatas cocidas sin pelar y gelatina de postre; vamos, que sólo faltaba el cuarto de tortura para que hubiera sido el prototipo de colegio británico que todos tenemos en mente.
La escuela, por supuesto, era "de élite"; al menos, eso decían las tasas: kilo y medio de matrícula, y tres más por la estancia y manutención —por esas patatas con monda y la gelatina de colorines, en concreto—. A mí me tocó compartir cuarto con un libanés, aunque enseguida localicé a dos pillos con los que compartir correrías: los españoles, claro. La verdad es que sólo recuerdo los apellidos, aunque aún debo guardar alguna foto por casa. Fuster era mallorquín, vivía en Cascais y su familia tenía una galería de arte. El otro se apellidaba Hormaechea y era de Santander. Su padre era político, al parecer un pez muy gordo. Con ellos pasé una temporada estupenda, incluyendo una aventura en Londres, en un concierto de los Beasty Boys en el que éramos los únicos blancos entre unos tres mil asistentes al concierto de los raperos. Recuerdo que lo primero que me dijo Fuster al verme fue:
—Tú eres el español —así, con mucha seguridad.
—¿Tanto se me nota? —quise saber yo.
—Coño, si es que estás moreno.
Yo entonces no me daba ni cuenta, pero era mayo y, aunque nunca he sido especialmente cetrino, la diferencia era enorme: ellos estaban pálidos como cadáveres. Como cadáveres ingleses, para ser más concretos. Porque allí en Reading no había sol; el cielo lucía distintos tonos de gris y cada tarde, con puntualidad británica, llovía durante una media hora. Esto ocurría —como no— hacia las cinco, lo que me llevó a deducir que la costumbre del té resultaba, en realidad, muy práctica.
Lo de "machacar el inglés" a que antes me refería era una diversión de aquellos compinches. Resulta que los domingo, como buen internado católico, había misa. Y de asistencia obligatoria, por supuesto. En un banco se juntaban los españoles de los diferentes cursos, apenas media docena, y armados del libro de salmos se dedicaban a recitar todo lo recitable, pero leyendo el texto inglés como si fuera castellano, tal cual estaba escrito: [me] y no [mi:], [i] y no [ai], [you] y no [iu]. Un pasatiempo inocente, claro.
Y es que eso del inglés macarrónico, chapurreado, está muy extendido; ¿quién dice ['imeil] pudiendo pronunciar [e'mail]? ¿Para qué llamar al iPod "aipod"? Y eso, sin llegar a los extremos de la generación de mi padre, que decía sin rubor "Jon Baine" para referirse al famoso cowboy de la gran pantalla. O al del servicio técnico de mi mac, que de vez en cuando me dice que me va a instalar unos "plujins" para el inDesing. Yo mismo, sin ir más lejos, me pasé unos cuantos años maquetando con el Aldus "Pajemaquer", y sin efectos secundarios.
¿Por qué todo este destrozo fonético? En primer lugar, porque mola: es muy divertido. Al castellanizar los términos ingleses los hacemos más cercanos, más propios y, de paso, los desacralizamos.
Pero existen también otros motivos para alterar voluntariamente la pronunciación de Oxford. Supongamos que tú conoces la palabra, pero no sabes cómo se pronuncia; ¿por qué tiene el del servicio técnico de Apple que saber que plugin se pronuncia en realidad ['plagin]? Lo que, dicho sea de paso, yo tampoco sabía hasta hace un par de días. Pues se tira de la costumbre patria, y se lee tal cual se escribe; así mismo lo hicieron los rockeros Cardiacos en su "Gran vía", cuando dicen «Encerrado en el undergrún / esperando a que vengas tú». Y ahí los tienes, con rima asonante y todo.
Y es que, como desveló García Márquez en sus crónicas periodísticas de juventud, toda Europa habla castellano. Lo que pasa es que los portugueses lo hablan con la boca cerrada, los franceses estirando mucho los labios y los italianos cantando. En cambio, los nórdicos hablan un español muy malo, que a duras penas se entiende; de ahí que nos haga falta castellanizarlo un poco.
Y vaya si lo hemos hecho: si hasta nos hemos inventado nuestros propios anglicismos. Llamamos yonkis a los junkies y yankis a los [jenki:s]. Decimos "footing" —o fútin— para lo que los ingleses dicen "jogging", y hasta tenemos el morro de chotearnos diciendo "puenting", "tumbing" o "sillón-ball".
¿Qué hay en el trasfondo de todo esto, entonces? Pues nuestra poca predisposición a los idiomas extranjeros. Y eso sin hablar de los propios, que a ver quién es el guapo que se atreve con las lenguas co-oficiales. Al final, corriendo los años, acabaremos teniendo que arbitrar una lingua franca que posibilite el comercio interno o, al menos, el comprar tabaco en un estanco de otra comunidad autónoma. A que, al final, acabamos adoptando el globish como lengua oficial ibérica? ¿Que no? Pues al tiempo.

martes, 27 de noviembre de 2007

Banderitas


En Santander —y si el tiempo lo permite, claro— no resulta nada extraño cruzarse con algún viandante marcadamente "español". Sí, sí, digo bien: español y marcado. Y es que por aquí se estilan mucho unos polos muy curiosines, en blanco o azul marino, con la banderita de España ribeteada en el cuello o en el elástico de las mangas.
No voy a ser yo quien descubra que la ciudad —o sus habitantes, más bien— tiene fama de cojear ostensible de cierto pie, al menos en lo que a la res pública concierne. Y no es cosa de un quítame allá esa estatua ecuestre, o de que en los alrededores les guste renombrarla como "Fachander", no, no. Eso son detalles, gestos y poco más, porque en la ciudad, como en todas partes, hay opiniones de toda clase y, como siempre, una gran masa que passa de todo.
Lo del niki con la banderita resulta, no obstante, muy llamativo, porque no es algo que se vea muy a menudo por otras latitudes. En mi pueblo, por ejemplo, no se ve a nadie con la rojigualda a menos que juegue la selección o celebremos visita regia. Y, aún en esos casos, las banderas saldrían con cuentagotas. Y no es que en León el común sea especialmente anti-español, ni mucho menos: lo que pasa es que, si te pillan gastando aunque sea un pin con los susodichos colorines, ya no te quitas en la vida el sambenito de facha.
El caso es que, en realidad, ¿qué tiene de facha la banderita? ¿No era la de todos? Bueno, pues yo tengo mi teoría acerca de ese estigma.
Para empezar, hay que distinguir —que los prejuicios siempre nublan la vista— entre "facha" y "conservador y/o derechista" (vulgarmente, pepero o ppero). No es lo mismo, que diría el cantante plasta ése mirando el culo de un vaso. Fachas-fachas, lo que se dice "epañoles de verdá", de esos ya casi no quedan. Algún nostálgico y tal, poco más. Aparte están los skinners, que no son exactamente "fachas", es decir falangistas o nacional-sindicalistas, que es a lo que en España se llamaba "el fascio". Son muchas cosas, pero me da que, en realidad, tienen muy poco que ver con la política.
Lo que de verdad puebla la derecha española —o "el centro", como les gusta decir a ellos— es una amalgama de conservadores, democristianos, neoliberales y demás pelajes del universo "neocon". Es decir, gente más o menos normal; con sus cosillas, claro, pero lo mismo nos pasa a todos. Al menos en lo que se refiere a la gente de a pie, de veleidades totalitarias, na de na.
En otra orilla reman los izquierdistas, si se me permite la fantasía alegórica. Fantasía, porque últimamente ya hay que echarle imaginación para distinguir las políticas —no los discursos y la imaginería, que eso sí que es distintivo— de un bando y del otro. En fin, cada uno elige su bando, pero no puede elegir su historia. Y la historia de "este país" o el "estado español" —que es como se dice España en el idioma izquierdista— nos cuenta que, cuando de verdad la cosa se dirimía a tiros, cada lado tenía su propia bandera.
La bandera tricolor vivió su época dorada en los años setenta; ondeó entonces incluso más que cuando era oficial. ¿Por qué? Porque era la bandera de la izquierda, la que aglutinaba a la oposición al franquismo. Para muchos, la bandera roja y gualda resultó un trágala, con la monarquía parlamentaria como mal menor. Para rematarlo, a muchos la bandera constitucional les pareció la misma que la anterior —a pesar del cambio de proporciones—, con la única salvedad de que había emigrado el pájaro.
Hoy día todo esto parece banal, porque los socialistas —¿he dicho yo eso?— son los campeones del monarquismo, y sólo cuestionan el sistema las voces más peregrinas, desde las cavernas del conservadurismo de uno y otro bando. Y, sin embargo, en el inconsciente colectivo permanece esa identificación entre banderita y derecha. Como si las banderas sólo fueran de derechas, ¿verdad? Porque, en realidad, ¿no eran derechistas Stalin, Mao, Ho Chi Min, Pol Pot y no lo es Castro?

jueves, 22 de noviembre de 2007

¿Cuándo vendrá la revolución social?



En los negros años de la dictadura, había un viejo litógrafo en el Diario Alerta que, a poco que le cabrearan en el trabajo, se preguntaba entre dientes: «¿Cuándo vendrá la revolución social?».
Y es que, ¿quién no lo ha deseado alguna vez? ¿Quien no ha sido víctima de sus superiores, y secretamente ha pensado en invertir la jerarquía?
Vivimos inmersos en estructuras de poder. Por mucho que se disfracen, por muchos guantes de seda o mucha mano izquierda que se utilice, nuestras relaciones sociales están fuertemente jerarquizadas. En la escuela, en la oficina, en la familia, hasta en las pandillas de los quince años hay unos que llevan la voz cantante y otros que tienen que conformarse con obedecer y callar. Bueno, callar... o preparar la revolución.
Ya sin entrar en cuestiones políticas, en lo que es justo o lo que es legítimo, lo de la revolución social tiene mucha miga. Eso de poner al arriba debajo, y al de abajo encima tiene que ser glorioso; más o menos, como aquel famoso cuadro de Delacroix. Y es que la excitación en esos momento debe de ser tal, que los propios levantiscos tienen que ver, por fuerza, a aquella mujer caminando a su lado, con el pecho descubierto y el gesto decidido.
Imagínalo: abajo los poderosos, arriba los oprimidos. ¿No suena bien? ¿No es una hermosa fantasía, casi casi sexual? Y eso sin mencionar siquiera lo que harías con el jefe caído, que sería precisamente darle... su merecido.
Cuando uno piensa en el día a día, en las grandes y pequeñas injusticias que soporta, en el tráfico, en la inflación, en los medios de comunicación, en los sistemas de valores, en la inequidad, en el tercer mundo, en el enchufismo, en la red viaria, en la publicidad, en el euro, en el sistema métrico decimal y en el capullo del jefe que te hace la vida imposible, ¿no apetece, de verdad, bajar a más de uno del caballo y zurrarle la badana?
Así que yo, a partir de ahora, cada vez que algo me caliente los cascos, en vez de dejar que me lleven los demonios, lo que voy a es a preguntarme: «¿Cuándo llegará la revolución social?».

miércoles, 21 de noviembre de 2007

La pinta


Lo de "la pinta" como mecanismo expresivo no es nada nuevo: hace siglos que nos empeñamos en que el aspecto sea muestra del interior. Nada más curioso que descubrir que, en plena revolución francesa, a los jovencitos más contestatarios les dio por vestirse con peluca, levita y chorreras, y pintarse la carita en una especia de revival del ajusticiado Antiguo Régimen. ¿Lo hacían por motivaciones políticas? Qué va, ni mucho menos: lo hacían por tocar los mismísimos al establishment. Como siempre, vamos. Igual que luego lo harían los románticos, los bohemios, los dadaístas, los beatniks, los hippies o los punkies.
Y es que el atuendo, el corte de pelo, el maquillaje, la forma de hablar y hasta los andares conforman una parte de nuestra imagen pública, esa que todos conocemos como "la pinta". Y, más allá de tener buena o mala pinta, lo cierto es que nuestro aspecto es una de las pocas cosas que podemos escoger. ¿Podemos? Por supuesto; lo que no he dicho es que lo hagamos libremente, claro, pero eso es otro cantar.
Todo esto se me ocurre porque llevo unos días cruzándome por todo Santander con un poeta llamado Alberto Santamaría. En un semáforo, en la zona peatonal, en la librería Estudio y hasta en el supermercado. Sí, sí, parece una maldición: allá donde vaya, me tropiezo con él. Y eso que ni nos saludamos, porque él es un poeta de éxito —si es que se puede llamar «éxito» a eso que les sucede a los poetas premiados, publicados, antologados y demás estados del autor— y yo no paso de ser un peatón anodino.
Y, para mí, que todo es por la pinta. Porque a Santamaría no hay más que verlo para comprobar que es un poeta: patillas hasta la yugular, pelo ensortijado, demasiado largo y cuidadosamente mal cortado, luto bastante riguroso, zapatones post-punk, zamarra cruzada de aire militar y bufanda rasposa, evolución natural del pañolón palestino. Si es que sólo le faltan las gafas de pasta, la verdad. Y no se quita el uniforme ni en la sección de charcutería del Hipercor, que fue donde le vi la última vez.
Para mí, que su éxito —y por añadidura, mi fracaso— se debe a las pintas. Porque él si que gasta facha de intelectual, mientras que yo... en fin, para qué contar. Yo, lo más cerca que he estado de colar por algo parecido fue hace mucho tiempo, con apenas veinte años, y eso porque me había comprado una americana —¿o se dice blazier?— verde moteada, de dos botones, y un par de camisas tipo servilleta de la abuela, y mi amigo Miguel Escanciano me tomaba el pelo sin piedad, bacilándome con que parecía un progre de los setenta.
Yo creo que el problema —el de mi falta de éxitor literario— está ahí, en las pintas. Seguro que si yo también fuera capaz de disfrazarme de músico indie, de crítico underground o de director de cine plasta, otro gallo me cantaría. Me tomarían más en serio. Me llamarían de las tertulias de la radio, me llevarían a dar conferencias, me darían una cátedra, qué se yo... Fijo que me llamaría alguna agente literaria, que mis libros se venderían como rosquillas, me invitarían a las fiestas de la jet. Lo que no consiga una buena imagen...
Así que, la próxima vez que me cruce con el poeta, le voy a abordar por las bravas, para arrancarle el secreto de su estética. Le pediré que me lleve de tiendas, que me enseñe a enmarañarme el pelo y a poner cara de inteligencia extrema, lo que haga falta con tal de dar el perfil de escritor. Y con eso, ya ni me tendré que preocupar de si escribo bien o mal, de si mis libros son puros ladrillos o si no me aguanta ni mi madre: con lograr la pinta, ya lo tendré todo hecho. ¿O no? ¡Ay, lo que daría yo por parecerme un poquitín a Elvis Costello!

Dos relojes para una misma hora (final alternativo)

El zurdo —y sin embargo amigo— escritor Mariano Vega nos ha regalado hoy un relato inconcluso, retando a quien se atreva a añadirle el final. Y yo, que no veo el peligro, me he permitido intentarlo. Eso sí, para quien quiera entender algo, lo mejor será leer desde el principio el texto de Mariano. Y ya saben: las reclamaciones, al Zurdo.


22:18 y allí no aparecía la chica; «Mal momento para una broma», masculló el hombre, sin percatarse de los movimientos a su espalda. Se llevó al oído el reloj que acababa de cederle tan amablemente aquel melenudo del vagón; nada, ninguna pista.
Y, de pronto, cuando ya estaba cogiendo el móvil para acabar con aquel despropósito, alguien le pidió la hora.
—Ni idea, chaval —gruñó—. Y desaparece.
En ese momento levantó la vista, ensayando su mueca más amenazante. Casi no le dio tiempo a sorprenderse al comprobar que quien le preguntaba era, precisamente, el melenudo, el dueño del reloj que acababa de robar. No le dio tiempo, porque un tremendo golpe en la nuca le derribó, haciéndole caer al suelo. Tras él, dos compinches del muchacho de la coleta le atizaban con las obras completas de Quevedo, en dos volúmenes encuadernados en madera.
En medio de la lluvia de golpes, llegó el metro. Una espectacular rubia, con una novela de Dante Bertini bajo el brazo y una camiseta en la que la bandera de Noruega ondeaba sin necesidad de viento, bajó del vagón. Miró a un lado, al otro, y luego resopló con fastidio, antes de volver a entrar en el tren. Uno de los dos lectores de Quevedo soltó tu tocho, y de un salto entró en el vagón justo antes de que las puertas se cerrasen.
—Me llamo Carlos, pero puedes llamarme Clandes —dijo a la rubia, con su sonrisa más seductora —. Por cierto, ¿conoces la calle Sacramento? ¿No?
Fuera, mientras el metro se alejaba, el melenudo y su compinche seguían apaleando al hombre de los dos relojes.
—Por favor, por favor... —suplicaba, entre sollozos. Sólo acertó a decir:— ¡Soy periodista...!
—¿Periodista? —bramó Estilografic—. ¡Dale más fuerte, Mariano, que se lo merece!


NOTA: Hay más propuestas de final para el relato de Mariano. Echadle un vistazo al de Estilografic y al de Scriptorium54.

martes, 20 de noviembre de 2007

Desastres televisados

Va a ser que yo ya no estoy en el mundo; que me quedé pasado de moda, fuera de bolos, demodé... que estoy anticuado, vamos. Algo así tiene que ser, porque cada vez que enciendo la tele y me enfrento a un noticiario me llevan los demonios. Y no es —no sólo— por el caso que hacen a los políticos, ni por la cantidad de tonterías intrascendentes con las que rellenan la escaleta. Qué va; lo que de verdad me hunde es la descarada explotación de la tragedia.
Hace ya tiempo que los telediarios —y algún otro tipo de programa—, en especial las ediciones de tarde-noche, giran en torno al desastre y al morbo. Según la temporada, varían las anécdotas, pero nunca falla la receta mágica: muertes violentas. Siempre hay a mano alguna guerra o algún desastre natural, con centenares de muertos y mucho dolor que retransmitir, pero, si falla la naturaleza, los redactores enseguida se sacan de la manga algún tema candente que explotar hasta la náusea. Una temporada tocan los perros asesinos, otra las carreras ilegales de tuneros, más tarde los skinheads, después la violencia racista, la de género, la de número y hasta la de caso gramatical... Lo que sea, con tal de que haya sangre.
No es que hagan falta ejemplos, pero anoche, sin ir más lejos, los telediarios glosaban una catástrofe en Bangladesh. Soltaron la información, algún dato sesgado y luego, en cuanto pudieron, fueron a lo suyo: imágenes de cadáveres. Y, como debía de parecerles poco impactantes, además eran cadáveres de niños. Estábamos en el sofá, con el niño, hablando de la navidad, de las vacaciones, de los juguetes de Lego y de la guerra de las galaxias, y de pronto aparece en pantalla un hombre junto a una charca, tratando de recoger con un palo algo que flotaba sobre las aguas.
Cierto que la vida es dura, que hay muchas injusticias, que vivimos en un paraíso artificial y bla bla bla, pero no me apetecía que mi hijo viera aquellas imágenes, así que cambié de canal; curiosamente, aparecía una escena muy similar: otro niño muerto, y luego primeros planos de madres desconsoladas. Otro toque al mando, y apenas cinco minutos de prórroga: en esa cadena tampoco podían obviar los importantísimos detalles, la ineludible documentación audiovisual que precisara la "magnitud de la tragedia". No quisimos buscar más canales, porque, al final, ya habíamos visto demasiado.
Hasta cierto punto, podría comprender las imágenes crudas de la pobreza en los países pobres. Puedo aceptar que representar la guerra y sus desastres sea también una forma de denunciarla. Pero no me trago que se pueda hacer lo mismo con los desastres naturales; ¿es que aquellas imágenes de niños ahogados sirven para sensibilizarnos? ¿De qué? ¿De la necesidad de audiencia de las cadenas?
Debe de ser muy triste empeñar cinco años de tu vida en la facultad, aprendiendo "periodismo". Bostezar mientras te hablan de ética y deontología, del derecho a la información, y el proceso comunicativo. Total, para acabar programando imágenes morbosas, buscando el impacto y metiéndose en el bolsillo la profesionalidad. Debe de ser muy triste descubrir que has tirado un lustro a la basura.
Quizá lo explica mejor esa cita apócrifa, cada vez más extendida: «la televisión no es más que un electrodoméstico». Pues eso.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Mustafá, el kurdo


No recuerdo su apellido, pero se llamaba Mustafá. O, al menos, así se hacía llamar, porque en cuanto intimamos me enseñó sus papeles y me aseguró, con sonrisa burlona, que eran falsos.
Esto sucedió en otoño de 1994, en Colonia. Yo ejercía de squatter en el diminuto estudio de mi hermana Alicia, en un trimestre sabático planeado para aprender el alemán.
Las mañanas las pasaba en «alta mar» —o Alter Markt, la plaza vieja, como se empeñaban en decir los doiches—, en una academia de idiomas en la que compartía aula con un variopinto grupo de extranjeros: una italiana, un polaco, dos franceses, dos coreanos, una boliviana et moi. Y Mustafá, claro.
Mustafá era un muchacho kurdo; oficialmente tenía diecisiete años, aunque él mismo me confesó que era algo mayor. Acababa de llegar a Alemania y estrenar su estatus de refugiado. Vivía al sur de la ciudad, no sé si en Porz o en Kalk, en una vivienda social que pagaba el estado, que también le obsequiaba cada mes con un aceptable subsidio, de unos 600 marcos; no tenía derecho a trabajar, aunque eso no le preocupaba demasiado. Su única obligación era asistir a las clases, lo que debía atestiguar cada mañana Frau Patschke, la profesora.
A la tal Frau no le hacía mucha gracia el chico; se le notaba enseguida, porque se le helaba el gesto y le subía a la cara una mueca de desagrado en cuanto el kurdo empezaba a alborotar la clase, empeñado en hacerse entender con su media lengua y su alemán chapurreado, que hablaba demasiado deprisa y con un acento imposible, sin preocuparse por las declinaciones, los artículos y las preposiciones; ni conjugaba siquiera, así que hablaba, básicamente, como los indios de las películas.
Algún extraño imán hizo que el bueno de Mustafá viniera enseguida a mi lado. Se sentaba conmigo, me hablaba mientras la profesora explicaba, me contaba chistes, guiñaba el ojo y soltaba picardías cada poco; yo no le entendía prácticamente nada, pero me divertía mucho. Tanto, que mi rudimentario alemán de aquellos días debía de tener un marcado acento de Oriente Medio.
Después de clase, íbamos a comer por ahí, y mientras devoraba hamburguesas y tomaba cerveza, me explicaba que los kurdos no eran musulmanes, que eran un pueblo sin religión y sin estado. Yo quise saber qué hacía en Alemania, y él enseguida levantó el puño y lo explicó todo: PKK. ¿Pekaqué? Bueno, pues resultó ser el Partido Comunista del Kurdistán. Algo me quiso decir sobre la guerra, que si él había o no había hecho, Luego me mostró sus papeles y me contó que aquella no era su edad, pero que los alemanes sólo acogían a menores de edad, y había tenido que falsificar su documentación. Después intentó hacerme creer que había entrado en combate, que había disparado, que era un feroz soldado buscado por el ejército enemigo.
Supongo que me tomaba el pelo, aquel chaval de apenas diecinueve años y una energía desbordante; me lo pasaba mucho mejor cuando me hablaba de sus novias alemanas, y quería que le acompañase a las discotecas de la periferia, donde era un auténtico oriental lover. Y algo de cierto debía de haber en todo aquello, porque hasta me traía fotos de sus conquistas teutonas; solían ser rubias descomunales, más altas que él y con línea de nadadora algo abandonada; no eran, eso sí, demasiado sofisticadas, sino más bien del tipo molinera, y al gusto de Rubens.
A finales de noviembre terminó el curso y ya no volví a ver a Mustafá; imagino que le iría bien, cobijado por el aparato social alemán. Sin embargo, meses, muchos meses más tarde, al regresar a casa había un gran tumulto en Rudolfplazt. A un lado de la plaza, nos cuantos jóvenes con bigote enarbolaban pancartas a favor de la independencia del Kurdistán, y coreaban consignas incomprensibles. Al otro, un pelotón de antidisturbios avanzaba porra en ristre, detrás de sus escudos. Desde el tranvía pude ver el comienzo de la refriega, cómo eran los propios kurdos los que envestían a la policía, que respondía sin miramientos. Entre la muchedumbre no pude distinguir a Mustafá, pero deseé con todas mis fuerzas que aquella tarde la estuviera pasando en una de aquellas discotecas de los suburbios, persiguiendo a rubicundas molineras en busca de un poco de magia oriental. Y todavía lo deseo.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Pachi y el KGB

Se llamaba Pachi, o al menos así le llamaba todo el mundo. Pachi Garay, eso decía su tarjeta de visita. Y con che, porque entonces aún no se estilaba lo de la "tx".

Era amigo —o conocido, o arrimado, o lo que fuera— de mi tío Jose; era uno de los tipos más singulares que pululaban por su casa, a mediados de los años ochenta. A primera vista, parecía un rocker: patillas a pico, completamente arrabaleras; chupa de cuero negro con el forro rojo asomando por los puños, y una especie de tupé engominado. Luego, si te fijabas más, había algunas notas discordantes: pañuelos raros al cuello, chalecos chillones y exceso de pulseras y anillaje; en cualquier caso, demasiado recargado para un rocker, más dados, si se puede decir así, a la sobriedad —dentro de su exagerada parafernalia—.

Porque Pachi, a pesar de las pintas, no era rocker. Le iba una movida rara, que yo en aquella época veía inexplicable: el tango. Y eso que el menda nunca había pisado Argentina, ni le unía nada con ella. Vamos, que ni una triste novieta porteña había tenido. Me pareció entonces la más singular tribu urbana que pudiera existir: los tangueros. Singular, porque sólo tenía un miembro. Poco después llegarían los discos de Malevaje, con su [baja] pasión por el arroyo y los filos de navaja, y mi imagen de Pachi perdió parte de su originalidad, aunque ganó un contexto.

Al tal Pachi le gustaba Gardel y esa música desgarrada, en blanco y negro, pero era un pájaro más de los ochenta: vivía de noche, no trabajaba, no estudiaba... Tendría unos veintipocos, pero estaba tan delgado, con los pómulos afilados como una modelo anoréxica, que parecía mayor. Al parecer, había engañado a algunos conocidos, y le habían puesto entre las manos un goloso juguete: un pub en el centro.

Estaba en Conde Guillén, frente al Tizas —la disco pija de la época—, y había heredado el nombre de KGB. Había sido un local sofisticado, para progres y culturetas, siguiendo la moda del momento de los guiños pro-soviéticos: Tovarich, CCCP, Berlín... eran nombres de algunos bares enrrollaos de primeros de los ochenta.

Pachi decidió reconvertir el KGB en un bar de rockers; pinchando rockabilly e invitando a algunos macarras espectaculares pensó que iba a llenar el KGB de moteros y marilynes. Yo me colé alguna vez —aún no tenía edad ni para pisar por allí— y me dejaba pinchar un rato. Era la primera vez que me acerqué a una mesa de mezclas y, la verdad, no fue para tanto: nunca me ha vuelto a apetecer ser pincha —o diyei, que dicen ahora los enteraos—.

A mí entonces me parecía un mundo fascinante, entre botellas de Four Roses, canciones de Robert Gordon y chicas alocadas con ligas debajo de las faldas de vuelo. Todo tan estrambótico como la tarjeta que me había dado Pachi, y que me franqueaba la entrada al local: era de ante —una buena imitación, por cierto— de color marrón, con las letras en oro, como si las hubieran marcado a fuego.

Y un día, todo terminó. Las puertas del KGB no volvieron a abrir, precintadas por un triste folio con membretes judiciales. Y Pachi desapareció. No supimos nada más de él, excepto aquellos rumores que corrían por todo León: que si se había asociado con un mafioso llamado Valentín y se la había jugado con la caja; que si su afición a ciertas sustancias ilegales le había jugado una mala pasada; que si debía dinero a todo el mundo y había puesto tierra de por medio... Hubo muchas hipótesis, pero una sola evidencia: que nadie volvió a verle el pelo.


Años, muchos años después, encontré en casa de mi tío una postal de Pachi. Ni palabra de los motivos de su desaparición, aunque mi tío me contó que debía de haber un poco de todo. Lo único seguro es que vivía en Escocia, había acabado la universidad, se había casado —o, más bien, había dado un braguetazo— y ahora era un tipo respetable, un profesor, sin patillas ni pómulos de yonki. Nada que ver con aquel chaval, al que me gustaría encontrar un día y que me contase qué ocurrió en realidad, mientras nos destrozamos el hígado y de fondo suenan los tangos más viejos y más triste.

lunes, 12 de noviembre de 2007

To write or not to write, that is the question


Y mira que hay asuntos interesantes últimamente, a los que no costaría nada sacar punta: que si el Rey y Chaves, que si la oenegé francesa no era lo que parecía, que si nos meten el "Gobierno de España" hasta en la sopa, como si supieran que los votantes somos gilipollas —porque serlo, lo somos; lo que no está
tan claro es que de verdad lo sepan—. En fin, tanto que comentar... y tan pocas ganas de escribir.
Apático; supongo que eso es lo que estoy: apático. Y mira que le tenía yo manía a la palabreja esa, porque era la eterna cantinela de los años de instituto: «Nunca he tenido una clase tan apática nos esta», nos repetían los profesores, uno tras otro y curso tras curso. Claro que luego hablabas con los de la clase de al lado y resulta que les habían dicho exactamente lo mismo. "Motivación" creo que lo llaman, aunque creo que produce escasos resultados: los alumnos siguen, invariablemente, pasando del tema.
Bueno, pues eso, que resulta que debo de estar en plena regresión adolescente —efectos secundarios de acercarse a los treinta y cinco—, y en lugar de acné me brota el pasotismo. Que estoy que passo de todo, vamos. Y tanto estaba pensando que passaba de hacer nada, de escribir, y hasta del blog, que al final no he podido aguantar más y he tenido que sentarme aquí y escribirlo. Con dos co...herencias, coño.
Vamos, que al final me he quedado pensando: ¿y por qué coño escribo? Claro que no ha sido cosa mía, no: la culpa la tiene un joven amigo que me he echado últimamente. Se llama Víctor y va conmigo a ese Máster del Universo que me está robando la energía y la lucidez.
Víctor es ingeniero y tiene veintidós años, o sea que es un chico despierto y trabajador; quizá por eso me sorprendió tanto que el otro día me preguntase que por qué se escribe, que para qué se pone alguien a hacer un blog. Y yo no supe qué contestarle.
¿Escribes para que te quieran, como confesaba, cándidamente, García Márquez? ¿O para que te aplaudan? (y perdonad que aquí me ahorre el ejemplo, pero hay tantos candidatos que escoger a uno sería un serio agravio comparativo). Claro que también podría haber tirado por el lado más chorras de la vida, como Toni Martínez al que, en los años de facultad, tras ganar un premio local le dio por decir que escribía «para ligar». Sobra reseñar que me consta que, al menos en aquella época, el notas no se comió un rosco; lógico, ¿no? Ya lo explicaba Cela, con claridad iberomachista: «A las mujeres no se les recita versos, hay que invitarlas a gambas y champán». En fin, doctores tiene la Iglesia...
Pero, volviendo al tema de escribir, dice Braulio Llamero —un escritor zamorano embarcado en el quijotesco empeño de defender la lectura—:

Los días en que, sin tema definido, te pones a escribir simplemente porque llegó la hora y no puedes posponerlo más, se produce de pronto el milagro: te sale un texto hermoso, intemporal quizá, de los que los lectores dirán después que era “de guardar”.


Claro que él hablaba de Umbral, pero supongo que eso es a lo que uno aspira: a que los lectores disfruten. O a que tus lectores te lean. Y aún más importante: a tener "lectores". Porque claro, él —Braulio— tiene su columna en un periódico. Como Umbral. Pero, cuando no tienes lectores, ni columna, ni capitel ni basamento, ¿para qué escribes? ¿Qué te mueve? ¿Alguien lo entiende?

Y cuando Víctor me preguntó que por qué se escribía, que para qué, que cómo y dónde y con qué mano, yo no supe qué contestarle. Aunque, en realidad, lo que me estaba diciendo —así, disimuladamente— es que él también quería hacer un blog, pero que aún no sabía qué escribir.
No hay problema, querido amigo, no sufras más: si has pensado en escribir, al final caerás. Serás otra víctima más de la escritura. Y es que no se necesitan motivos: al final, escribes sin tema, sin ganas, sin obligación y hasta sin lectores. Pero escribes.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

¿Madurez?

Me hago mayor.
Quiero decir que ahora lo noto
que poco a poco voy envejeciendo
y tengo ideas que jamás creí
que pudiera aceptar.
Y veo el riesgo a cada paso;
ya no fumo dos paquetes de rubio,
ni conduzco a doscientos por la autopista,
hago caso a la doctora,
como menos de lo quisiera,
no persigo a las chicas,
ni he vuelto a ver películas subtituladas,
duermo por las noches,
voy a la oficina,
escribo a los amigos.
Y noto que me hago mayor,
porque no le doy
la menor importancia.


martes, 6 de noviembre de 2007

Cada uno en su sitio

Este trabajo va a acabar conmigo.
Andaba yo ayer corrigiendo las primeras pruebas de un libro —un estudio muy sesudo de Rebeca Arce, historiadora y sin embargo amiga— cuando cometí el mayor error del editor. ¿Cuál? Pues leer un poquito del texto, claro.
Ya me lo habían dicho mis compañeros, sí: hay que "mirar" las líneas, pero no "leerlas". Y ni caso que les hice. ¿Quién me manda a mí tener iniciativa? Porque, al final, siempre te acabas llevando algún disgusto. ¿Que no? Habla el Padre Conejos —y no es chufla: se llamaba así—:


“La casa cristiana es el espectáculo más bello que hay en el mundo (…); desde el marido hasta la última persona del servicio, está todo en la más perfecta armonía. El marido, con su autoridad, dando ejemplo de rectitud; la madre cobijándolo todo, disimulando las flaquezas de los unos y de los otros, atendiendo a todos. Los hijos mirándose en el padre y en la madre y el servicio viendo en sus dueños un dechado de grandes cristianos; todo acorde. ¡Qué bien se vive así!”
La vida en familia, 1922


Claro. Qué bien se vive así.
El marido, padre, señor y amo de su casa... No está mal, no señor. Ya me veo en bata y pantuflas, con un habano en la diestra, una copa de coñá en la siniestra y los pies sobre la mesa del salón, a lo presidente del gobierno.
Y es que 1922 debía de ser la leche: todos decentes y repeinados, comiendo picatostes y criticando las modernidades del extranjero. Los niños persiguiendo a las criadas, las mamás bordando casullas para la parroquia, las niñas a punto de hacerse los votos y el padre esperando la ocasión de sacar el cinto para escuadrar a quien se ponga por delante. Muy bonito 1922 en la meseta, sin charlestón ni más surrealismo que el de la vida cotidiana.
Muy bonito y muy cristiano; todo en su sitio, con esa élite elegida que disfruta de sus privilegios mientras, debajo, el "servicio" se dedica a admirarlos... Claro, claro. Tan cristianos ellos... como democráticos aquellos griegos que inventaron la igualdad y la política... basados en un sistema esclavista.
Señor Conejos: ¿dónde estaba usted en 1922? ¿Y en abril del 31? ¿Y en el verano del 36? Ya, ya, ni se moleste: en su sitio, por supuesto.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Qué enseñar


Para Mariano Estilografic


Estábamos disfrutando del puente, tan contentos en nuestra casina de La Bañeza, cuando al bueno de Javierín le dio por las preguntas místicas.
—Papá, ¿por qué quitaron la mili? —quiso saber el querubín.

«Vaya», me dije yo, «ya ha estado el abuelo contando batallitas. Y ahora, ¿qué le digo yo?». La primera intención fue hacer como que no le oía; como si el catarro me hubiera embotado los oídos y el entendimiento, y estuviera estrenando un oportuno blindaje contra asuntos incómodos. Sin embargo, enseguida me di cuenta de que esa actitud tan poco pedagógica no iba a conducir a nada. Bueno, a algo sí: a que repitiera la pregunta, y con insistencia redoblada. Podría probar con la técnica gallega, me dije, pero era demasiado tarde: ya estaba respondiendo.

—Porque ya no hacía falta, hijo.
—Y, ¿por qué?
—Porque ya no valía.
—¿Como las pesetas?
—Sí, bueno; más o menos como las pesetas.
—Ah… Pero si tú siempre lo cuentas todo en pesetas…

«Esto me gusta todavía menos», me dije. Es lo que tiene tener niños, que en cuanto les da la gana te sacan los colores. Sin embargo, ya se sabe: cuando se empecinan con un tema, no hay quien les saque de él.

—¿Y a ti te mandaron a la mili, papá?
—Sí, hijo.
—¿Y para qué servía la mili?

En ese momento te invaden unas ganas tremendas de darte a la sinceridad como quien se da a la bebida pero, claro, el pobrecín tampoco tiene la culpa de mis meses perdidos haciendo el gamba disfrazado de aceituna.

—Pues... servía para...

Me costó; la verdad, es complicado explicar cosas así. ¿Qué le puedes contar? Y, pero aún: ¿para qué servía, en realidad?

—Mira, hijo, la mili era una especie de entrenamiento; para que, si había una guerra, las personas estuvieran preparadas y supieran lo que tenían que hacer.

Y me quedé tan pancho, a punto de ponerme una medalla, sin reparar en que esa batalla aún no había terminado.

—Y, papá...
—¿Qué...?
—¿Y qué hay que hacer si hay una guerra?
—Correr, hijo, correr.
—¿Correr?
—Eso mismo: coger las maletas y salir corriendo.
—¿A dónde?
—A donde no haya guerra.
—¿Y eso es lo que te enseñan en la mili?

El niño me miraba sin pestañear. La madre, que entraba con la merienda preparada, se quedó paralizada, esperando la respuesta —«¡a ver cómo sales de ese jardín!», decían con picardía sus ojos—; hasta el abuelo, tres cuartos más allá, debía de estar aguantando la respiración, mientras afinaba el oído.

—No, hijo. Eso no te lo enseñan, eso lo aprendes tú solo. Y deja ya de dar guerra, hombre.

Y no sonaba de fondo "Le deserteur", de Boris Vian, pero perfectamente podría haber sonado.

miércoles, 31 de octubre de 2007

El germen de la oportunidad


Resulta que esta mañana luce en Santander un sol de justicia; después de dos días con tanta lluvia que había que sacar al perro con piragua, vuelven a ser imprescindibles las gafas de sol, y la suave brisa del Cantábrico nos regala un día precioso.
Resulta que esta semana empezaba mal, con un examen —cosas de los master oficiales, que al final no los regalan...—, un trabajo interminable y una presentación pública. Así, el fin de semana se fue en un suspiro, entre pirámides de Maslow y teorías de la expectativa. ¿No lo había contado? A mí me correspondió disertar sobre "La motivación laboral". Supongo que fui muy afortunado, a la vista de los demás temas: contabilidad, estrategia o "cultura empresarial" —lo que, por cierto, me recuerda al famoso chiste de la "inteligencia militar"; ¿alguien puede contarlo en los comentarios?—. El asunto de la motivación es fundamentalmente psicológico y/o sociológico, dos materias que me apasionan aunque no tenga ni idea de ellas —o quizás precisamente por eso, por no tener ni puñetera idea—, así que tuve cancha para explayarme y dar rienda suelta a mis vicios de estudiante de letras. Luego, en la presentación, con el pogüerpoin y demás, la cosa fue bien: ni siquiera me puse nervioso, aunque los compañeros me frieron a preguntas, del tipo de: "¿Y de verdad te crees eso que cuentas?" o "¿Entonces el empleado y la empresa comparten intereses? ¡Ja!". Hay que ver: ¡y yo que pensaba que era crítico!
Resulta que hoy es miércoles y esas cosas son sagradas: toca partidillo de baloncesto. Un esguince mal curado me tuvo más de un mes en el dique seco, hasta que la semana pasada pude "reincorporarme a la disciplina del club". Tuve una mala tarde en el tiro, pero en defensa acabé aburriendo a alguno. También me llevé un codazo involuntario de Recio, al que he recordado durante unos cuantos días, aunque sin mucho cariño, la verdad.
Pero no se vayan todavía, que aún hay más...
Resulta que esta tarde Ana de la Robla interviene en el Corte Inglés, y no me lo pensaba perder.
Resulta que esta noche los compañeros del máster han organizado una cena, y no tenía intención de fallar.
Resulta que mañana la peña del foro del Racing organiza un partidillo: campo grande, once contra once, buen ambiente... Y me encantan esas pachangas.
Y, además, resulta que mañana nos vamos a La Bañeza, a disfrutar del puente en nuestra casina, con la familia y los viejos amigos.

Y, como no podía ser de otra manera, esta mañana, cuando ya había cumplido con todas las obligaciones, y no tenía más que diversión por delante, resulta que me he levantado con unas ojeras que me llegan hasta el suelo, con la voz aflautada y la cabeza como un bombo, con un trancazo de mil pares de demonios, y un humor que se me ha puesto como si Recio me hubiera soltado otro recadito...
Y ahora resulta que tendré que pasear mis gérmenes y mi colección de clínex por la pista de baloncesto, por la sala de conferencias del Corte Inglés, por el restaurante La Cubana, por el campo del Complejo, por las hoces de Bárcena y por el Elvis y todos los bares de copas de La Bañeza.
Porque no pienso dejar que unos diminutos gérmenes me arruinen el fin de semana. ¡Estaría bueno!

lunes, 29 de octubre de 2007

Pruebas documentales

Después de mucho pelearme con la videocámara, los codecs, el dvd, los tirios y los troyanos, por fin os puedo ofrecer dos fragmentos de mi intervención en el ciclo "Artes cruzadas".



jueves, 25 de octubre de 2007

Un pequeño recuerdo para Graciano


Corazón de piedra: así somos los hombres. O al menos eso nos gusta pensar. Los sentimentalismos, la ternura y otras debilidades... están fuera de lugar. No sé a qué se debe, pero es así.
Yo mismo, sin ir más lejos, llevo años postergando un duelo. No, no; que nadie se alarme, que no va a correr la sangre. Un duelo sin pistolas ni padrinos, aunque igual de trágico: el duelo por un difunto.
Pero vayamos por partes: resulta que a mi tío Carlos acaban de hacerle abuelo —cosas de mi primo Carlitos, que vete tú a saber qué habrá estado haciendo—. Ayer le llamé para felicitarle y estuvimos conversando un rato sobre la edad, la felicidad y, sobre todo, su nueva condición.
Si fuera un escritor romántico, ahora explicaría que uno de los amores más puros que existen es el que existe entre abuelos y nietos. Los abuelos, cuando abrazan a sus nietos, se están abrazando a la vida. Son conscientes de que unen dos extremos de una misma trayectoria, y esa perspectiva les nubla la vista tanto como el azúcar de los medicamentos. Los nietos, en cambio, desconocen todo esto; generalmente ni se fijan en la gente mayor, pero adoran a sus abuelos. Luego, poco a poco, van entendiendo lo que es la familia y, con ese conservadurismo tan característico de la infancia, les quieren todavía más.
Y, si no sonase un poco raro, confesaría que el hombre de mi vida —con permiso de mi hijo— fue mi abuelo Graciano. Con total sinceridad, no sé si he llegado a querer a alguien tanto como a él. Y no sé explicar por qué. Yo ya le conocí mayor —me llevaba sesenta y tres años—, pero cuando llegué a la adolescencia comenzó a hacerse evidente que guardábamos un gran parecido: la misma estructura ósea, la misma mirada... Él era más alto y más fornido pero compartíamos, sobre todo, un carácter muy similar.
En la foto de arriba, tan difuminada por el tiempo, aparece mi abuelo cuando tenía dieciocho años y le habían llamado a filas. Yo ya no soy así, pero una vez tuve también dieciocho años y tuve que hacer el servicio militar. Entonces mi abuela abrió una lata antigua, de ésas en las que las familias de la postguerra guardan su memoria, y me dio una fotografía de grupo. «A ver a quién encuentras», me dijo. Y yo, por un momento, creí verme a mí mismo: el pelo, las entradas, las orejas, los pómulos; hasta el gesto bobo de coger la borla de la gorra. Ese fue un instante mágico que nunca podré olvidar.
Mi relación con mis abuelos, para un niño urbano de los setenta, muy estrecha. Todas las semanas nos veíamos, y en verano pasábamos unos días en el viejo valle del Curueño. Allí mi abuelo iba al balneario de Nocedo, donde trataba de compensar a sus maltrechos huesos por las calamidades sufridas en su infancia, cuando pescaba truchas de madrugada para venderlas en León a mediodía. Y luego recorría el monte, buscando té de peña. Algún domingo subíamos hasta Vegarada, para recoger arándanos, y de paso poner un pie en León y otro en Asturias. Y luego íbamos hasta el viejo huerto del bisabuelo, en Santa Colomba, donde años después mi padre construiría una casa.
Graciano era un hombre muy serio. Al menos, en apariencia. Muy sereno y muy recto, casi diría que estricto. Luego tenía un humor muy sagaz, y con los nietos se derretía, pero a primera vista parecía extremadamente frío. Y yo no sé por qué, pero siempre quise ser como él.
Luego, me hice más mayor y nuestra relación se estrechó: iba a visitarles, pasaba la tarde con él batiendo el café —una técnica muy curiosa para sacar espuma— y jugando a las cartas, y escuchando historias que, como todos los abuelos, contaba una y otra vez.
De aquellas historias nació, supongo, mi vocación de escritor. Y de una de ellas, mi novela: es la historia de su hermano pequeño. Cierto que no es ya como él la contaba pero, ¿qué importa? Tampoco la realidad se parecía tanto a su historia.
Después llegaría la larga enfermedad de mi abuela y él se convirtió en su enfermero particular, hasta que cayó extenuado. Tres años sin apenas dormir, al pie de una convaleciente a la que debía atender, alimentar, levantar y que sólo admitía su compañía. Fue demasiado.
En enero de 1999 tomé una foto de mis abuelos con mi hijo recién nacido. Unos días después, mi abuelo enfermó gravemente. Lo que empezó como un simple catarro se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos. Él era de otra pasta, claro, y tardó cuatro días en morir. Su cuerpo ofreció una extraordinaria resistencia, pero toda su fortaleza no pudo hacer nada: estaba ya vacío, completamente agotado. El médico llegó a decir que parecía que ya no quisiera seguir luchando.
No puedo recordar la última vez que lo vi sin lágrimas en los ojos. Aquel gigante derrumbado, que se arrancaba los cables, semiinconsciente… Yo le estaba diciendo algo, no recuerdo qué, y le cogía la mano. Y de pronto abrió los ojos y me apretó la mano. No sé qué pudo pensar, qué sintió.
Desde entonces pienso mucho en él, y creo que aún no he superado mi duelo. Si estoy más de tres segundos recordándole, rompo a llorar. Han pasado más ocho años, y aún me sucede muy a menudo. Y lo curioso es que no me importa, porque me hace comprobar que no tengo el corazón de piedra.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Perfiles extrovertidos


Un paso ineludible en toda selección de personal que se precie es la elaboración del perfil del aspirante. En ocasiones se hace mediante tests interminables, en los que te preguntan siempre lo mismo, pero de quince o veinte formas distintas; al final, ya no sabes si quieren comprobar tu sinceridad, tu memoria, tu coherencia o tu paciencia. En otros casos, es aún peor, y tienes que superar una entrevista personal, que es un rato tan agradable como si estuvieras sentado en la silla del dentista —con excepción de la de mi odontólogo favorito, César Díez, que es un auténtico fenómeno; otro día hablaré de él—. Y todo, ¿para qué? Pues para descubrir cómo es el candidato.
Al parecer, los especialistas tienen repartidos algunos trabajos según el carácter de cada cual: a los contables se les prefiere discretos; a los comerciales, extrovertidos, y a los administrativos, introvertidos.
Yo a todo esto tampoco le veía mucho sentido: una forma más de alienación del sistema, pensaba, hasta que recordé lo que me ocurrió hace años en una imprenta.
Sería en 1992 ó 1993 —vaya memoria— cuando a la Diputación de León se le ocurrió publicar una revista juvenil, y de paso unas plaquettes con textos de autores jóvenes, o casi adolescentes, como era mi caso. Yo preparé unos cuantos ejercicios de estilo, entre ellos un collage con titulares de prensa, al estilo de los que hacía entonces Tino R. Melcón. El caso es que en la imprenta ocurrió algo, y me llamaron para que autorizase que el collage apareciera en negativo, es decir, con fondo negro y texto blanco.
Fui a la imprenta a echarle un vistazo a las galeradas, y quedé encantado. Sería fruto de la impericia del encargado del laboratorio, porque el negocio estaba empezando, pero el caso es que la composición ganaba mucho con el cambio.
La imprenta se llamaba Sorles (Sordos Leoneses) y se acababa de constituir gracias a los programas sociales para la integración laboral de minusválidos, así que la mayoría de los operarios padecían algún tipo de deficiencia auditiva —vamos, que casi ninguno oía nada, lo que no suele representar mucho problema, porque en las imprentas siempre hay un ruido de mil demonios—.
El caso es que mientras charlaba con el jefe de la imprenta y la directora comercial —
Violeta, una rubia de metro ochenta, a lo Loreto Valverde pero en tía buena—, me incomodó que el jefazo saliera cada tres o cuatro minutos del despacho y le pegara la bronca a cualquiera de los quince o veinte empleados que había en el taller. A la tercera aceifa del industrial, que se desgañitaba con dos mujeres de mediana edad que estaban con el manipulado de un catálogo, alzando, plegando y grapando, le pregunté a Violeta qué pasaba.
—Nada, esta gente, que se pasa el día charlando —me contestó con un suspiro.
—¿Y que hay de malo en que hablen? —me pregunté yo en voz alta, seguro de que un poco de conversación entre compañeros sólo podía mejorar el ambiente?
—¿Que qué pasa? ¡Pues que son sordomudos! —repuso Violeta.
—¡Que hablan con las manos! —bramó el jefe, entrando en la oficina— ¡Y su trabajo es manual! ¡O sea, que mientras hablan no pueden trabajar!
Y así me enteré de dos cosas: primero, de que en la imprenta había un sordomudo muy majete, que se pasaba el día contando chistes (y que iba a durar muy poco en la empresa); y segundo, que casi siempre es mejor tener la boca cerrada... y las manos quietas.