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martes, 29 de enero de 2008

Halagos

Hace unos días, alguien que firmaba como "Oligisto" me regaló los oídos en un comentario. En concreto, escribió esto:

(…) los que te conocemos algo, sabemos que en realidad eres muy humilde.


Debo confesar que me quedé estupefacto; sobre todo, porque estoy más acostumbrado a que me tilden de "chulo". Y no es que me importe, pero me mola mucho más lo de "humilde". Vale que la palabra está ya algo demodé —tiene un regusto a catequesis que espanta—, pero el concepto sí que es recuperable.
Cierto que en la adolescencia nos creíamos héroes, en esa jungla urbana de los años ochenta que, en realidad, nunca llegó a existir. Y que luego, en los noventa, era difícil escapar de la vanidad del papel prensa, una fama tan irreal como efímera.
Tuvo que ser la realidad, poco a poco, la que me fue abriendo los ojos: cuánto queda por hacer, cuánto por aprender. Y sobre todo, cuánto que callar. ¿A qué tanto sacar pecho por nada y menos que hagas?
Lástima que yo sea un mal ejemplo, siempre intentando emocionar a un lector desconocido. Y sin querer admitir no ser tan bueno como me creía. Canta Loquillo: «Qué difícil ser humilde cuando uno es tan grande». Claro que él mide dos metros de alto...

Eso sí, Oligisto, que asegura que soy muy modesto "en el fondo" —¿será porque por fuera no se nota?—, me conoce mucho mejor de lo que parece: ha sabido exactamente cómo halagarme. Qué más quisiera yo que ser humilde... en vez de no ser nadie, que es lo que en realidad sucede.

En fin, parafraseando a mi tío Miguel, espero que quede claro que «a humilde no hay quien me gane».

lunes, 21 de enero de 2008

Nuevo número de Qvorvm

Acaba de publicarse en la red el número 3 de la revista Qvorvm, en la que se incluye mi artículo Santander en la web 2.0: Patrimonio bibliográfico y propuestas. Espero que os resulte interesante.

viernes, 18 de enero de 2008

¿Mala idea o mala praxis?

Quien alguna vez ha hecho entrevistas —y también los habituados a leerlas— sabe perfectamente cómo y en qué medida ciertos detalles pueden influir sobre la imagen pública del entrevistado. Cuando las entrevistas son en directo, como en la radio o en la televisión, se dice que el entrevistador le da "cuerda" al entrevistado, para que se "ahorque" él solito. Y es que no es tan sencillo como parece lo de salir airoso de tales trances. Especialmente, si el periodista se empeña.
Por escrito, ya es otra cosa; se puede pensar mejor la pregunta, matizar la respuesta, volver más tarde a ella si se nos ha quedado —o colado— algo… Y luego está la pequeña cortesía del redactor, que cuando transcribe el discurso a texto suele omitir el "ruido": las pausas innecesarias, las muletillas, los "eeeeeh", los "aaaaaaah" y los "mmmmmm" que se escapan en los momentos de duda, las frases inacabadas o las palabras que omitimos por descuido.
A ningún transcriptor mínimamente serio se le ocurriría, por ejemplo, publicar en las respuestas del entrevistado la pronunciación literal del «para», que últimamente es «pa'» hasta en las mejores familias, o la terminación «-ao» en lugar del normativo «-ado».
Más allá de la cortesía, el diario El País —cuanto todavía era "El Pais"— lo recogía en su Manual de Estilo:

SECCIÓN 6: Entrevistas

1.35. Los defectos de dicción o de construcción idiomática de un entrevistado —por tartamudez, por ser extranjero o causa similar— no deben ser reproducidos. Sólo cabe hacerlo en circunstancias muy excepcionales, más que nada como nota de color, pero siempre que no se ponga en ridículo a esa persona. En todo caso, se preferirá hacer mención de este defecto en la entradilla que ha de preceder a toda entrevista, de la manera más breve y respetuosa posible, a la reiterada insistencia en esa falta.

Y es que no hay necesidad de resaltar los defectos de nadie, que para eso ya suelen bastarse uno mismo. Si el entrevistado no tiene muchas luces o es un tipo colérico, seguro que se traslucirá de sus respuestas, sin necesidad de añadir más leña al fuego afeando su gramática. Aparte de que NADIE está libre de deslizar un error de vez en cuando. Ni mucho menos los periodistas.

Hoy leía una entrevista en la prensa —el furor racinguista de estos días me lleva a la sección de deportes— cuando topé con esta lindeza:


Por si no se lee bien: la periodista Julia del Mar pregunta al entrenador del Racing:

Que unas gradas llenas de El Sardinero corearan tu nombre te emocionaría...
Si claro que me emocionó, como a cualquier persona humana le hubiera emocionado

No estoy seguro de la formación que tendrá el entrenador del Racing, y la verdad es que tampoco me importa demasiado. Lo que sí puedo decir es que se expresa con una corrección, una exactitud y una sintaxis que ya querrían para sí muchos redactores de prensa.

Item más: de lo que estoy casi seguro es de que la entrevistadora sí que tendrá una sólida formación, con título de periodismo incluido. Formación que debería servirle para reconocer un pleonasmo y tener el detalle —baratísimo, no cuesta nada— de, si al hombre se le escapado, recortarle el "humana" y dejarlo en "persona" —que normalmente suelen ya ser "humanas", por lo general—.

Y no vamos a empezar a discutir sobre si hay personas humanas o no, lo mismo que físicas y jurídicas: poner en boca de alguien tal palabro equivale a ponerle encima la etiqueta de «ignorante», y no es de recibo. Lo que me gustaría saber es si la puñalada ha sido a mala idea —un «déjalo ahí, que se joda el muy pringao»— o simplemente ha sido porque la periodista pensó que eso sería de que sí. País...

La trampa de Las Caldas



Cuenta un viejo chascarrillo montañés que los frailes de Las Caldas de Besaya, al llegar la cuaresma, se acercaban al manantial de "aquas calidas" y unos se ponían en la cabecera y otros unos metros aguas abajo. Entonces los que estaban en el nacimiento del cauce echaban al agua un chon, y avisaban a voces a los cofrades apostados un poco más allá:

—¡Péscalo, péscalo! ¡Péscalo!

Y así, con ese sencillo ejercicio, conseguían los sufridos dominicos mantener la estricta observancia de la abstinencia carnal, y pasaban la vigilia comiendo pescado. Rigurosamente pescado.

jueves, 17 de enero de 2008

Escritores en el Húmedo, 3. Antonio Toribios

Para ser sincero, debería confesar que nunca me he encontrado con Antonio Toribios en el Húmedo. Pero, como siempre nos hemos visto en algún bar, la cosa cuenta prácticamente como si hubiéramos recorrido juntos la Plaza de las Tiendas, ¿no?
Se podría decir que Antonio es un escritor tardío; al menos, desde mi perspectiva. Cuando él empezó a despuntar ya tenía algunas canas en la barba, y coincidió con mi lamentable retirada de la escena literaria leonesa, a mediados de los años noventa. Más tarde, él comenzó a ganar algunos premios, como el codiciado concurso de relatos del Diario de León, mientras yo me hundía en una espiral de edición y periodismo, que me arrastraría a los más indignos infiernos de la política local. Y él, entre tanto, escribiendo, publicando, disfrutando de la vida... Dios mío, cuánta envidia.
Aún así, tardamos mucho tiempo en conocernos: más de una década. Y eso que compartíamos pasillos en la facultad, páginas en la prensa y hasta algunas amistades, como la de Tino Melcón. Sin embargo, tuvo que más tarde, separados por cientos de kilómetros y a través de la red cuando por fin trabásemos contacto.
Ya hablé hace tiempo de su Almanaque, aventura en forma de blog que está pidiendo a gritos una edición en papel; sin embargo, durante las vacaciones me contó algunos secretos de cocina que resultaron de lo más interesante.
«¿A qué un santoral a estas alturas, cuando ya nadie quiere trascendencia ni sermones?», me preguntaba yo. Y Antonio aplicó toda su paciencia, explicándome que la culpa de todo la tenía uno de los escasos libros que rodaban por su casa. Y «su casa» —y, por extensión, la de todos— es la casa de la infancia. En su casa, de recia tradición ferroviaria, apenas rodaban un par de libros: uno era un manual de procedimiento para los ferrocarriles, y otro una «Vidas de Santos». No sabría decidir cuál era más útil, cuál merecía más el puesto de honor en aquel hogar: uno había servido para alimentar y mantener a la familia —con él preparó el padre su examen de ingreso al Cuerpo de Ferroviarios—, y el otro sirvió para que Antonio aprendiera sus primeras letras y despertara una imaginación desbordante. Dos puntos cardinales, el ferrocarril y la hagiografía, que bastarían para llenar todo un universo literario, para "hacer" un auténtico escritor.
Toribios aún conserva el manual de ferroviario; hace años que lo llevó a un artesano para que le hiciera un traje nuevo, una cuidada encuadernación en piel. El santoral no sé si lo conserva; imagino que no, y de ahí esa idea de crear uno propio. Porque quizás eso sea, precisamente, la esencia de la literatura: recrear lo que no tenemos.
En este almanaque, que tiene forma de blog pero es en realidad un libro de relatos, Antonio escribe para cada día del calendario un cuento con el nombre del santo del día. Aparentemente, sus personajes poco tienen que ver con los santos que les dieron nombre. Pero sólo aparentemente, claro. Y no sólo eso: todo está tan hilvanado, que incluso los actantes de menor entidad están bautizados siguiendo el calendario romano. Personajes que en ocasiones reaparecen, que saltan de unos días a otros, de unos relatos a otros, dando vida a un universo propio en el que todo está relacionado. Buena literatura que nace a partir de lo que nadie hubiera considerado verdadera literatura: hagiografía, propaganda, letras pías...
Antonio, que es tiene el gesto tranquilo y los ademanes pausados, tiene sin embargo una voz llena de vida, y es una animado conversador; a veces se le escapan algunos detalles, como admitir cuánto le cuesta sentarse a escribir. Y que prefiere buscarse obligaciones, escribir con un objetivo, aunque sea un encargo que finalmente no vea la luz; en esos casos, al menos, le queda el texto. Y le resulta gratificante, porque es consciente de que, de otro modo, sin aquel estímulo, ni siquiera lo habría escrito.
Esto me llevó a pensar en las diferentes formas que todos tenemos de enfrentarnos a la escritura, al «acto creativo», que dirá algún pretencioso. Algunos escribimos cuando tenemos una idea, y escribir es plasmarla —con mayor o menor fortuna— en un texto. En cambio otros, como Antonio, primero deciden escribir y luego buscan la idea. Algo que me maravilla y que, además, resulta muy práctico: si yo hubiera tenido ese don, seguramente no me habría pasado diez años sin escribir una línea. Supongo que para eso es imprescindible una combinación de talento y disciplina, y a mí me gusta demasiado deambular, recorrer el casco viejo, entrar en los bares y, sobre todo, conversar con escritores. ¡Ay! Si fuera capaz de aprender algo de Antonio Toribios...

miércoles, 16 de enero de 2008

Los motivos del símbolo

El intenso trabajo, como el de los últimos días, en ocasiones puede resultar reconfortante. Como al encontrar, perdido entre las trescientas páginas de un libro, este pasaje:


«El peregrino que cumplía su ruta hasta Santiago y abrazaba al apóstol podía adquirir una concha o venera […]. En su origen, la vieira, como todos los bivalvos, era símbolo común de los genitales femeninos y se la veía como perpetuadora de la especie humana. No es rara la asociación etimológica de venera con la diosa Venus, a quien estaba dedicada. […] La concha evoca también al mar, y habla de origen, de renacimiento, de retorno y de refugio.»

Joaquín Rubio Tovar, Liébana y letras


Así, cada vez que a alguien se adorna con una metáfora barriobajera, con moluscos de por medio, está en realidad insertando su discurso en la más recia tradición cultural occidental, asumiendo una figura literaria que el propio credo judeocristiano identifica con la propia esencia de la humanidad y del milagro de la vida. Vamos, que donde esté una noble almeja, que se quite un vulgar coño.

Y paso por alto, por engorrosa, aquella ocasión en la que, conversando con Rebeca Yanque, me maravillaba el erotismo de su metáfora «utópicos bivalvos». Menuda chasco al descubrir que los referidos bivalvos no tenían nada que ver con la fauna marina, sino que ella, en realidad, hablaba de corazones.

miércoles, 9 de enero de 2008

Tecnología realmente útil

Vamos a ver, en el fondo, ¿para qué sirve tanto progreso, eh? Mucha tecnología aeroespacial, mucho nanoinvento y mucha cibermandanga, pero lo realmente importante es en qué puede mejorar realmente nuestra vida. Yo —impenitente fan de todos los gadgets— no lo entendía, pero esta mañana un pequeño episodio familiar me lo ha aclarado por completo.
Resulta que andaba yo como cada mañana con la rutina inevitable: minutos más de despertador, cepillo de dientes, espuma de afeitar, cuchilla, champú, gel, albornoz, encender el microondas, desodorante, afterseiv, espuma para el pelo, ropa de calle, leche desnatada y galletas (hoy tocaban marías integrales, y eso quiere decir que hoy había suerte), zapatos, cazadora, llaves, ipod, correa del perro, abrir la puerta y... justo en ese momento cazo al vuelo una conversación madre-hijo, que al parecer se habían despertado un poquito antes.
—Pues te pongas como te pongas tienes que ir al colegio —insistía Pilar, harta de una conversación que se repite hasta la extenuación.
—Pues no me da la gana; ¿por qué tengo que ir? —se defendía Javierín, sin muchas probabilidades de éxito.
—Porque lo manda la ley, ¿no lo sabías? —le atajó su madre, con un argumento inapelable.
—¿Ah, sí? —frenó el pequeño en seco—. Pues que sepas que pienso construir un robot para que vaya al cole por mí.
Yo ya pude quedarme más, porque a mí la ley me ha distinguido también con varias obligaciones ineludibles; la primera de ellas, sacar al perro de casa antes de que ponga perdida la alfombra.
El caso es que luego, de paseo por el parque de Valdenoja, le iba dando vueltas a lo que había dicho mi hijo, eso de hacer un robot que se coma los marrones por ti. Anda que no se las ingenia bien el condenado, lo tiene todo bien calculado. Porque yo, por ejemplo, hoy podría haberme quedado tranquilamente en el catre hasta las once, luego haber desayunado a la inglesa y después me habría escrito un artículo mordaz o medio cuento antológico, o bien me habría rascado a conciencia algunos rincones anatómicos, que tampoco es mala actividad. Y el, mientras tanto, habría sacado al perro en mi lugar, se la habría jugado entre los amabilísimos y generosos conductores santanderinos, y se habría chupado la mañanita funcionarial que me espera.
Total, que está decidido: esta misma tarde voy a hablar con mi hijo, y de paso que fabrica un robot para él, le voy a pedir que haga otro para mí, para que vaya a la oficina y aguante por mí todo lo inaguantable. Y, ojo, que a mí no se me caen los anillos, ¿eh? Si hace falta apretar algún tornillo, pues se aprieta. ¡Estaría bueno!

martes, 8 de enero de 2008

Un viejo poema

Serán las vacaciones, la ansiada inactividad o la monotonía de los rituales, pero en estas fechas siempre acabo revolviendo papeles viejos. Encontré estos versos descartados y mil veces rechazados; exentos, que diría Gamoneda.
Formaban parte de una colección inacabada —o, más bien, apenas comenzada—, una suerte de "libro de libros", en el que cada texto trataba captar la esencia de un tipo de libro o escrito, desde una perspectiva evolutiva de la historia de la escritura.
Este poema, además, me hizo reflexionar sobre mi propia historia, mi infancia y mi forma de afrontar la vida. De paso, ha hecho que estos días haya observado a mi hijo con más detenimiento, fijándome en lo que dice, en cómo lo dice y en lo que poco que, a partir de eso, puedo deducir de su pensamiento.
Van los versos:

SALTERIO


Debajo de mi memoria, junto a lo imaginado en el delirio y las fabulaciones deliberadas, anidan las creencias de la infancia.

En ese lugar donde alguna vez enciendo una lámpara las polillas se han habituado al alcanfor y cada vez que retorno queda menos del abrigo con el que cruzaba el pueblo camino de la escuela, de la boina con la que cubría mi cabeza completamente afeitada.

Todo lo que entonces creía indestructible ha sido dado a la hoguera y yo apenas he sentido un leve calor reconfortante.

De la infancia conservo un lagarto y una lagarta, el aroma de pan reciente y en la frente el aposento de una piedra blanca enamorada de mis primeros pasos.

Debajo de mi memoria hay un baldío de campesino desterrado.

Es ése un lugar desamortizado.

viernes, 4 de enero de 2008

Escritores en el Húmedo, 2. Javier Pérez


Es curioso, pero no siempre se consigue fraguar una amistad al primer intento. A veces, el asunto puede tomar su tiempo, años incluso.
Yo conocí Javier Pérez cuando ni siquiera era Javier Pérez; todos le llamábamos Odín, el pseudónimo con el que firmaba en Campus, revista universitaria en la que coincidimos a principios de los noventa.
¿He dicho ya que entonces no éramos especialmente amigos? Bueno, pues me he quedado corto: en aquel momento éramos uno la antítesis del otro. Él estaba todo el día de cachondeo, pero le gustaban los autores clásicos y circunspectos, y se cascaba unos ripios de cuidado. Yo, en cambio, me tomaba muy en serio mi pose de cultureta, aunque sólo leía a Boris Vian y a Bukowsky, y me daba por firmar artículos campanudos y poemas pretenciosos, de clara advocación gamonedina.
Odín representaba, por así decirlo, el ala conservadora de Campus, y a mí me gustaba pensar que estaba en la renovadora.
Marcelino, que era el director y tenía una concepción muy monárquica de la revista —y de la vida, añadiría—, siempre a vueltas con organizar su sucesión, enseguida tuvo claro que la nuestra sería una combinación perfecta: Javier tenía una clara visión mercantil —no en vano, es economista—, y yo podría centrarme en la parte artística y comunicativa del tinglado. Una idea perfecta que yo, como el perfecto membrillo que siempre he sido, rechacé, con un pie en el estribo del avión que me llevaría a conquistar Europa.
Luego, no volvimos a vernos más que esporádicamente, en algún encuentro casual por las calles de la vieja ciudad, que sirvió para comprobar lo oportuno de mi espantada, porque Campus aún existe. De haberme quedado para comandar la revista, a buen seguro que habría sido más vistosa; de lo que ya no estoy tan seguro es de que aún siguiera publicándose, así que en ese sentido, al menos, debo dar por bueno mi patinazo.
Años, muchos años después, sin revistas ni delfinatos de por medio, volvimos a tratarnos. Y diría que es ahora cuando nos hemos conocido realmente. Él sigue con su tono jocoso, sin parar de reír estruendosamente y fumando una pipa siempre que puede, pero ya no hace ripios sino novelas policíacas. Sigue hablando de Mann y de Forster y de detalles económicos de la República de Weimar, y utiliza un castellano claro y recio; aún habla alto, aunque menos, pero todavía modula la voz para recalcar los guiños y las provocaciones. Se ha pasado quince años escribiendo cada noche, dejándose las pestañas en miles de páginas, y cada hora del día dándole vueltas a relatos, frases y hasta palabras —con la impagable ayuda de Chema, José María Menéndez López— en busca del texto preciso, de la obra redonda. Y así se ha convertido en un escritor de fuste; no en vano, es el autor leonés de nuestra generación con mayor reconocimiento; al menos, el único que publica en una editorial como Planeta y se lleva premios con montones de ceros, como el Azorín.
Javier Pérez —porque ahora se llama así, aunque se me hace raro llamarle "Javi" cuando nos vemos— es también un inquieto activista de la red. Entre otras locuras varias mantiene, que yo sepa, al menos tres blogs (éste, éste y éste) y un buen montón de páginas dedicadas a la literatura. Sobre todo esto hablamos estos días en León, mientras recorríamos el Húmedo.
Arriba y abajo, de bar en bar y de tapa en tapa, Javier me comentaba su visión sobre el fenómeno blog. Y tiene miga la cosa, porque está a medio camino entre la nostalgia y las teorías de la conspiración: antes de los blogs, los internautas acudían a los foros, y allí se producía una gran debate social. Un debate muy fructífero pero, sobre todo, muy libre. Y eso no es bueno para el poder, porque no era "controlable". Los blogs, sin embargo, suponen una atomización de la opinión: todo el mundo opina, pero no importa, porque muy pocos te leen. El resultado es la eliminación de la crítica, o al menos, de su repercusión. Y ahí ve Javier Pérez una "mano negra".
Y más sobre blogs: ¿de verdad está la "firma" en decadencia, como decían en El País hace unos días? Javier —que, como yo, no utiliza pseudónimos— tampoco parece creer que los autores, por más cibermodernos que sean, renuncien al reconocimiento público. «Escribimos para que nos lean, qué cojones, pero para que nos lean a nosotros. Eso fue exactamente lo que dijo —bueno, así más o menos—, antes de que llegásemos a la conclusión de que en la red no sirven los mismos papeles que en las publicaciones impresas, donde el autor es hegemónico y el lector se mantiene en su papel. Hay menos dinamismo, pero el escritor, para qué negarlo, busca un estatus, un reconocimiento que es más evidente en los formatos tradicionales, donde no todo el mundo puede vivir la fantasía de ser escritor, sin necesidad de pasar por ningún tipo de filtro.
Nuestra conversación —cosas de la navidad y los compromisos del momento— quedó ahí, pendiente de un próximo encuentro. Entretanto, os recomiendo la lectura de la primera novela de Javier, «La crin de Damocles», y de la segunda, que aparecerá en breve.

miércoles, 2 de enero de 2008

Escritores en el Húmedo, 1. Bruno Marcos


Tenía un encuentro pendiente con Bruno Marcos. Hace años —décadas, incluso— que nos empeñábamos en postergar una cita que, dadas las circunstancias, era inevitable. Y es que las coincidencias eran demasiadas: misma ciudad, mismas aulas, mismos maestros, mismos vicios...
Tan sólo tres años nos habían separado, aunque esa pueda ser una diferencia suficiente como para habernos convertido en eternos desconocidos.
Durante los años de bachillerato oí hablar de él con insistencia al que fuera mi maestro en las letras, que antes había sido el suyo: Justo Lombraña. Justo era un gran profesor, exigente pero fascinante, capaz de reconvertir a un punk-rocker adolescente —a lo Stray Cats, para ser exactos— en un exaltado aspirante a poeta.
Desde aquella época, el profesor siempre había tratado de ponernos en contacto, aunque infructuosamente. Tuvo que ser la red, y esa manía de algunos por andar enredando, sea entre libros o entre teclas, lo que finalmente nos llevara a conocernos. A conocernos personalmente, por supuesto, porque yo ya hacía tiempo que tenía noticias de la actividad de Bruno Marcos: sus premios, libros, artículos y exposiciones hacen imposible ignorarle, a poco atención que se preste a la actividad cultural leonesa.
Hace algunos meses comencé a leer su blog —uno de ellos, el «Diario de Bruno», porque ha escrito ya varios—, y me resultó tan interesante que no pude reprimir mi incontinencia comentarística. A partir de ahí, alea jacta est, ya todo fue rodado, hasta que hace unos días, finalmente, nos encontramos.
Habíamos quedado frente a la tienda de Jaime Torcida, la Abacería del Condado, sin prever que el ferioso/furioso mercadillo navideño había tomado al asalto el callejón que bordea las viejas murallas del Jardín del Cid. Aún así, pude reconocerle de lejos: era el único peatón que llevaba libros en la mano (más tarde me confesaría que había comprado en un puesto un par de tomos del dietario de un conocido escritor leonés).
Para mi sorpresa, él también me reconoció enseguida —siempre olvido que mi narcisismo me hizo coronar el pórtico de este blog con el lado bueno que, tras muchos esfuerzos, consiguió encontrarme Juan José Cacho— y me tendió una mano inesperadamente cálida. Al principio me pareció algo mayor de lo que esperaba, hasta caer en la cuenta de que quizá yo también resulte, en realidad, mucho más viejo de lo que yo me considero.
También me pareció muy formal. Y normal; al menos, muy normal para ser un escritor y un artista. Debo confesar, eso sí, que me pareció excelente: me gusta la gente corriente; sobre todo, la que hace cosas extraordinarias y procura no darse demasiada importancia. Por ejemplo, Bruno podría pasar por un profesor de dibujo más, aunque, en cuanto nos sentamos en El Cafetín y empezamos a charlar, enseguida fue evidente todo lo que este escritor tiene que decir.
Tocamos muchos asuntos, pero en especial hablamos sobre internet y sus relaciones con la literatura. Yo estaba especialmente interesado por conocer su punto de vista sobre el papel del autor y el valor de la firma en el nuevo contexto del ciberespacio, y él me hizo ver lo positivo de que todo el mundo pudiera acceder a un blog, de esta democratización de la literatura.
Luego me regaló un ejemplar de "Nevermore", un libro que recoge una selección de textos y dibujos aparecidos en su blog homónimo y que le acaba de publicar la Universidad. No confesaré que aquella exquisita edición bien podía hacerme palidecer de envidia... La cuestión es que seguimos hablando de blogs, y de las dificultades de mantener la periodicidad que ha encontrado en su último proyecto, el «Diario de Bruno», un blog que en realidad es un diario del año 2007, para el que se propuso escribir una entrada cada día. Una tarea ciclópea, que acaba de concluir.
Lo más curioso, sin embargo, nos sucedería después, cuando bajamos hasta Pallarés y le presenté a Jaime Torcida, que quería conocerle. Y es que un año antes Bruno había publicado en el Diario de Leónun artículo en el que relataba su odisea por las librerías de viejo de la ciudad, y lo que en ellas había encontrado: libros, revistas, folletos y plaquettes de una generación perdida, la que él llamó "los escritores secretos", todo ello abandonado y vendido como si fuera mercancía de contrabando, en una antigua carnicería abandonada. Incluso habíamos hablado de ello unos minutos antes, tras denostar los esfuerzo de la prensa —y de los propios interesados— por crear una enésima generación literaria. Y resultó que Jaime —que tuvo un oscuro pasado como librero antes de su brillante presente como abacero y proveedor de caldos y embutidos a la sombra del Palacio de los Guzmanes— no sólo conocía aquel artículo que Bruno creía olvidado, sino que además era el propietario original de aquellos libros perdidos, libros escritos por sus amigos e, incluso, editados por él en algún caso.
Fue lo que dio de sí aquella tarde, en la que finalmente conocí a Bruno, y que supongo que será el primero de muchos encuentros entre dos desconocidos condenados a conocerse.

La buena vida

Sí, sí, ya lo sé: menudas vacaciones que me he pegado. Si es que no he escrito ni una línea —aparte de la carta a los Reyes Magos, claro—. Así no se lleva un blog, desde luego; y lo digo anticipando el rapapolvos que me va a echar, sobre todo, el bueno de Jesús Ramos, que me la tendrá guardada. Y es que tiene razón, porque las navidades me las he pasado mano sobre mano, disfrutando de estar a mesa puesta… y no digo "a calzón quitado", primero por las fechas tan "entrañables" en la que estábamos, y segundo porque en León hacía un frío como para quitarse nada.
De escribir nada, pero las navidades han sido muy literarias, eso sí. Prácticamente las he pasado en el rincón más poético del mundo, el único cuyo nombre es una metáfora: el Barrio Húmedo. El reducto de personajes a medio camino entre la realidad y la literatura, como Genarín, y el escenario de las mejores novelas de Luis Mateo y Aparicio. Y no sólo eso, sino que también la compañía ha sido de lo más literario: me he pasado las fiestas entre escritores, hablando de libros y, cómo no, de blogs y de internet.
Así que espero que me disculpéis, no tanto por estos días de silencio —que a buen seguro habréis agradecido—, sino sobre todo por el tostón que os espera en los próximos días, porque pienso contaros mis andanzas por esas calles de malvivir, y lo que en ellas conté y me contaron. Escritores en el Húmedo, se llama la serie. A disfrutar.

Por cierto, para todos aquellos que os habéis interesado por la publicación de mi novela, continúa la espera: me ha escrito el editor para avisarme de que no aparecerá antes del verano. Ya os podéis imaginar lo feliz que me ha hecho la grrrrffiffffññññññññññ noticia.

Nueva publicación

Acaban de entregarme un ejemplar de un libro en el que he colaborado con un texto; se trata de «Si me quieres escribir…», una idea muy original en la que el fotógrafo Daniel Martín ofrece su particular visión del "otro mundo" —con una serie de instantáneas sobre arte y costumbres funerarias en la provincia de León— y algunos escritores "ilustran" con letras las imágenes.
Yo tuve la fortuna de que Vicente de Barrio, el promotor del libro, se acordase de mí y así pude colaborar con un pequeño antipoema, y codearme nada menos que con Gamoneda y Elena Santiago, entre otros.
La excelente edición corrió a cargo de Everest —aunque la pasta la pusieron la Diputación y alguna otra institución— y estuvo al cuidado de Antonio Manilla.
Aquí os dejo mi texto, y la imagen a la que ilustra.




VIDA ETERNA




Yo era como tú,
un miedoso,
siempre pensando: cuando llegue el día
voy a estar horrible
se me ajará el cutis
me quedaré en los huesos
y nadie querrá visitarme.

Y, sin embargo,
desde que estoy muerto,
no he tenido que escribir ningún informe
ya no necesito gafas
no me han vuelto a doler las muelas
nunca suena el teléfono de madrugada
ni tengo que sufrir viendo los telediarios
no llego tarde a ninguna cita
ni llaman pelmazos a mi puerta
para venderme la vida eterna
Ya no hay jefes, ni broncas,
ni multas de aparcamiento,
pero lo que más me satisface
es que, desde que estoy muerto,
me estoy ahorrando una pasta en calefacción

Cierto que me perderé
el ascenso de la Cultural a primera
que ya no me concederán
esa hipoteca a cincuenta años
que las chicas ahora pasan
de largo ante mi nicho
y que no me dejan salir mucho
pero total, hace meses que no me afeito…

Ahora, eso sí,
si alguien pudiera hacerme llegar
una cervecita bien fría y un paquete de Camel
sería el muerto más feliz
de la tierra.