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domingo, 25 de noviembre de 2012

Curueño


Acabo de ver en el blog de Raquel Paraíso una serie de fotos de un mercado —de la plaza, que se dice en León— y resulta que había una foto de un puesto que vendía moras. Y me he quedado inmóvil un rato, con la vista fija en la pantalla, como si fuera Homer Simpson; sólo que, en vez de rosquillas, yo pensaba en moras. «Moras… ¡hmmmm!».
Creo que el refrán dice más o menos así:

La mancha de la mora,
con otra verde se quita.


Y que viene a decir que, si te deja la novia, la olvidas echándote otra. Claro que esto es interpretación mía, y lo mismo es en realidad una versión primitiva de los anuncios de detergente*. Pero bueno, lo que a mí me interesa ahora son las moras. Porque ya es tiempo de moras y este año aún no he probado ninguna.

No sé qué tiene lo de las moras, pero siempre me ha encantado. Será el placer de recorrer el campo, o el regusto atávico de sentirte recolector por un rato, avivando ese primate que todos llevamos dentro. No sé; el caso es que no hay nada mejor que perderte por el campo en septiembre, y volver con una bolsa llena de moras.
A mí me gustan las moras de zarza; las de morera son más espectaculares, tan grandes y cónicas, pero no tienen el mismo sabor que las silvestres. Y no es lo mismo que comerlas con las manos llenas de arañazos, mientras te juegas el tipo por alcanzar esa pieza tan apetitosa, que no alcanzas más que de puntillas, y está custodiada por un centenar de espinas.

De niño solía ir con mi amigo Lorencín en bicicleta hasta Villaobispo, un pueblo pegado a León, y nos pasábamos la tarde en el Camino del Vago, cogiendo moras. Luego nos acercábamos hasta la fábrica de gaseosas, y a veces nos invitaban a alguna. Veinte años después, es mi hijo quien me acompaña; en Astillero cogemos las bicicletas y recorremos una antigua vía de la Feve, reconvertida en paseo campestre, que nos lleva hasta Cabárceno. Son apenas una docena de kilómetros, pero volvemos nuevos. Y cargados de moras. Lástima que este año se nos ha quedado la bicicleta en León.

El lugar del mundo que más asocio con las moras, su hábitat natural, es Santa Colomba. Mi pueblo tan querido y tan odiado. Ir en septiembre a la ribera del Curueño era perderte durante horas recorriendo los caminos, bordeando el canal, yendo a la fuente o al río, adentrándote entre la maleza... lo que sea, pero recogiendo moras.

Sin embargo, hace un par de años que me cuesta encontrarlas. Debe de ser cosa del progreso, no sé, pero últimamente se ha impuesto en el pueblo la moda de arrancar las zarzas. Antes estaban por todos lados; de hecho, había más que tapias. Pero parece que ya no sirven, y han perdido su función ancestral, la servir de linde a los prados y huertas. Y es que claro, donde esté un buen pastor eléctrico**...

Y me fastidia no encontrar moras, porque me quedo sin una de mis especialidades culinarias: el guisote. Ni idea de dónde sale el nombre, pero esta delicia es una especie de ensalada de moras, espesada con miga de pan, que sirve para endulzar las penas de septiembre. Lástima que este año no voy a poder prepararlo. A menos que os animéis alguno a acompañarme al campo, claro.




* Ay, los anuncios de detergente... un día tengo que escribir sobre ellos. ¿Quién ha olvidado a Manuel Luque, el de Camp? Sí, sí, el de «Busque, compare, y si encuentra algo mejor…». El payaso desteñido, el blanco más blanco... Es probable que esa publicidad haya causado daños cerebrales irreversibles a generaciones enteras de españoles, y nadie lo denuncia.
** Lo del pastor eléctrico tiene guasa: es el famoso cable ése que "muerde". Está conectado a una batería, y al tocarlo suelta una descarga eléctrica. Lo usan para las vacas, pero también es efectivo con humanos.




viernes, 18 de enero de 2008

La trampa de Las Caldas



Cuenta un viejo chascarrillo montañés que los frailes de Las Caldas de Besaya, al llegar la cuaresma, se acercaban al manantial de "aquas calidas" y unos se ponían en la cabecera y otros unos metros aguas abajo. Entonces los que estaban en el nacimiento del cauce echaban al agua un chon, y avisaban a voces a los cofrades apostados un poco más allá:

—¡Péscalo, péscalo! ¡Péscalo!

Y así, con ese sencillo ejercicio, conseguían los sufridos dominicos mantener la estricta observancia de la abstinencia carnal, y pasaban la vigilia comiendo pescado. Rigurosamente pescado.

jueves, 17 de enero de 2008

Escritores en el Húmedo, 3. Antonio Toribios

Para ser sincero, debería confesar que nunca me he encontrado con Antonio Toribios en el Húmedo. Pero, como siempre nos hemos visto en algún bar, la cosa cuenta prácticamente como si hubiéramos recorrido juntos la Plaza de las Tiendas, ¿no?
Se podría decir que Antonio es un escritor tardío; al menos, desde mi perspectiva. Cuando él empezó a despuntar ya tenía algunas canas en la barba, y coincidió con mi lamentable retirada de la escena literaria leonesa, a mediados de los años noventa. Más tarde, él comenzó a ganar algunos premios, como el codiciado concurso de relatos del Diario de León, mientras yo me hundía en una espiral de edición y periodismo, que me arrastraría a los más indignos infiernos de la política local. Y él, entre tanto, escribiendo, publicando, disfrutando de la vida... Dios mío, cuánta envidia.
Aún así, tardamos mucho tiempo en conocernos: más de una década. Y eso que compartíamos pasillos en la facultad, páginas en la prensa y hasta algunas amistades, como la de Tino Melcón. Sin embargo, tuvo que más tarde, separados por cientos de kilómetros y a través de la red cuando por fin trabásemos contacto.
Ya hablé hace tiempo de su Almanaque, aventura en forma de blog que está pidiendo a gritos una edición en papel; sin embargo, durante las vacaciones me contó algunos secretos de cocina que resultaron de lo más interesante.
«¿A qué un santoral a estas alturas, cuando ya nadie quiere trascendencia ni sermones?», me preguntaba yo. Y Antonio aplicó toda su paciencia, explicándome que la culpa de todo la tenía uno de los escasos libros que rodaban por su casa. Y «su casa» —y, por extensión, la de todos— es la casa de la infancia. En su casa, de recia tradición ferroviaria, apenas rodaban un par de libros: uno era un manual de procedimiento para los ferrocarriles, y otro una «Vidas de Santos». No sabría decidir cuál era más útil, cuál merecía más el puesto de honor en aquel hogar: uno había servido para alimentar y mantener a la familia —con él preparó el padre su examen de ingreso al Cuerpo de Ferroviarios—, y el otro sirvió para que Antonio aprendiera sus primeras letras y despertara una imaginación desbordante. Dos puntos cardinales, el ferrocarril y la hagiografía, que bastarían para llenar todo un universo literario, para "hacer" un auténtico escritor.
Toribios aún conserva el manual de ferroviario; hace años que lo llevó a un artesano para que le hiciera un traje nuevo, una cuidada encuadernación en piel. El santoral no sé si lo conserva; imagino que no, y de ahí esa idea de crear uno propio. Porque quizás eso sea, precisamente, la esencia de la literatura: recrear lo que no tenemos.
En este almanaque, que tiene forma de blog pero es en realidad un libro de relatos, Antonio escribe para cada día del calendario un cuento con el nombre del santo del día. Aparentemente, sus personajes poco tienen que ver con los santos que les dieron nombre. Pero sólo aparentemente, claro. Y no sólo eso: todo está tan hilvanado, que incluso los actantes de menor entidad están bautizados siguiendo el calendario romano. Personajes que en ocasiones reaparecen, que saltan de unos días a otros, de unos relatos a otros, dando vida a un universo propio en el que todo está relacionado. Buena literatura que nace a partir de lo que nadie hubiera considerado verdadera literatura: hagiografía, propaganda, letras pías...
Antonio, que es tiene el gesto tranquilo y los ademanes pausados, tiene sin embargo una voz llena de vida, y es una animado conversador; a veces se le escapan algunos detalles, como admitir cuánto le cuesta sentarse a escribir. Y que prefiere buscarse obligaciones, escribir con un objetivo, aunque sea un encargo que finalmente no vea la luz; en esos casos, al menos, le queda el texto. Y le resulta gratificante, porque es consciente de que, de otro modo, sin aquel estímulo, ni siquiera lo habría escrito.
Esto me llevó a pensar en las diferentes formas que todos tenemos de enfrentarnos a la escritura, al «acto creativo», que dirá algún pretencioso. Algunos escribimos cuando tenemos una idea, y escribir es plasmarla —con mayor o menor fortuna— en un texto. En cambio otros, como Antonio, primero deciden escribir y luego buscan la idea. Algo que me maravilla y que, además, resulta muy práctico: si yo hubiera tenido ese don, seguramente no me habría pasado diez años sin escribir una línea. Supongo que para eso es imprescindible una combinación de talento y disciplina, y a mí me gusta demasiado deambular, recorrer el casco viejo, entrar en los bares y, sobre todo, conversar con escritores. ¡Ay! Si fuera capaz de aprender algo de Antonio Toribios...

miércoles, 2 de enero de 2008

Escritores en el Húmedo, 1. Bruno Marcos


Tenía un encuentro pendiente con Bruno Marcos. Hace años —décadas, incluso— que nos empeñábamos en postergar una cita que, dadas las circunstancias, era inevitable. Y es que las coincidencias eran demasiadas: misma ciudad, mismas aulas, mismos maestros, mismos vicios...
Tan sólo tres años nos habían separado, aunque esa pueda ser una diferencia suficiente como para habernos convertido en eternos desconocidos.
Durante los años de bachillerato oí hablar de él con insistencia al que fuera mi maestro en las letras, que antes había sido el suyo: Justo Lombraña. Justo era un gran profesor, exigente pero fascinante, capaz de reconvertir a un punk-rocker adolescente —a lo Stray Cats, para ser exactos— en un exaltado aspirante a poeta.
Desde aquella época, el profesor siempre había tratado de ponernos en contacto, aunque infructuosamente. Tuvo que ser la red, y esa manía de algunos por andar enredando, sea entre libros o entre teclas, lo que finalmente nos llevara a conocernos. A conocernos personalmente, por supuesto, porque yo ya hacía tiempo que tenía noticias de la actividad de Bruno Marcos: sus premios, libros, artículos y exposiciones hacen imposible ignorarle, a poco atención que se preste a la actividad cultural leonesa.
Hace algunos meses comencé a leer su blog —uno de ellos, el «Diario de Bruno», porque ha escrito ya varios—, y me resultó tan interesante que no pude reprimir mi incontinencia comentarística. A partir de ahí, alea jacta est, ya todo fue rodado, hasta que hace unos días, finalmente, nos encontramos.
Habíamos quedado frente a la tienda de Jaime Torcida, la Abacería del Condado, sin prever que el ferioso/furioso mercadillo navideño había tomado al asalto el callejón que bordea las viejas murallas del Jardín del Cid. Aún así, pude reconocerle de lejos: era el único peatón que llevaba libros en la mano (más tarde me confesaría que había comprado en un puesto un par de tomos del dietario de un conocido escritor leonés).
Para mi sorpresa, él también me reconoció enseguida —siempre olvido que mi narcisismo me hizo coronar el pórtico de este blog con el lado bueno que, tras muchos esfuerzos, consiguió encontrarme Juan José Cacho— y me tendió una mano inesperadamente cálida. Al principio me pareció algo mayor de lo que esperaba, hasta caer en la cuenta de que quizá yo también resulte, en realidad, mucho más viejo de lo que yo me considero.
También me pareció muy formal. Y normal; al menos, muy normal para ser un escritor y un artista. Debo confesar, eso sí, que me pareció excelente: me gusta la gente corriente; sobre todo, la que hace cosas extraordinarias y procura no darse demasiada importancia. Por ejemplo, Bruno podría pasar por un profesor de dibujo más, aunque, en cuanto nos sentamos en El Cafetín y empezamos a charlar, enseguida fue evidente todo lo que este escritor tiene que decir.
Tocamos muchos asuntos, pero en especial hablamos sobre internet y sus relaciones con la literatura. Yo estaba especialmente interesado por conocer su punto de vista sobre el papel del autor y el valor de la firma en el nuevo contexto del ciberespacio, y él me hizo ver lo positivo de que todo el mundo pudiera acceder a un blog, de esta democratización de la literatura.
Luego me regaló un ejemplar de "Nevermore", un libro que recoge una selección de textos y dibujos aparecidos en su blog homónimo y que le acaba de publicar la Universidad. No confesaré que aquella exquisita edición bien podía hacerme palidecer de envidia... La cuestión es que seguimos hablando de blogs, y de las dificultades de mantener la periodicidad que ha encontrado en su último proyecto, el «Diario de Bruno», un blog que en realidad es un diario del año 2007, para el que se propuso escribir una entrada cada día. Una tarea ciclópea, que acaba de concluir.
Lo más curioso, sin embargo, nos sucedería después, cuando bajamos hasta Pallarés y le presenté a Jaime Torcida, que quería conocerle. Y es que un año antes Bruno había publicado en el Diario de Leónun artículo en el que relataba su odisea por las librerías de viejo de la ciudad, y lo que en ellas había encontrado: libros, revistas, folletos y plaquettes de una generación perdida, la que él llamó "los escritores secretos", todo ello abandonado y vendido como si fuera mercancía de contrabando, en una antigua carnicería abandonada. Incluso habíamos hablado de ello unos minutos antes, tras denostar los esfuerzo de la prensa —y de los propios interesados— por crear una enésima generación literaria. Y resultó que Jaime —que tuvo un oscuro pasado como librero antes de su brillante presente como abacero y proveedor de caldos y embutidos a la sombra del Palacio de los Guzmanes— no sólo conocía aquel artículo que Bruno creía olvidado, sino que además era el propietario original de aquellos libros perdidos, libros escritos por sus amigos e, incluso, editados por él en algún caso.
Fue lo que dio de sí aquella tarde, en la que finalmente conocí a Bruno, y que supongo que será el primero de muchos encuentros entre dos desconocidos condenados a conocerse.

La buena vida

Sí, sí, ya lo sé: menudas vacaciones que me he pegado. Si es que no he escrito ni una línea —aparte de la carta a los Reyes Magos, claro—. Así no se lleva un blog, desde luego; y lo digo anticipando el rapapolvos que me va a echar, sobre todo, el bueno de Jesús Ramos, que me la tendrá guardada. Y es que tiene razón, porque las navidades me las he pasado mano sobre mano, disfrutando de estar a mesa puesta… y no digo "a calzón quitado", primero por las fechas tan "entrañables" en la que estábamos, y segundo porque en León hacía un frío como para quitarse nada.
De escribir nada, pero las navidades han sido muy literarias, eso sí. Prácticamente las he pasado en el rincón más poético del mundo, el único cuyo nombre es una metáfora: el Barrio Húmedo. El reducto de personajes a medio camino entre la realidad y la literatura, como Genarín, y el escenario de las mejores novelas de Luis Mateo y Aparicio. Y no sólo eso, sino que también la compañía ha sido de lo más literario: me he pasado las fiestas entre escritores, hablando de libros y, cómo no, de blogs y de internet.
Así que espero que me disculpéis, no tanto por estos días de silencio —que a buen seguro habréis agradecido—, sino sobre todo por el tostón que os espera en los próximos días, porque pienso contaros mis andanzas por esas calles de malvivir, y lo que en ellas conté y me contaron. Escritores en el Húmedo, se llama la serie. A disfrutar.

Por cierto, para todos aquellos que os habéis interesado por la publicación de mi novela, continúa la espera: me ha escrito el editor para avisarme de que no aparecerá antes del verano. Ya os podéis imaginar lo feliz que me ha hecho la grrrrffiffffññññññññññ noticia.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Ni quito ni pongo rey


El sábado me crucé por los pasillos de la Facultad de Económicas con un grupo de policías. Y ahora me doy cuenta de que, si esto lo estuviese escribiendo en los años setenta, para empezar los agentes vestirían de gris y la escena significaría que alguien se iba a llevar unos cuantos palos. Pero no: los polis iban de azul marino y, aunque me miraron con ojos escrutadores, nadie hizo ademán de sacar la porra; bastante tenían con las maletas que custodiaban.
Lo que pasaba es que este fin de semana había una oposición en la que se disputaban unas cuantas plazas de subalterno. El hecho no tendría nada de particular, de no ser porque, al final, un ejemplar del examen cayó en mis manos. Y, curiosamente, resultó de lo más interesante.
En general, era una prueba normalita, tipo test. Algo puñetera, sí, pero como todas. Lo curioso estaba en la página 2. Esta misma:



¿Qué escritor cántabro ganó el Planeta? ¿Qué flora singular es propia de Castro Urdiales? ¿Cuál es el parque de Oyambre? ¿Qué director cántabro ganó un Goya en 2006? ¿Dónde nace tal río de Cantabria? ¿Dónde nació este personaje de Cantabria? Cantabria, Cantabria, Cantabria...
Cultura general, sí. Que si el marino Bonifaz y el retablo de Limpias. Claro. Y hay más: ¿dónde está la Escuela Cántabra de Remo? ¿En qué calle está el Juzgado de lo penal número 1 de Santander? ¿Y la Dirección General de Justicia? ¿Y la Seguridad Social? Datos, obviamente, fundamentales para que un subalterno subalterne correctamente en su puesto de trabajo.
¿Por qué estas preguntas "locales"? No seré yo quien lo diga, que algo adelantó ya en el siglo XIV Beltrán Dugesclín:

Ni quito ni pongo rey,
pero ayudo a mi señor.


En el fondo, tampoco hay tanta diferencia entre estas artimañas y otro recurso igualmente legal: el requisito de las lenguas cooficiales. Y es que es una queja recurrente de los opositores, en especial en las zonas limítrofes a las bilingües: ¿Por qué yo no puedo opositar en Cataluña y un catalán sí que puede opositar aquí? Lo mismo sucede con vascos y gallegos, que imponen unas barreras lingüísticas —muy legales, muy legítimas y muy lógicas, sí, pero barreras al fin y al cabo— que lo que impiden es que los demás españoles accedan al empleo público en igualdad de condiciones.
Como contrapartida, en otros lares utilizan el también legal, legítimo y lógico recurso de preparar un temario digamos que "casero": dulcificado para los locales e inaudito para los foráneos.

Y el caso es que a mí todo esto me hizo recordar lo que me sucedió hace muchos años durante las fiestas de un pueblín de León, Barrientos. Yo tendría diez u once años, y toda la familia fuimos a visitar a Don Fidel, un antiguo profesor de mi padre. La escena es típica de los primeros años ochenta: un pueblo pequeño, de no más de trescientos habitantes —los estragos del éxodo rural aún no habían acabado con todos los niños—, orquesta pachanguera y comisión de festejos con vocación cultural. Pues eso, son los ochenta: empacho de comisiones, cultura... y pachanga; es lo que tiene estrenar la democracia—.
Entonces la comisión de fiestas decidió que, aparte de la gymkana, el partido de solteros contra casados y la carrera de sacos, estaría bien hacer algo "cultural" de verdad. Y organizaron un concurso de preguntas y respuestas, aunque no lo llamaron "trivial" porque todavía no lo habían inventado. Y, como yo andaba por allí, también me invitaron a participar.
Yo, la verdad, estuve algo reticente; ya tenía la experiencia escolar suficiente para entender que no siempre es bueno ser el más listo, ni siquiera que parezca que "sabes". Además, lo que yo quería era jugar al fútbol. Pero el tal Don Fidel insistió, y al final acabé participando. Al menos, el premio era suculento: un lomo y un queso.
Jugamos ocho críos, en tres rondas eliminatorias: contestaba el que primero levantase la mano, y el que antes acertase dos respuestas ganaba. Empezó la cosa con geografía: afluentes del Ebro y las provincias de la Región de León —que aún recuerdo de carrerilla: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia... qué tiempos aquellos— y, en la siguiente ronda, historia: el año de la invasión musulmana de la Península Ibérica y cuál había sido el primer rey de León. Yo pasé las dos primeras rondas sin problemas, y en la final me esperaba un chavalín de mi edad, que me miraba con cara de mosqueo. Sin embargo, el tío de la comisión que se encargaba de las preguntas me miraba con una sonrisilla maliciosa.
La primera pregunta me dejó descolocado: «¿De qué estilo arquitectónico es la iglesia vieja?». Y el otro crío levantó el brazo a la velocidad del rayo, y exclamó: «¡Románico!».
Inmediatamente llegó la siguiente pregunta: «¿Cuál es el patrono del pueblo?». Casi sin pensar, alcé el brazo y gané el turno. Ni idea de cuál podría ser el patrono, pero llevaba toda la tarde oyendo hablar de matanzas, así que, tímidamente, dije: «¿San Martín?».
Al de la comisión la cosa no le gustó demasiado, y se le torció el gesto mientras mis hermanos daban brincos y mis padres me animaban. Entonces se acercaron dos miembros más de la comisión, cambiaron un par de palabras entre susurros, y el tipo volvió a mirarme con una sonrisa de medio lado: «¿Cuántos perros tiene el tío Pachón?», preguntó, triunfante. Yo levanté la mano y, a voleo, dije "Tres". Pero no. El otro crío, que ya no me miraba mosqueado, sino como si yo fuera el tonto más tonto del mundo, dio la respuesta correcta: «Ninguno; ¡si Pachón le tiene manía a los perros!».
Total, que me fui sin el lomo y sin el queso, y con el orgullo más que herido. Casi igual que si hubiera hecho una oposición y la hubiera perdido por no saber que los cántabros pronuncian "por ay" en vez de "por ahí", o me hubieran descalificado por

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Inglés macarrónico



En la primavera de 1990 tuve la buena fortuna de ser seleccionado en un programa de intercambio lingüístico, y pasé seis semanas en un auténtico colegio inglés, "The Oratory School", en Woodcote, muy cerca de Reading, en plena campiña inglesa.
Lo más curioso de mi estancia fue que —aparte de demostrar que un nefasto interior diestro en España puede convertirse en un auténtico estilista del regate en Inglaterra—, a pesar de que asistía a una "escuela de oratoria", sobre todo aprendí a machacar el inglés, pronunciándolo a la española, tal y como se escribe.
Menos mal que, ni aquello era realmente una escuela de oratoria ni lo de la fonética castiza fue para tanto. Los "oratorians" son, en realidad, clérigos católicos —la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, fundada en Roma en el siglo XVI—, y el colegio era un internado masculino con siglo y medio de historia y costumbres extravagantes. Por ejemplo, había determinados caminos dentro del recinto que sólo podían pisar los alumnos de los últimos cursos; o más extraño aún: se podía hacer en el colegio el servicio militar, y de vez en cuando veías pasar a críos con uniforme de camuflaje, casco y fusil, de camino a los terrenos de entrenamiento, que era una colina cercana, un poco más allá del hermoso campo de golf de la escuela. Había que vestir uniforme: traje oscuro y corbata a rayas. Tenían capitán del colegio, equipo de cricket y hasta un estudio de arte; incluso un comedor en el que servían la consabida bazofia inglesa, con patatas cocidas sin pelar y gelatina de postre; vamos, que sólo faltaba el cuarto de tortura para que hubiera sido el prototipo de colegio británico que todos tenemos en mente.
La escuela, por supuesto, era "de élite"; al menos, eso decían las tasas: kilo y medio de matrícula, y tres más por la estancia y manutención —por esas patatas con monda y la gelatina de colorines, en concreto—. A mí me tocó compartir cuarto con un libanés, aunque enseguida localicé a dos pillos con los que compartir correrías: los españoles, claro. La verdad es que sólo recuerdo los apellidos, aunque aún debo guardar alguna foto por casa. Fuster era mallorquín, vivía en Cascais y su familia tenía una galería de arte. El otro se apellidaba Hormaechea y era de Santander. Su padre era político, al parecer un pez muy gordo. Con ellos pasé una temporada estupenda, incluyendo una aventura en Londres, en un concierto de los Beasty Boys en el que éramos los únicos blancos entre unos tres mil asistentes al concierto de los raperos. Recuerdo que lo primero que me dijo Fuster al verme fue:
—Tú eres el español —así, con mucha seguridad.
—¿Tanto se me nota? —quise saber yo.
—Coño, si es que estás moreno.
Yo entonces no me daba ni cuenta, pero era mayo y, aunque nunca he sido especialmente cetrino, la diferencia era enorme: ellos estaban pálidos como cadáveres. Como cadáveres ingleses, para ser más concretos. Porque allí en Reading no había sol; el cielo lucía distintos tonos de gris y cada tarde, con puntualidad británica, llovía durante una media hora. Esto ocurría —como no— hacia las cinco, lo que me llevó a deducir que la costumbre del té resultaba, en realidad, muy práctica.
Lo de "machacar el inglés" a que antes me refería era una diversión de aquellos compinches. Resulta que los domingo, como buen internado católico, había misa. Y de asistencia obligatoria, por supuesto. En un banco se juntaban los españoles de los diferentes cursos, apenas media docena, y armados del libro de salmos se dedicaban a recitar todo lo recitable, pero leyendo el texto inglés como si fuera castellano, tal cual estaba escrito: [me] y no [mi:], [i] y no [ai], [you] y no [iu]. Un pasatiempo inocente, claro.
Y es que eso del inglés macarrónico, chapurreado, está muy extendido; ¿quién dice ['imeil] pudiendo pronunciar [e'mail]? ¿Para qué llamar al iPod "aipod"? Y eso, sin llegar a los extremos de la generación de mi padre, que decía sin rubor "Jon Baine" para referirse al famoso cowboy de la gran pantalla. O al del servicio técnico de mi mac, que de vez en cuando me dice que me va a instalar unos "plujins" para el inDesing. Yo mismo, sin ir más lejos, me pasé unos cuantos años maquetando con el Aldus "Pajemaquer", y sin efectos secundarios.
¿Por qué todo este destrozo fonético? En primer lugar, porque mola: es muy divertido. Al castellanizar los términos ingleses los hacemos más cercanos, más propios y, de paso, los desacralizamos.
Pero existen también otros motivos para alterar voluntariamente la pronunciación de Oxford. Supongamos que tú conoces la palabra, pero no sabes cómo se pronuncia; ¿por qué tiene el del servicio técnico de Apple que saber que plugin se pronuncia en realidad ['plagin]? Lo que, dicho sea de paso, yo tampoco sabía hasta hace un par de días. Pues se tira de la costumbre patria, y se lee tal cual se escribe; así mismo lo hicieron los rockeros Cardiacos en su "Gran vía", cuando dicen «Encerrado en el undergrún / esperando a que vengas tú». Y ahí los tienes, con rima asonante y todo.
Y es que, como desveló García Márquez en sus crónicas periodísticas de juventud, toda Europa habla castellano. Lo que pasa es que los portugueses lo hablan con la boca cerrada, los franceses estirando mucho los labios y los italianos cantando. En cambio, los nórdicos hablan un español muy malo, que a duras penas se entiende; de ahí que nos haga falta castellanizarlo un poco.
Y vaya si lo hemos hecho: si hasta nos hemos inventado nuestros propios anglicismos. Llamamos yonkis a los junkies y yankis a los [jenki:s]. Decimos "footing" —o fútin— para lo que los ingleses dicen "jogging", y hasta tenemos el morro de chotearnos diciendo "puenting", "tumbing" o "sillón-ball".
¿Qué hay en el trasfondo de todo esto, entonces? Pues nuestra poca predisposición a los idiomas extranjeros. Y eso sin hablar de los propios, que a ver quién es el guapo que se atreve con las lenguas co-oficiales. Al final, corriendo los años, acabaremos teniendo que arbitrar una lingua franca que posibilite el comercio interno o, al menos, el comprar tabaco en un estanco de otra comunidad autónoma. A que, al final, acabamos adoptando el globish como lengua oficial ibérica? ¿Que no? Pues al tiempo.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Mustafá, el kurdo


No recuerdo su apellido, pero se llamaba Mustafá. O, al menos, así se hacía llamar, porque en cuanto intimamos me enseñó sus papeles y me aseguró, con sonrisa burlona, que eran falsos.
Esto sucedió en otoño de 1994, en Colonia. Yo ejercía de squatter en el diminuto estudio de mi hermana Alicia, en un trimestre sabático planeado para aprender el alemán.
Las mañanas las pasaba en «alta mar» —o Alter Markt, la plaza vieja, como se empeñaban en decir los doiches—, en una academia de idiomas en la que compartía aula con un variopinto grupo de extranjeros: una italiana, un polaco, dos franceses, dos coreanos, una boliviana et moi. Y Mustafá, claro.
Mustafá era un muchacho kurdo; oficialmente tenía diecisiete años, aunque él mismo me confesó que era algo mayor. Acababa de llegar a Alemania y estrenar su estatus de refugiado. Vivía al sur de la ciudad, no sé si en Porz o en Kalk, en una vivienda social que pagaba el estado, que también le obsequiaba cada mes con un aceptable subsidio, de unos 600 marcos; no tenía derecho a trabajar, aunque eso no le preocupaba demasiado. Su única obligación era asistir a las clases, lo que debía atestiguar cada mañana Frau Patschke, la profesora.
A la tal Frau no le hacía mucha gracia el chico; se le notaba enseguida, porque se le helaba el gesto y le subía a la cara una mueca de desagrado en cuanto el kurdo empezaba a alborotar la clase, empeñado en hacerse entender con su media lengua y su alemán chapurreado, que hablaba demasiado deprisa y con un acento imposible, sin preocuparse por las declinaciones, los artículos y las preposiciones; ni conjugaba siquiera, así que hablaba, básicamente, como los indios de las películas.
Algún extraño imán hizo que el bueno de Mustafá viniera enseguida a mi lado. Se sentaba conmigo, me hablaba mientras la profesora explicaba, me contaba chistes, guiñaba el ojo y soltaba picardías cada poco; yo no le entendía prácticamente nada, pero me divertía mucho. Tanto, que mi rudimentario alemán de aquellos días debía de tener un marcado acento de Oriente Medio.
Después de clase, íbamos a comer por ahí, y mientras devoraba hamburguesas y tomaba cerveza, me explicaba que los kurdos no eran musulmanes, que eran un pueblo sin religión y sin estado. Yo quise saber qué hacía en Alemania, y él enseguida levantó el puño y lo explicó todo: PKK. ¿Pekaqué? Bueno, pues resultó ser el Partido Comunista del Kurdistán. Algo me quiso decir sobre la guerra, que si él había o no había hecho, Luego me mostró sus papeles y me contó que aquella no era su edad, pero que los alemanes sólo acogían a menores de edad, y había tenido que falsificar su documentación. Después intentó hacerme creer que había entrado en combate, que había disparado, que era un feroz soldado buscado por el ejército enemigo.
Supongo que me tomaba el pelo, aquel chaval de apenas diecinueve años y una energía desbordante; me lo pasaba mucho mejor cuando me hablaba de sus novias alemanas, y quería que le acompañase a las discotecas de la periferia, donde era un auténtico oriental lover. Y algo de cierto debía de haber en todo aquello, porque hasta me traía fotos de sus conquistas teutonas; solían ser rubias descomunales, más altas que él y con línea de nadadora algo abandonada; no eran, eso sí, demasiado sofisticadas, sino más bien del tipo molinera, y al gusto de Rubens.
A finales de noviembre terminó el curso y ya no volví a ver a Mustafá; imagino que le iría bien, cobijado por el aparato social alemán. Sin embargo, meses, muchos meses más tarde, al regresar a casa había un gran tumulto en Rudolfplazt. A un lado de la plaza, nos cuantos jóvenes con bigote enarbolaban pancartas a favor de la independencia del Kurdistán, y coreaban consignas incomprensibles. Al otro, un pelotón de antidisturbios avanzaba porra en ristre, detrás de sus escudos. Desde el tranvía pude ver el comienzo de la refriega, cómo eran los propios kurdos los que envestían a la policía, que respondía sin miramientos. Entre la muchedumbre no pude distinguir a Mustafá, pero deseé con todas mis fuerzas que aquella tarde la estuviera pasando en una de aquellas discotecas de los suburbios, persiguiendo a rubicundas molineras en busca de un poco de magia oriental. Y todavía lo deseo.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Pachi y el KGB

Se llamaba Pachi, o al menos así le llamaba todo el mundo. Pachi Garay, eso decía su tarjeta de visita. Y con che, porque entonces aún no se estilaba lo de la "tx".

Era amigo —o conocido, o arrimado, o lo que fuera— de mi tío Jose; era uno de los tipos más singulares que pululaban por su casa, a mediados de los años ochenta. A primera vista, parecía un rocker: patillas a pico, completamente arrabaleras; chupa de cuero negro con el forro rojo asomando por los puños, y una especie de tupé engominado. Luego, si te fijabas más, había algunas notas discordantes: pañuelos raros al cuello, chalecos chillones y exceso de pulseras y anillaje; en cualquier caso, demasiado recargado para un rocker, más dados, si se puede decir así, a la sobriedad —dentro de su exagerada parafernalia—.

Porque Pachi, a pesar de las pintas, no era rocker. Le iba una movida rara, que yo en aquella época veía inexplicable: el tango. Y eso que el menda nunca había pisado Argentina, ni le unía nada con ella. Vamos, que ni una triste novieta porteña había tenido. Me pareció entonces la más singular tribu urbana que pudiera existir: los tangueros. Singular, porque sólo tenía un miembro. Poco después llegarían los discos de Malevaje, con su [baja] pasión por el arroyo y los filos de navaja, y mi imagen de Pachi perdió parte de su originalidad, aunque ganó un contexto.

Al tal Pachi le gustaba Gardel y esa música desgarrada, en blanco y negro, pero era un pájaro más de los ochenta: vivía de noche, no trabajaba, no estudiaba... Tendría unos veintipocos, pero estaba tan delgado, con los pómulos afilados como una modelo anoréxica, que parecía mayor. Al parecer, había engañado a algunos conocidos, y le habían puesto entre las manos un goloso juguete: un pub en el centro.

Estaba en Conde Guillén, frente al Tizas —la disco pija de la época—, y había heredado el nombre de KGB. Había sido un local sofisticado, para progres y culturetas, siguiendo la moda del momento de los guiños pro-soviéticos: Tovarich, CCCP, Berlín... eran nombres de algunos bares enrrollaos de primeros de los ochenta.

Pachi decidió reconvertir el KGB en un bar de rockers; pinchando rockabilly e invitando a algunos macarras espectaculares pensó que iba a llenar el KGB de moteros y marilynes. Yo me colé alguna vez —aún no tenía edad ni para pisar por allí— y me dejaba pinchar un rato. Era la primera vez que me acerqué a una mesa de mezclas y, la verdad, no fue para tanto: nunca me ha vuelto a apetecer ser pincha —o diyei, que dicen ahora los enteraos—.

A mí entonces me parecía un mundo fascinante, entre botellas de Four Roses, canciones de Robert Gordon y chicas alocadas con ligas debajo de las faldas de vuelo. Todo tan estrambótico como la tarjeta que me había dado Pachi, y que me franqueaba la entrada al local: era de ante —una buena imitación, por cierto— de color marrón, con las letras en oro, como si las hubieran marcado a fuego.

Y un día, todo terminó. Las puertas del KGB no volvieron a abrir, precintadas por un triste folio con membretes judiciales. Y Pachi desapareció. No supimos nada más de él, excepto aquellos rumores que corrían por todo León: que si se había asociado con un mafioso llamado Valentín y se la había jugado con la caja; que si su afición a ciertas sustancias ilegales le había jugado una mala pasada; que si debía dinero a todo el mundo y había puesto tierra de por medio... Hubo muchas hipótesis, pero una sola evidencia: que nadie volvió a verle el pelo.


Años, muchos años después, encontré en casa de mi tío una postal de Pachi. Ni palabra de los motivos de su desaparición, aunque mi tío me contó que debía de haber un poco de todo. Lo único seguro es que vivía en Escocia, había acabado la universidad, se había casado —o, más bien, había dado un braguetazo— y ahora era un tipo respetable, un profesor, sin patillas ni pómulos de yonki. Nada que ver con aquel chaval, al que me gustaría encontrar un día y que me contase qué ocurrió en realidad, mientras nos destrozamos el hígado y de fondo suenan los tangos más viejos y más triste.

jueves, 25 de octubre de 2007

Un pequeño recuerdo para Graciano


Corazón de piedra: así somos los hombres. O al menos eso nos gusta pensar. Los sentimentalismos, la ternura y otras debilidades... están fuera de lugar. No sé a qué se debe, pero es así.
Yo mismo, sin ir más lejos, llevo años postergando un duelo. No, no; que nadie se alarme, que no va a correr la sangre. Un duelo sin pistolas ni padrinos, aunque igual de trágico: el duelo por un difunto.
Pero vayamos por partes: resulta que a mi tío Carlos acaban de hacerle abuelo —cosas de mi primo Carlitos, que vete tú a saber qué habrá estado haciendo—. Ayer le llamé para felicitarle y estuvimos conversando un rato sobre la edad, la felicidad y, sobre todo, su nueva condición.
Si fuera un escritor romántico, ahora explicaría que uno de los amores más puros que existen es el que existe entre abuelos y nietos. Los abuelos, cuando abrazan a sus nietos, se están abrazando a la vida. Son conscientes de que unen dos extremos de una misma trayectoria, y esa perspectiva les nubla la vista tanto como el azúcar de los medicamentos. Los nietos, en cambio, desconocen todo esto; generalmente ni se fijan en la gente mayor, pero adoran a sus abuelos. Luego, poco a poco, van entendiendo lo que es la familia y, con ese conservadurismo tan característico de la infancia, les quieren todavía más.
Y, si no sonase un poco raro, confesaría que el hombre de mi vida —con permiso de mi hijo— fue mi abuelo Graciano. Con total sinceridad, no sé si he llegado a querer a alguien tanto como a él. Y no sé explicar por qué. Yo ya le conocí mayor —me llevaba sesenta y tres años—, pero cuando llegué a la adolescencia comenzó a hacerse evidente que guardábamos un gran parecido: la misma estructura ósea, la misma mirada... Él era más alto y más fornido pero compartíamos, sobre todo, un carácter muy similar.
En la foto de arriba, tan difuminada por el tiempo, aparece mi abuelo cuando tenía dieciocho años y le habían llamado a filas. Yo ya no soy así, pero una vez tuve también dieciocho años y tuve que hacer el servicio militar. Entonces mi abuela abrió una lata antigua, de ésas en las que las familias de la postguerra guardan su memoria, y me dio una fotografía de grupo. «A ver a quién encuentras», me dijo. Y yo, por un momento, creí verme a mí mismo: el pelo, las entradas, las orejas, los pómulos; hasta el gesto bobo de coger la borla de la gorra. Ese fue un instante mágico que nunca podré olvidar.
Mi relación con mis abuelos, para un niño urbano de los setenta, muy estrecha. Todas las semanas nos veíamos, y en verano pasábamos unos días en el viejo valle del Curueño. Allí mi abuelo iba al balneario de Nocedo, donde trataba de compensar a sus maltrechos huesos por las calamidades sufridas en su infancia, cuando pescaba truchas de madrugada para venderlas en León a mediodía. Y luego recorría el monte, buscando té de peña. Algún domingo subíamos hasta Vegarada, para recoger arándanos, y de paso poner un pie en León y otro en Asturias. Y luego íbamos hasta el viejo huerto del bisabuelo, en Santa Colomba, donde años después mi padre construiría una casa.
Graciano era un hombre muy serio. Al menos, en apariencia. Muy sereno y muy recto, casi diría que estricto. Luego tenía un humor muy sagaz, y con los nietos se derretía, pero a primera vista parecía extremadamente frío. Y yo no sé por qué, pero siempre quise ser como él.
Luego, me hice más mayor y nuestra relación se estrechó: iba a visitarles, pasaba la tarde con él batiendo el café —una técnica muy curiosa para sacar espuma— y jugando a las cartas, y escuchando historias que, como todos los abuelos, contaba una y otra vez.
De aquellas historias nació, supongo, mi vocación de escritor. Y de una de ellas, mi novela: es la historia de su hermano pequeño. Cierto que no es ya como él la contaba pero, ¿qué importa? Tampoco la realidad se parecía tanto a su historia.
Después llegaría la larga enfermedad de mi abuela y él se convirtió en su enfermero particular, hasta que cayó extenuado. Tres años sin apenas dormir, al pie de una convaleciente a la que debía atender, alimentar, levantar y que sólo admitía su compañía. Fue demasiado.
En enero de 1999 tomé una foto de mis abuelos con mi hijo recién nacido. Unos días después, mi abuelo enfermó gravemente. Lo que empezó como un simple catarro se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos. Él era de otra pasta, claro, y tardó cuatro días en morir. Su cuerpo ofreció una extraordinaria resistencia, pero toda su fortaleza no pudo hacer nada: estaba ya vacío, completamente agotado. El médico llegó a decir que parecía que ya no quisiera seguir luchando.
No puedo recordar la última vez que lo vi sin lágrimas en los ojos. Aquel gigante derrumbado, que se arrancaba los cables, semiinconsciente… Yo le estaba diciendo algo, no recuerdo qué, y le cogía la mano. Y de pronto abrió los ojos y me apretó la mano. No sé qué pudo pensar, qué sintió.
Desde entonces pienso mucho en él, y creo que aún no he superado mi duelo. Si estoy más de tres segundos recordándole, rompo a llorar. Han pasado más ocho años, y aún me sucede muy a menudo. Y lo curioso es que no me importa, porque me hace comprobar que no tengo el corazón de piedra.

lunes, 22 de octubre de 2007

Cazadores de tendencias

Algo sabía acerca de esta "profesión"; sólo que lo había visto en la tele —en CSI Nueva York, creo—, y como la fuente no me parecía demasiado fiable había supuesto que se trataba de mera ficción. O, como mucho, de alguna excentricidad más de la "gran manzana".
Este fin de semana, sin embargo, pude comprobar que no estaba en lo cierto: es un oficio, y muy valorado en nuestra economía post-industrial, neoliberal, globalizada y tecno-chunga. Se llama "cazador de tendencias" —cool hunter, en la lengua del imperio y los negocios—, y tiene muchas vertientes, prácticamente en todos los sectores empresariales.
El asunto consiste en pulsar la sociedad, el mercado o lo que sea menester, y descubrir qué va a estar de moda antes de que imponga —sobre todo, porque hacerlo después no tiene tanto mérito—. "Cazar" tendencias. Descubrir qué va gustar a los demás. Suena bien, ¿verdad? Si te pones en situación, te imaginas hecho un árbitro de la elegancia, codeándote con la "beautiful people", como si fueras un diseñador de los criterios estéticos. Mola.
Sin embargo, la realidad es bastante más rastrera. Lo comprobé este fin de semana viendo un documental sobre Inditex.
Vaya por delante que no tengo nada contra Inditex, contra Amancio Ortega ni contra el orbayo o el lacón con grelos, pero no me resisto a decir que yo siempre tuve la idea —a partir de lo que cazas por ahí, en conversaciones ajenas, generalmente— de que Zara era una tienda "de baratillo", donde había ropa muy de moda y muy, muy barata, pero de escasa calidad. Prejuicios míos, supongo, porque al final ha resultado que esa visión que yo tenía de la firma en los ochenta no la comparten sus millones de clientes, hasta el punto de que, al parecer, sus precios ya no son tan, tan baratos. Y de la calidad no voy a hablar, porque desconozco el tema.
Lo que sí querría comentar es una escena en la que el documental mostraba el trabajo de uno de los empleados de Inditex: un cazador de tendencias. Y allí descubrí lo que realmente hacen estos profesionales: salen a la calle, cámara en mano, observan cómo viste la gente y toman fotografías de todo lo que les llama la atención. Como si de un "safari fotográfico" se tratara, estos cool hunters efectivamente "cazan" la creatividad de los viandantes. La técnica está tan estudiada, que incluso se puede estudiar en escuelas de márquetin, como en la Universidad de Palermo, donde un tal Gustavo Lento imparte workshops —que no sé lo que son, pero suena de muerte— sobre el particular.
Vamos, que la cosa va de copiar lo que se ve por la calle, ni más ni menos. Porque resulta que hay por ahí gente muy creativa e inquieta, a la que se le ocurren cosas geniales que luego nos encantan a todos. Supongo que ése es el principio de la moda: alguien innova, y luego los demás le seguimos. Antes se difundía a través de pequeños grupos, y la cosa se extendía como las ondas en el agua, mediante el prestigio. Pero, ¿para qué esperar? ¿No es mucho más práctico descubrir cuál es la innovación y producirla en serie? Claro, hay que dejar los asuntos serios a los profesionales, que son los que de verdad saben qué hacer con las cosas: dinero. Porque con este cuento hacen mucho, mucho dinero.
Y no es que me parezca mal que se enriquezcan con la moda, pero creo que algo falla. ¿Lo que se ve en la calle es de todos? ¿Y lo que se escucha? ¿Sí? ¿Y lo que se lee? ¿Y lo que se compra? Que yo sepa, para todo esto se inventó hace siglo y medio la propiedad intelectual.
¿Se imaginan a un escritor que, falto de ideas propias, decida copiar el libro de otro? Ejemplos no faltan, desde luego. Y, si se fusilan tesis, canciones, programas políticos y hasta el trasero de las estrellas de cine, ¿qué más da si nos quedamos con las ideas de la gente de a pie? Total, ellos lo hacen por exhibicionismo y sin pedir nada a cambio, ¿no?
Pues no. Porque el diseñador que luego idea una pieza, a partir de la información "recopilada" por el cool hunter, no lo hace por amor al arte. Cobra, y muy bien. Y no lo hace por su pericia técnica, sino aprovechándose de la creatividad de otro, al que ni siquiera dan una palmada. ¿Cazadores de tendencias? ¿No serán, tal vez, ladrones de ideas?
Y plagiar es, de hecho, un delito. A nadie se le ocurriría copiar un premio planeta —dejando de lado cuestiones literarias, obviamente—, una película de Holliwood o un diseño de Versace. Sin embargo, aprovecharnos de lo que se le ocurra a cualquier pelagatos carece de importancia; ni siquiera van a protestar, así que de demandar ni hablamos.
Claro que la llave del misterio está, como siempre, en las palabras: hay "cazadores" porque vivimos en la selva. Donde impera la "ley del más fuerte".
Pues qué bien.

jueves, 4 de octubre de 2007

Nuevas aventuras


Como habréis notado, hace unos días que no posteo —curiosa palabreja; si en realidad debería utilizarse para plantar postes de la luz o del hilo telefónico; también valdría cuando nos apoyamos en una farola y ponemos gesto de desgana; o, como mucho, para ponerse firme, erguido, sacando pecho, tieso como un poste, como una vara... pero no: postear es enviar post, ya ves—. Esta desatención de mi página, aparte de la desgana tradicional de los aspirantes a escritor y a las muchas cosas que uno puede hacer cuando no está apretando teclas, tiene un motivo: acabo de empezar un máster.

Dentro de unos meses seré un Master del Universo, pero de momento ni espada rara ni rivales con capucha: es un postgrado en Tecnologías de la Información, que es mucho menos vistoso, pero más apañado. O, al menos, no tienes que salvar el mundo; sobre todo, porque no tienes tiempo.

¡Ay, el tiempo! ¿Quién sería el incompetente que lo inventó? ¿Quién lo maneja, que nunca le hace correr a nuestro favor? Porque es un lamentable error de diseño el no haber planificado un par de horas más de sueño, otras tantas de diversión, un rato largo para escribir, algo para leer y, sobre todo, reservar no más de veinte minutos para el trabajo y las obligaciones.
Y es que este tiempo defectuoso, mal concebido y mal ejecutado, no me alcanza para todo lo que quisiera hacer.
Porque yo querría estar en el parque leyendo a Pessoa, inmóvil como un portugués en mitad de la avenida.
Yo querría pasar las tardes jugando a baloncesto, a tenis, al balón con mi hijo.
Sentarme en el museo y observar a los visitantes, que también puede ser una forma de arte.
Hablar durante horas con los viejos amigos, en algún café del Barrio Húmedo.
Y arreglar juntos el mundo, que está muy estropeado.
Llamar por teléfono a los que están lejos, y que me cuenten su vida.
Bajar hasta la Bahía, comer helados de Regma.
Dar una vuelta en la moto con José Ángel Luna.
Visitar a los enfermos, resucitar a los muertos.
Ir al cine con Pilar, y marcharnos al comprobar que es un tostón, otra vez.
Leer todos los libros que se acumulan en mi mesita.
Bajar con el niño en bici hasta Cabárceno, y pasar la tarde recogiendo moras.
Escribir otra novela, un cuento infantil, el Libro de los Amigos... y acabar todo lo que tengo a medias.
Practicar el kamasutra, aprender a navegar, contemplar el paisaje.
Rodar un corto, hacer un programa de radio, escribir en la prensa.
Leer todos los blogs que me gustan, y hacer comentarios.
Y pensar. Y leer. Y reflexionar.
Y escribir.

Y, al final, resulta que con mi triste día de veinticuatro horas apenas me da tiempo a nada. A ver si consigo exprimirlo, y mantener este blog, que hasta ahora se actualizaba casi a diario, y ahora va a ir un poquito más despacio.

martes, 25 de septiembre de 2007

Por qué no es conveniente meterse en política


Andrew Meyer es un preguntón. Un preguntón muy molesto. Y encima tiene aficiones raras: cuando un político va a Florida, a dar una conferencia en su universidad, al chaval sólo se le ocurre ir y hacer preguntas incómodas: ¿Porqué no impugnó usted las elecciones de 2004? ¿Por qué dejó usted ganar a Bush?

Y entonces... seguro que ya lo habéis visto por la tele: el chaval pregunta a John Kerry si de estudiante perteneció a una sociedad "secreta" universitaria, y la policía se abalanza sobre él, se lo lleva al fondo de la sala y le aplica un tratamiento de electroshock, como si no se hubieran inventado nunca los derechos humanos.
Pero lo más curioso del asunto es que el político, impertérrito, se pone a contestar al "agitador", mientras en el fondo se escuchan sus gritos de dolor. ¿Qué más da que allí mismo estén torturando a un estudiante? Parece que a Kerry le importa poco.
Y es que, claro, el chaval se lo buscó. Hay cosas que no se pueden decir. No puedes plantarte ante el presidente del gobierno y preguntarle que cómo tiene el morro de decir que nuestra economía juega en la champions cuando todos tus amigos son o parados o menos-mileuristas. No señor, eso no está nada bien. Sería como visitar al ministro de vivienda con una cinta métrica y querer comprobar cuántos pares de minipisos de 30 metros caben en su despacho. No sería muy conveniente; eso sólo puede hacerlo Mariano Estilografic, y porque lo hace en su blog, cuando piensa que nadie le mira.
Yo tuve también una experiencia similar, de esas de salir escaldado. Hace unos años trabajaba para un semanario provincial en La Bañeza —«Las Comarcas»—, y me tocaba hacer de intruso profesional; de periodista, vamos. Fue una época muy divertida, porque tuvimos cinco alcaldes en un año, dos mociones de censura, una docena de dimisiones, manifestaciones y todo lo imaginable e inimaginable en política. Pero de este asunto ya hablaré más in extenso en otra ocasión.
La cuestión es que llegó un momento en que un alcalde se jugaba la vida —metafóricamente, o igual no tanto, porque era político profesional; es decir, que no tenía otro oficio—, porque había prometido que en una fecha concreta llegarían inversiones por valor —fíjense si ya llovió— de mil millones de pelas. Y como no llegaban, se había sacado de la manga un proyecto que en Las Comarcas llamamos "El río navegable".
Y es que la Junta de Valladolid había anunciado un proyecto para acondicionar algunas riberas urbanas de la meseta, y se esperaba que entre las localidades agraciadas cayera alguna leonesa. Total, que el alcalde montó un acto de presentación del proyecto para el mismo día en que vencía el plazo, y consiguió que viniera la Consejera de Medio Ambiente. Y allí nos pusieron un powerpoint, nos enseñaron una maqueta y nos dieron una chapa de hora y media sobre el número de chopos a plantar en el río Tuerto, las islas artificiales y el acondicionamiento para piraguas —de ahí el asunto de la "navegabilidad", en la que se le había ido un poco la mano al alcalde—.
Espectacular. Todo muy bonito, hasta la Consejera lucía sonrisa de anuncio de dentífrico. Sólo faltó un detalle: no se dieron fechas, no se habló de partidas, de rubros, de aprobación, de presupuestos. Y, mientras el alcalde sacaba pecho y bramaba: «¿No os prometí mil millones? ¡Pues aquí los tenéis!», yo me acerqué a la consejera con la grabadora en la mano y, sin dejarla reaccionar, le pregunté:
—¿Con cargo a qué partida se va a ejecutar el proyecto?
No me contestó, sólo hizo una mueca de extrañeza.
—¿Cuándo se debatirá el presupuesto? —insistí.
La Consejera enseguida se recompuso y empezó a hablarme del proyecto "Riberas Urbanas", de la Comisión Europea, de lo bonito que iba a quedar todo y bla bla, bla bla. La cosa ya me estaba mosqueando, y en cuanto hizo una pausa para respirar le metí la puntilla:
—En resumen, que aún no hay nada aprobado: sólo es una idea.
La Consejera me miró como si hubiera asesinado a toda su familia, como si pudiera lanzar rayos a través de las gafas y quisiera fulminarme con la mirada. Entonces Marcos Calvo, el redactor jefe de la revista, me tiró del brazo y me sacó de allí.

Al final publicamos la noticia: «Los mil millones que nunca llegaron», y el alcalde perdió el sillón quince días después. El caso es que el hombre, cuando yo abandonaba la sala después de interrogar a la Consejera, me decía en tono de regañina: «Así no se pregunta a un consejero, eso no son maneras».
Yo no me daba cuenta de nada, pero podría haber sido el Andrew Meyer español. Si la Consejera hubiera tenido a mano uno de esos aparatos de las descargas eléctricas, igual ahora era rubio oxigenado. Menos mal que nací en España, y aquí no pasan estas cosas. Menos mal que la política aquella no tenía guardaespaldas, y menos mal que los polis municipales no se meten en política. Porque meterse en política —y preguntar más de la cuenta— no es nada conveniente, ¿verdad?

martes, 18 de septiembre de 2007

Pillos y topillos


Hoy he hecho un viaje relámpago a mi tierra y por el camino, para combatir el tedio de la autovía, he intentado fijarme en el campo, para comprobar si continuaba asolado por la plaga de topillos. En Castilla no vi ni un triste ratoncito. Muchos baches, mucha guardia civil con sus radares camuflados, pero nada de roedores. Lo mismo al llegar a León: ni rastro de los topillos en el viejo reino. Quizás fuera todo un invento de la prensa, un bulo con el que rellenar planas y telediarios.

Claro que, más tarde, al cruzar la ciudad, enseguida me di cuenta de que todo debía de haber sido una inmensa errata: la plaga no era de topillos, sino de pillos. Un pillo en cada poltrona. En cada pequeño reducto de poder. Un pillo que no te cede el paso en una glorieta y otro que te adelanta por la acera. Un pillo que te guinda la cartera, y otro que juega al descuido con los equipajes. Pillos de todas clases. Y algunos tan grandes, tan hinchados con su propio éxito, que más que topillos parecen verdaderas ratas. Y por esta época —casi pre-campaña electoral— empiezan a aflorar.

Esta plaga, no obstante, ni es novedosa ni afecta sólo a la meseta: hay pillos en todas partes. Recuerdo que un amigo me preguntó hace tiempo que qué tal con la gente en mi nueva ciudad. Y yo le contesté que muy bien; que seguro que estaba tan llena de capullos como la vieja, pero que, como todavía no los conocía a todos, me encontraba muy a gusto.

Lo que pasa es que ya nos hemos acostumbrado a su presencia, y hemos desarrollado una tolerancia que se parece demasiado a la ceguera. Y les dejamos hacer.

Yo diría, sin mucho fundamento, que son herederos de una rancia tradición: pícaros del siglo de Oro, sólo que venidos a más. Golfos que necesitan de una mayoría silenciosa, de inocentes primos, que les consientan.

Lástima que a estos no se les pueda aplicar el mismo tratamiento que los chavales de la meseta le dan a los topillos: cada chico en una esquina, con una buena estaca, y palo limpio hasta que desalojen el solar. Lástima, porque seguro que está muy penado.

jueves, 30 de agosto de 2007

Pequeña venganza del destino


Esta historia empieza hace algunos meses, y gira en torno a un balón y una pared.
En el nuevo edificio al que nos trasladamos hace un año hay un patio de uso privado («para la urbanización», que dicen los vecinos pomposos). Los niños de la casa suelen jugar allí, a pillar, al escondite, a la pica, a balón prisionero y a todos esos juegos que practican los niños que tienen la suerte de vivir en un barrio tranquilo y sin tráfico. Y algunos de esos niños juegan, cómo no, al balón.
Uno de los niños que jugaban era mi hijo. Como muchos de los chicos de su edad —y algunos otros mucho más mayores, el pequeño Javier está loco por el fútbol; a excepción de los coches, se podría decir que sólo piensa en eso. Y dedica las tardes a jugar al balón, con sus amigos. Aunque tal vez esté utilizando mal los tiempos verbales: donde dije «dedica», léase «dedicaba».

Sucedió que en los bajos del edificio —la "Urbanización Nuevo Valdenoja", asegura un cartel algo desvaído ya— abrieron una tienda de comestibles, uno de esos negocios que antes se llamaban "de ultramarinos" y ahora no sé cómo llamarles, porque ya apenas quedan. Y que una pared del local da al patio donde juegan los niños.

Nosotros no solíamos comprar en esa tienda; tenía un pan horrible, seco y demasiado blanco. Abrían muy tarde, cerraban a mediodía y se iban demasiado pronto. Además, los precios eran algo elevados. Sin embargo, a mi hijo le hacía gracia la tendera, y siempre entraba a saludarla y charlar un rato con ella.

Hasta que, hace tres meses, en una reunión de vecinos, la chica de la tienda protestó por el horrible ruido de los balonazos del patio. Al parecer, ya llevaba algunas semanas protestando, porque, según ella, todo el local vibraba con cada golpe, y el tabique tenía ya una grieta. Y el culpable de todo aquel estropicio era... mi hijo. El pequeño Javier, un tremendo sansón de ocho años, capaz de lanzar un libre directo con la potencia de Roberto Carlos, o más.

Yo no pude protestar, porque no estaba en la reunión; tuve que aguantar un rapapolvos de la presidenta de la comunidad, que decidió prohibir jugar al fútbol en el patio común. A causa de mi hijo, según ella. Claro. Otros vecinos también jugaban allí, incluso algún adolescente, pero a quien señaló el dedo acusador de la tendera fue a mi hijo, así que ya teníamos chivo expiatorio. Durante las semanas posteriores, las conversaciones casuales con los demás vecinos me dejaron bien claro que mi hijo se había convertido, de pronto, en el gamberro oficial del barrio, el enemigo público número uno.

El pequeño Javier ya no volvió a jugar al balón en el patio. Pasaron los meses, y a principios de verano, aquella tienda del pan horrible ya no volvió a abrir.

Y esta mañana había un enorme camión de mudanzas aparcado frente a la casa. Estaban llevándose el mostrador, las cámaras refrigeradoras, las estanterías y lo poco que quedaba ya en el local. Y dentro estaba la chica de la tienda. Al otro lado del cristal, yo le sostuve unos instantes la mirada, mientras apretaba la mano de mi hijo.
Aquella mujer que nos miraba con los ojos vidriosos seguramente había culpado al niño de su desgracia; los golpes de un balón contra una pared deben de retumbar muchísimo, sobre todo cuando un negocio está vacío y nadie entra a comprar. Deben de producir un ruido insoportable, sobre todo cuando acecha la ruina, y toda tu inversión, tus sueños y tu trabajo están desmoronándose, sin que a nadie le importe.

Si esto fuera una de esas pretenciosas parábolas de Coelho, sería ineludible la cita —imagino que apócrifa— de Confucio:

«Sientate a la puerta de tu casa y veras pasar el cadaver de tu enemigo.»


Sólo que nosotros pasamos de sentarnos; en realidad, estábamos paseando al perro. Pero supongo que vale lo mismo, ¿no?



viernes, 1 de junio de 2007

Barrios peligrosos

La imagen no tiene nada que ver con el post, pero mola, ¿verdad?Los callejeros de nuestras ciudades sirven para llenarlos de alcaldes, cronistas, párrocos y demás próceres y gente de bien. Nombres que, a la vuelta de dos décadas, necesitan de un rótulo más grande, o una placa en la fachada, para dotarles de sentido. Nombres que nadie recuerda, que no se utilizan, porque las urbes tienen vida propia y acaban ignorando los bandos municipales y adoptando la etimología popular. Dos ejemplos leoneses:

  • La gran arteria de la ciudad medieval, la romana vía Principalis, perdió su nombre durante la dictadura. Como era costumbre, le tocó el pez más gordo: Avenida Generalísimo, le pusieron. Sin embargo, yo no recuerdo más nombre que el de "Calle Ancha". Y eso que, como calle, es una poco birriosa: de ancha, nada. Y encima, está en cuesta.
  • En el ensanche, de principios del XX, se proyectó una gran avenida desde San Marcelo hasta San Marcos. Como el trecho es largo, a la altura del colegio de los Agustinos se construyó una glorieta amplia y frondosa. De los falangistas, además de albergar el Gobierno Civil, también recibió un nombre de rango: Calvo Sotelo. Creo que jamás he encontrado a nadie que lo utilizara. Los más devotos —ya que la cosa va de santo a santo, y tiene en el medio una columna interminable coronada por una virgen— le llaman "La Inmaculada. Los más geométricos le dicen "Plaza Circular".
Estos desmanes del callejero se corrigieron hace tiempo, pero no siempre es tan fácil como arrancar una chapa y sustituirla por otra. En las afueras de las afueras —o más allá— hay un barrio muy humilde que oficialmente se llama "Barrio de la Inmaculada". Los leoneses lo conocemos muy bien, con su diseño cuadriculado, sus viviendas unifamiliares, sus bodegas, su pequeña iglesia... y su fama. Porque lo conocemos, pero a vista de pájaro: desde las inmensas torres del Hospital se observa muy bien, pero dudo mucho que nadie se aventure a conocerlo desde otras perspectivas más cercanas. Y es que a la zona todos la conocemos como "Corea".
Aquel barrio, lejano y humilde, alimentaba el imaginario popular con historias de navajazos, trata de blancas, estraperlo, fraude fiscal y todos los pecados posibles. Y no puedo atestiguar la exactitud o inexactitud de esos datos, porque yo jamás he estado allí. Y nadie que conozca, con excepción de Pilar, que estuvo una vez allí sin saberlo, y pasó muchísimo miedo al enterarse... al día siguiente.
Y es que de niños, en lugar del coco —y esas monerías que ya ni asustan ni nada—, lo que nos asustaba de verdad eran "los de Corea". Y no ellos, sino simplemente nombrarles: "tengo un primo de Corea que te va a explicar a ti cuatro cosas", se decía, como último recurso cuando se agotaba la "vía diplomática". En realidad, no sé si "los de Corea" existían o no, porque yo siempre esperé que tuvieran rasgos orientales, o, al menos, que vistieran una de esas cazadoras verdes de forro peludo, que nosotros llamábamos "coreanas", y ahora les da por llamar "parkas". Sin embargo, los únicos asiáticos que vi por entonces eran los profesores de yoga de mis padres, y aunque debían de ser coreanos, no vivían en Corea, precisamente, sino más bien en Ordoño, en pleno centro.
Claro que yo hablo de los años ochenta, una época muy propicia para tener miedo: eran los años de los heroinómanos, de la delincuencia urbana, de los atracos a punta de navaja y las pandillas de macarras. Yo, personalmente, muchos no vi, pero miedo la verdad es que pasábamos bastante. No obstante, lo que hoy me interesa del barrio es el nombre. ¿Por qué Corea? ¿Por qué no Filipinas, que hablan español? ¿Por qué no Tierra del Fuego, que también está bastante lejos? La misma pregunta nos sirve para datar el asentamiento en el barrio: durante la guerra de Corea, claro. Porque la popular "mala baba" hacía lugar común el asegurar que vivir en ese barrio era "como estar en Corea". En pleno frente, vamos; y eso que no se imaginaban lo que vendría después, al menos en el Norte.
Casos como este, de nombres populares que funcionan como disfemismos, existen en muchas otras ciudades. En Badajoz, por ejemplo, está el Gurugú, un barrio similar, que toma su nombre de una cruenta batalla de la Guerra de Marruecos.
Sin embargo, el barrio peligroso más simpático que conozco está en La Bañeza, y se llama "Las Malvinas". La verdad es que no conozco su nombre real, porque son sus propios habitantes los que utilizan el sardónico topónimo. Ni siquiera llega a barrio, son cuatro o cinco bloques de viviendas de protección oficial, al costado de la Azucarera, y la lógica me hace pensar que se construyeron alrededor de 1982 y aquel lamentable episodio entre argentinos y usurpadores.
Pues ese barrio, esas Malvinas bañezanas, son el mejor barrio de la ciudad. Hay verbena, grupo de carnaval, peñas... Los chicos están en la Banda Municipal, procesionan con la Cofradía de las Angustias, tienen equipos de fútbol. La zona está impecable, muy organizada, con rampas de minusválidos y aparcamiento a la entrada. Y allí vivían dos de los mejores elementos de la ciudad: Jonathan y Toci, mis locutores vespertinos en La Bañeza Radio. Porque no siempre hay que fiarse de las apariencias. Pero —¡ay, amigo!— no te metas con ninguno "de Las Malvinas": pueden ser incluso más duros que los del Bronx.
Por cierto, los nuevos barrios conflictivos, ¿cómo se llamarán ahora? ¿Bagdad? ¿Kabul? ¿Paseo de los Jerónimos? ¿O es que ya no quedan manguis?

viernes, 6 de abril de 2007

La mi casina


Siempre es grato volver a casa, pesar del frío, los atascos. Te reencuentras con la familia, con los viejos amigos y vuelves a recorrer los lugares de la infancia.
Yo nací aquí, en León, y esta fue mi casa hasta los veinte años. Luego vinieron otros lugares, quizás más excitantes, con más oportunidades, quién sabe. Pero mi casa siempre estará aquí.
El barrio de La Palomera, donde me crié, ahora ya no tiene descampados; nadie caza grillos ni dibuja porterías en la tierra con un palo. Ya no están los caballos de los gitanos ni la vaquería; pero cuando camino por sus calles —tan viejas para mí, y sólo es un ensanche de los setenta— revivo todos los momentos que viví en ellas. El colegio, el instituto, la universidad, veinte años en apenas dos kilómetros cuadrados.
Es curioso que ahora me emocione volver; recuerdo que pasé toda mi adolescencia fantaseando con escapar de aquí, con las aventuras que me esperaban en Madrid, en París, en Nueva York... Al final me fui y, desde entonces, como un tonto, sólo pienso en volver.
Aquí viven mis padres, mi hermano Andrés, aquí conocí a Pilar y aquí nació nuestro hijo. Hay algo en el terruño que te une a él, que siempre va contigo; seguramente sea eso que llamamos «memoria».

Nota. Una perla lingüística más para Valen: en León —en lo poco que nos queda del leonés— se antepone el artículo al posesivo. Ya no es un uso común, pero sí tiene un gran sentido sentimental, como el diminutivo. Por eso lo usamos para lo que más queremos, como «la mi casina».