
Esta mañana ha llegado a la oficina un informático. El chico, con buena intención —supongo—, se ha puesto a explicarme qué son las cabeceras, cómo hacer un gráfico, dónde se descargan las cosas... Poco le ha faltado para querer enseñarme qué son un ratón y un teclado.
Para rematar, me ha querido contar cómo se consiguen imágenes "sin derechos", en la web de microsoft. En fin...
El caso es que me ha dado cosa llevarle la contraria, y le he dejado explayarse a gusto. Cuando acabó con su rollo, me volví a mi mesa, pelín cabizbajo, la verdad.
Después de un rato de mascullar mis penas en silencio, se lo he contado a Manuel, mi compañero de trabajo. Con detalles. Y rematé con un lamento:
—Para mí que este nos toma por tontos.
Al ver que no había respuesta, se me ocurrió aplicar la función fática:
—¿No te parece, tío? —insistí.
Y, en esto, asomé la cabeza entre los monitores de ordenador (nuestras mesas están enfrentadas), para comprobar que no había nadie. Que llevaba un rato —y largo— hablando solo. ¡Ay!
—A ver si va a tener razón el informático... —dije en voz alta, en pleno desasogiego, sin pensar demasiado en que nadie iba a escucharlo.
viernes, 19 de junio de 2009
El que parece, ¿lo es?
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sábado, 22 de marzo de 2008
El reparto del pastel
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martes, 29 de enero de 2008
Halagos
(…) los que te conocemos algo, sabemos que en realidad eres muy humilde.
Debo confesar que me quedé estupefacto; sobre todo, porque estoy más acostumbrado a que me tilden de "chulo". Y no es que me importe, pero me mola mucho más lo de "humilde". Vale que la palabra está ya algo demodé —tiene un regusto a catequesis que espanta—, pero el concepto sí que es recuperable.
Cierto que en la adolescencia nos creíamos héroes, en esa jungla urbana de los años ochenta que, en realidad, nunca llegó a existir. Y que luego, en los noventa, era difícil escapar de la vanidad del papel prensa, una fama tan irreal como efímera.
Tuvo que ser la realidad, poco a poco, la que me fue abriendo los ojos: cuánto queda por hacer, cuánto por aprender. Y sobre todo, cuánto que callar. ¿A qué tanto sacar pecho por nada y menos que hagas?
Lástima que yo sea un mal ejemplo, siempre intentando emocionar a un lector desconocido. Y sin querer admitir no ser tan bueno como me creía. Canta Loquillo: «Qué difícil ser humilde cuando uno es tan grande». Claro que él mide dos metros de alto...
Eso sí, Oligisto, que asegura que soy muy modesto "en el fondo" —¿será porque por fuera no se nota?—, me conoce mucho mejor de lo que parece: ha sabido exactamente cómo halagarme. Qué más quisiera yo que ser humilde... en vez de no ser nadie, que es lo que en realidad sucede.
En fin, parafraseando a mi tío Miguel, espero que quede claro que «a humilde no hay quien me gane».
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miércoles, 9 de enero de 2008
Tecnología realmente útil
Resulta que andaba yo como cada mañana con la rutina inevitable: minutos más de despertador, cepillo de dientes, espuma de afeitar, cuchilla, champú, gel, albornoz, encender el microondas, desodorante, afterseiv, espuma para el pelo, ropa de calle, leche desnatada y galletas (hoy tocaban marías integrales, y eso quiere decir que hoy había suerte), zapatos, cazadora, llaves, ipod, correa del perro, abrir la puerta y... justo en ese momento cazo al vuelo una conversación madre-hijo, que al parecer se habían despertado un poquito antes.
—Pues te pongas como te pongas tienes que ir al colegio —insistía Pilar, harta de una conversación que se repite hasta la extenuación.
—Pues no me da la gana; ¿por qué tengo que ir? —se defendía Javierín, sin muchas probabilidades de éxito.
—Porque lo manda la ley, ¿no lo sabías? —le atajó su madre, con un argumento inapelable.
—¿Ah, sí? —frenó el pequeño en seco—. Pues que sepas que pienso construir un robot para que vaya al cole por mí.
Yo ya pude quedarme más, porque a mí la ley me ha distinguido también con varias obligaciones ineludibles; la primera de ellas, sacar al perro de casa antes de que ponga perdida la alfombra.
El caso es que luego, de paseo por el parque de Valdenoja, le iba dando vueltas a lo que había dicho mi hijo, eso de hacer un robot que se coma los marrones por ti. Anda que no se las ingenia bien el condenado, lo tiene todo bien calculado. Porque yo, por ejemplo, hoy podría haberme quedado tranquilamente en el catre hasta las once, luego haber desayunado a la inglesa y después me habría escrito un artículo mordaz o medio cuento antológico, o bien me habría rascado a conciencia algunos rincones anatómicos, que tampoco es mala actividad. Y el, mientras tanto, habría sacado al perro en mi lugar, se la habría jugado entre los amabilísimos y generosos conductores santanderinos, y se habría chupado la mañanita funcionarial que me espera.
Total, que está decidido: esta misma tarde voy a hablar con mi hijo, y de paso que fabrica un robot para él, le voy a pedir que haga otro para mí, para que vaya a la oficina y aguante por mí todo lo inaguantable. Y, ojo, que a mí no se me caen los anillos, ¿eh? Si hace falta apretar algún tornillo, pues se aprieta. ¡Estaría bueno!
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jueves, 22 de noviembre de 2007
¿Cuándo vendrá la revolución social?
Y es que, ¿quién no lo ha deseado alguna vez? ¿Quien no ha sido víctima de sus superiores, y secretamente ha pensado en invertir la jerarquía?
Vivimos inmersos en estructuras de poder. Por mucho que se disfracen, por muchos guantes de seda o mucha mano izquierda que se utilice, nuestras relaciones sociales están fuertemente jerarquizadas. En la escuela, en la oficina, en la familia, hasta en las pandillas de los quince años hay unos que llevan la voz cantante y otros que tienen que conformarse con obedecer y callar. Bueno, callar... o preparar la revolución.
Ya sin entrar en cuestiones políticas, en lo que es justo o lo que es legítimo, lo de la revolución social tiene mucha miga. Eso de poner al arriba debajo, y al de abajo encima tiene que ser glorioso; más o menos, como aquel famoso cuadro de Delacroix. Y es que la excitación en esos momento debe de ser tal, que los propios levantiscos tienen que ver, por fuerza, a aquella mujer caminando a su lado, con el pecho descubierto y el gesto decidido.
Imagínalo: abajo los poderosos, arriba los oprimidos. ¿No suena bien? ¿No es una hermosa fantasía, casi casi sexual? Y eso sin mencionar siquiera lo que harías con el jefe caído, que sería precisamente darle... su merecido.
Cuando uno piensa en el día a día, en las grandes y pequeñas injusticias que soporta, en el tráfico, en la inflación, en los medios de comunicación, en los sistemas de valores, en la inequidad, en el tercer mundo, en el enchufismo, en la red viaria, en la publicidad, en el euro, en el sistema métrico decimal y en el capullo del jefe que te hace la vida imposible, ¿no apetece, de verdad, bajar a más de uno del caballo y zurrarle la badana?
Así que yo, a partir de ahora, cada vez que algo me caliente los cascos, en vez de dejar que me lleven los demonios, lo que voy a es a preguntarme: «¿Cuándo llegará la revolución social?».
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lunes, 5 de noviembre de 2007
Qué enseñar
—Papá, ¿por qué quitaron la mili? —quiso saber el querubín.
«Vaya», me dije yo, «ya ha estado el abuelo contando batallitas. Y ahora, ¿qué le digo yo?». La primera intención fue hacer como que no le oía; como si el catarro me hubiera embotado los oídos y el entendimiento, y estuviera estrenando un oportuno blindaje contra asuntos incómodos. Sin embargo, enseguida me di cuenta de que esa actitud tan poco pedagógica no iba a conducir a nada. Bueno, a algo sí: a que repitiera la pregunta, y con insistencia redoblada. Podría probar con la técnica gallega, me dije, pero era demasiado tarde: ya estaba respondiendo.
—Porque ya no hacía falta, hijo.
—Y, ¿por qué?
—Porque ya no valía.
—¿Como las pesetas?
—Sí, bueno; más o menos como las pesetas.
—Ah… Pero si tú siempre lo cuentas todo en pesetas…
«Esto me gusta todavía menos», me dije. Es lo que tiene tener niños, que en cuanto les da la gana te sacan los colores. Sin embargo, ya se sabe: cuando se empecinan con un tema, no hay quien les saque de él.
—¿Y a ti te mandaron a la mili, papá?
—Sí, hijo.
—¿Y para qué servía la mili?
En ese momento te invaden unas ganas tremendas de darte a la sinceridad como quien se da a la bebida pero, claro, el pobrecín tampoco tiene la culpa de mis meses perdidos haciendo el gamba disfrazado de aceituna.
—Pues... servía para...
Me costó; la verdad, es complicado explicar cosas así. ¿Qué le puedes contar? Y, pero aún: ¿para qué servía, en realidad?
—Mira, hijo, la mili era una especie de entrenamiento; para que, si había una guerra, las personas estuvieran preparadas y supieran lo que tenían que hacer.
Y me quedé tan pancho, a punto de ponerme una medalla, sin reparar en que esa batalla aún no había terminado.
—Y, papá...
—¿Qué...?
—¿Y qué hay que hacer si hay una guerra?
—Correr, hijo, correr.
—¿Correr?
—Eso mismo: coger las maletas y salir corriendo.
—¿A dónde?
—A donde no haya guerra.
—¿Y eso es lo que te enseñan en la mili?
El niño me miraba sin pestañear. La madre, que entraba con la merienda preparada, se quedó paralizada, esperando la respuesta —«¡a ver cómo sales de ese jardín!», decían con picardía sus ojos—; hasta el abuelo, tres cuartos más allá, debía de estar aguantando la respiración, mientras afinaba el oído.
—No, hijo. Eso no te lo enseñan, eso lo aprendes tú solo. Y deja ya de dar guerra, hombre.
Y no sonaba de fondo "Le deserteur", de Boris Vian, pero perfectamente podría haber sonado.
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martes, 9 de octubre de 2007
Un mundo extraño

Esto de aprender cosas nuevas nunca deja de sorprenderte. Por eso me gusta llevar siempre encima algo para tomar notas; un boli y un papel, una moleskine —reedición pija de las libretas clásicamente pijas— o la memoria del móvil, todo vale.
El caso es que, entre las múltiples clases de mi Master del Universo, las clases estrellas son las de empresariales —pleitesía lógica al cursar un postgrado en la Facultad de Economía—, y a los que procedemos de otras carreras nos están dando un curso acelerado de introducción a la administración que más parece una terapia de choque neoliberalista, o incluso un lavado de cerebro camboyano, pero de signo ultracapitalista.
Curioso, muy curioso. Para empezar, yo no sabía que en cierto ámbitos del saber las palabras "currito" y "pringao" tuvieran valor científico. Ni que todos los ejemplos tengan que hacerse con un mercedes SLK o un yate atracado en Puertochico. Supongo que esa será la famosa gratia de los exempla, claro. El caso es que, para aclararnos, el pringao —también llamado currito— es el que no tiene ni el buga ni el barco. O sea, yo. Y tú, me imagino.
Eso de que te llamen pringao por la cara... en fin, lo puedes tener asumido. Pero lo que ya no es para nota es que encima apostillen: «no es nada personal: los negocios son así». Y lo malo es que igual tienen razón. Y no sólo los negocios: es que el mundo es también asín.
Resulta que nos pasamos media vida protegidos, en un círculo afectuoso, y poco a poco nos olvidamos de que el entorno hostil sigue ahí fuera, por mucho que lo ignoremos. Si eres medianamente afortunado, podrás construirte sin problemas una burbuja en la que vivir: familia, estudios, amigos, lecturas, trabajo… Todo a medida.
La familia es el medio más seguro, y en nuestra cultura española no sólo sirve para que mami te prepare cordero y natillas: también te salvará de la indigencia cuando tengas un contrato basura, de malvivir en un minipiso de la Ministra, de morirte de hambre cuando estés en el paro y el Estado no te de ni un miserable subsidio porque no perteneces a ninguna minoría conflictiva.
Los amigos son también un buen refugio: suelen pensar como tú. Con matizaciones, claro, porque no sería nada práctico compartir los mismos gustos e intereses. Así que, una vez tranquilo porque no van a intentar quitarte la novia, te garantizas una vida social sin trifulcas dialécticas, porque suelen ser de tu cuerda y se discute de fútbol, como mucho.
Las lecturas son una gran fuente de paz y templanza espiritual. Cierto que también puedes darte a la depravación y leer a Carver y a Bukowsky, pero la ventaja es que tú mismo seleccionas lo que quieres, y ese alimento del espíritu suele ser reconfortante y, lejos de entrar en conflicto con tus ideas, suele servir para reafirmar tus convencimientos.
Si tienes buen tino, también tus estudios serán una capa más de tu burbuja. Una buena carrera de letras, cargada de humanismo y erudición, suele ser lo más apañado. Cierto que habrás de cerrar los ojos ante todo lo que se cuece en esos templos de saber… digo, en las universidades —¿en qué diablos estaría yo pensando?—, pero una buena formación clásica suele ser una perfecta defensa contra los malévolos envites del mundo real.
Y ya, si la fortuna te sonríe, puedes llegar a tener un empleo digno. Sí, sí, ya lo sé: parece que hablo del siglo pasado, de un mundo que ya desapareció. Pero no: afortunadamente, aún quedan algunos sectores no competitivos, en los que los objetivos de ventas y la productividad están en un segundo plano. Hay oficios vocacionales, que pueden hacer muy feliz a quien los ejerce, y trabajos menos proclives a la autorrealización pero bastante llevaderos, como los de la función pública. Con la ventaja, además, de que no trabajas para un patrón, sino —se supone— para el bien común.
Al final no vemos el mundo, sino nuestro pequeño mundo, ése que nos hemos creado. Y entonces, cuando has logrado crear tu mundo con sólidos ladrillos de afectividad, socialización, humanismo, placer y dignidad, aparece el lobo feroz del capitalismo, ese mismo del que hablaba Hobbes, y empieza a amenazarte con que soplará y soplará, y tu casita derribará. La verdad es que si se llamase Sarkozy me preocuparía bastante, pero como tampoco va a llegar la sangre al río, lo que me invade es una profunda consternación. No por el que me llama currito y pringao, ni por el mundo, que tan mal está. No. Mi desazón es por mí mismo, que me quedo maravillado repitiéndome: «¡qué difícil es la tolerancia!».
Está bien conocer al otro, pero, si tengo que decir la verdad, ¿qué quieren que les diga? Era mucho más feliz antes. Bendita ignorancia.
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jueves, 20 de septiembre de 2007
Bajo un nombre falso
Hace unos días el joven escritor Jesús Montoya se vio envuelto en un asunto desagradable. Por casualidad, había sido testigo de una conversación informal de un político de su ciudad, y tuvo que escuchar ciertos comentarios xenófobos que no sólo le parecieron inadecuados, sino incluso inaceptables para un representante de la ciudadanía. Y al bueno de Jesús sólo se le ocurre contarlo en su blog. Sin tener en cuenta, eso sí, que las bitácoras son de dominio público, que puede leerlas cualquiera y que, de hecho, las lee mucha gente. Total, que, al final, el revuelo ha sido tal que el escritor, molesto por las insinuaciones de que pretendía meterse en política, ha decidido retirar el artículo en el que desvelaba los resbalones verbales del baranda en cuestión.
El caso tiene muchas lecturas, pero no vamos a entrar ahora en interpretaciones sobre la libertad de expresión y las malas artes de algunos poderosos. Lo que realmente me llama la atención es que Jesús Montoya lo ha pasado mal por un detalle en apariencia nimio: porque firma con su nombre. Si hubiera utilizado un alias —como hacen muchos blogueros— nadie le habría identificado, y se hubiera ahorrado muchas presiones en la llamada "vida real".
Pero Jesús es uno de esos raros casos que se atreven a ir con la verdad por delante: «éste soy yo, con nombre y apellidos. El que me busque aquí me encuentra». Él, como Ana de la Robla, Antonio Toribios, Alberto Torices —y muchos más que ahora omito por mi mala memoria— no tienen nada que ver, por supuesto, con el vulgar uso del "Anónimo" para las puñaladas nuestras de cada día en este valle de lágrimas [digitales].
Y es que «andar por la red» no debería diferenciarse mucho de «andar por la calle». Somos hasta cierto punto anónimos, porque, cuando caminamos, a menudo nadie o casi nadie nos conoce. Sin embargo, sí que somos responsables de nuestros actos, y sí que tenemos una identidad. En la calle se nos reconoce por nuestro físico. En la radio, por nuestra voz. Y en la prensa, por nuestra firma. Sin embargo, en internet, nos identifica nuestro nick. ¿O más bien nos esconde?
Claro que lo de valerse de un nick o un nombre supuesto está muy bien: si andas por la red "bacilando", si bordeas los límites del derecho de autor o si simplemente quieres conservar tu empleo, tu buen nombre o a tu pareja, es un recurso más, un caso de fuerza mayor. Pero si utilizas tu identidad falsa para opinar, para criticar, para abrir debates y para intentar, de algún modo, influir en los demás, entonces ya no es tan buena idea. Porque escribir en la red no difiere demasiado de hacerlo en la prensa: la gran diferencia es que aquí no hay selección previa, no hay redactor jefe ni consejo editorial, y cada uno avala sus palabras y opiniones con su propio prestigio. ¿Y qué mejor aval que la propia identidad?
Utilizar un pseudónimo en la blogosfera te concede un estatus privilegiado: es un anonimato atenuado, porque tu nick te identifica, pero anonimato al fin y al cabo, porque la persona física no sufre las consecuencias de los actos de su otro yo, el cibernético. Es una especie de salto con red, una reducción lúdica de la actividad social en la red a la mera virtualidad.
A mí, personalmente, no me agrada esa impostura. Si pretendemos que internet sea un espacio de libertad, un foro público con importancia real y con trascendencia en la sociedad, me parece que están de más esas corazas, esas pseudoidentidades que, en definitiva, sirven para «tirar la piedra y esconder la mano».
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lunes, 17 de septiembre de 2007
Eme uve pes
Generalmente, suele ser discutible este asunto del jugador más valioso, pues no es una distinción que se obtenga con criterios objetivos, sino que suele ser designado por un comité de expertos. Es decir: es un premio digital, un método muy clásico, por muy moderno que parezca. Existe, además, una especie de ley no escrita, que proclama —atinadamente, diría yo— que el mejor jugador debe pertenecer al equipo vencedor.
Ayer, tras la inesperada derrota de la selección de baloncesto, fue elegido emeuvepé el ruso Kirilenko. El mismo ruso que, nada más terminar el partido, se fue directo hacia Gasol —el más firme candidato a jugador más valioso—, que acababa de marrar el lanzamiento más importante de su carrera. El pivot había tirado desde más de cinco metros, y el balón tocó el tablero, rebotó en el aro y, cuando ya todos lo veíamos dentro, se empeñó en salir despedido, desahuciando a los españoles de la ansiada medalla de oro.
Gasol, la gran estrella, el talismán de los aficionados y la industria publicitaria española, estaba paralizado, en el suelo, lamentándose por la oportunidad perdida.
Y entonces acudió el ruso Kirilenko, el mejor de los suyos, el nuevo campeón de Europa, y se abrazó al gigante español. Y conteniendo su euforia le dio unas palabras de consuelo.
Luego le darían el premio al most valuable player, pero Kirilenko ya se había ganado el de most valuable person, al demostrar que se puede ser rivales, pero no hace falta ser enemigos.
Y viendo esa escena me acordé de un jugador al que muchos consideraron el mejor de su época: Drazen Petrovic; un yugoslavo de cabellera ensortijada, que casi nunca fallaba un lanzamiento y cuya fama aseguraba que, después de los partidos, seguía entrenando en solitario. No defendía mucho, y raras veces pasaba el balón a los compañeros, pero su técnica individual y su talento natural le hicieron, probablemente, el mejor jugador europeo de la historia.
Sin embargo, su característica más destacada era su capacidad para desquiciar al rival. Les sacaba la lengua, les escupía, les insultaba, trataba de ridiculizarles por todos los medios. Alumno aventajado de una escuela de marrulleros, quizás haya sido también el jugador más sucio de la historia. Porque no le bastaba con vencer a su contrincante: quería también humillarle.
A menudo se dice que el tal Drazen, fuera de la cancha, era una persona tranquila. Normal tirando a buena, incluso. A mí, la verdad, me cuesta creerlo: jugamos tal como somos. Si no tienes respeto por los demás compitiendo es porque tampoco lo tienes en la vida, porque una cosa es intentar vencer y otra querer hacer daño.
Por eso ayer, cuando veía el gesto de Kirilenko, me quedé pensando en la vacuidad de ser "el mejor". Recordando quizás el día en que el Real Madrid fichó a Petrovic, mientras yo perdía el interés por un juego que empezaba a ser cada vez menos "deporte". ¿Vale todo para ser el mejor? Pero es que, además, ¿para qué vale ser "el mejor"?
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miércoles, 5 de septiembre de 2007
Héroes
Morir de vacaciones, en plena playa, es algo horrible. Aunque extremadamente sencillo: una distracción, un poco de temeridad o exceso de confianza, y Caronte te acomoda en su barca. Han sido varios los casos este verano, y sobre todo en Levante, en un mar que parece plácido y seguro.
Pero fueron los fallecimientos lo que me llamó la atención —las muertes inútiles y estúpidas siempre nos tocan, pero ¿acaso no son todas las muertes inútiles y estúpidas, igual que todas las vidas?— sino que en todos los casos hubo algún héroe anónimo que arriesgó su vida para tratar de impedir el ahogamiento. Con nefastos resultados, en alguna de las veces.
Héroes. ¿Cómo no quedar fascinado ante semejante rapto de valor y generosidad? ¿Qué empuja a alguien a poner en riesgo su integridad para salvar a un desconocido? ¿Es puro altruismo? ¿Es un impulso irresistible de hacer el bien? Porque todos sabemos que existen los impulsos irresistibles, pero suelen llevarte más bien a hacer el mal —«tentaciones», se les llamaba antiguamente—.
Luego, cuando les preguntan, suelen responder que, en aquel momento, no pensaron en nada: simplemente, actuaron, siguieron una reacción natural. No sé que opinaría el bueno de Hobbes de todo esto, pero es curioso que, al final, estos héroes resulten ser policías, bomberos, sanitarios... Personas que también en el día a día se ocupan de los demás.
Yo no sé qué haría en una situación semejante. Por supuesto que por alguien querido se corre cualquier riesgo, pero ¿qué ocurriría ante un desconocido en peligro? ¿Me descolgaría de un viaducto de la autovía, como sucedió hace poco? ¿Me arriesgaría a que me llevase mar adentro la misma resaca que arrastra a otro? Supongo que es algo que no se puede predecir: hay que experimentar la situación para descubrirlo.
Aunque también hay otra clase de héroes. Héroes que reciben mucho más reconocimiento. La historia está llena de ellos: en cualquier guerra perdida siempre hay unos cuantos.
Recuerdo una charla de Javier Cercas, acerca de sus soldados y la Guerra Civil; habló de su admiración por aquellos muchachos que luchaban por un ideal, que se enfrentaban permanentemente a una muerte casi segura. Y era precisamente su valor lo que les envidiaba.
Sin embargo —y obviando todo el romanticismo de nuestro republicanos—, no sé si las guerras producen héroes, realmente. Porque mientras escuchaba a Cercas hablar de valor, no podía evitar mascullar las palabras de Boris Vian: «Un héroe es alguien que ha realizado muy lejos de casa una serie de actos que en su propio país le hubieran llevado a la horca o al presidio».
Y del héroe de a pie nadie se acuerda; de quien se sobrepone a las desgracias del mundo, se vacía en empleos estériles, se sacrifica por los suyos, sufre las injusticias, remienda su rutina y, al final, se va sin un ruido. Todos tenemos conocemos de estos héroes, ¿verdad?
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martes, 21 de agosto de 2007
La estadística y las ilusiones

Zapeando de sobremesa —sí, sí, ya sé que es un vicio asqueroso, pero ¿qué voy a hacerle, si me gusta comer todos los días?— caí en un programa-reclamo de un futuro concurso, «telemodelo no sé cuántos».
El caso es que, entre humillaciones y tonterías variadas —se burlaban con descaro de unas cuantas aspirantes a modelo, que ponían carita de duras cuando hacían el ganso y luego lloraban como magdalenas mientras un jurado esperpéntico les decía sandeces—, a una chica le preguntaron que por qué se presentaba. Y va la chavala y dice: «Es que me he preinscrito en Medicina pero, por si no me admiten, este programa es una buena oportunidad».
Claro. Si la chica tiene toda la razón. Es una oportunidad estupenda: vas a la prueba, das un paseíto por la pasarela, pones cuatro posturitas, te llevan al programa, te enseñan a posar y a desfilar, te hacen famosa de la muerte, ganas el dineral y te conviertes en top model. Y luego conoces a un príncipe guapísimo y encantador que cae rendido a tus pies, y sois felices y coméis perdices, etc. Una gran oportunidad, desde luego.
Si es que somos unos pardillos. Todos. Bueno, todos, menos los que hacen esos programas, que sí qué saben qué se traen entre manos. Pero, ¿dónde está el error de la chica? Porque, efectivamente, es una oportunidad. Y es posible que logre cumplir sus sueños. Repito: es "posible"; otros lo han logrado, de modo que se puede. Lo que no es, es "probable". Ahí está el gran engaño: todo puede conseguirse, pero no podemos conseguirlo todos. De las dos o tres mil chicas que hagan los castings, sólo llegarán a modelos un par de ellas. No sé si eso es una oportunidad, o más bien una lotería.
¿Ilusas, verdad? Claro. Como los padres que llevan a sus hijos al equipo del colegio, pensando que tienen a un Maradona en casa. Pero no piensan en que, en la primera división, sólo hay unos quinientos futbolistas profesionales. Y la mayoría son extranjeros. Su hijo sólo es uno más entre los millones de aspirantes. ¿Cuántos actores de éxito hay? ¿Cuántos viven de su profesión? ¿Cuántos vagos profesionales triunfan a costa de los concursos y la telebasura?
Y —lo que a mí más me duele—, de todos los ilusos que rondamos las editoriales con nuestra novela debajo del brazo, ¿cuántos llegaremos a ser escritores?
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martes, 3 de julio de 2007
Cien ventanas al mundo
Cien artículos ya... quién lo hubiera predicho, cuando el 25 de marzo publiqué el primer artículo.
Lo cierto es que llevaba años resistiéndome a empezar con el blog; visitaba alguno de cuando en cuando, pero no tenía ninguna intención de empezar uno propio.
«Demasiado trabajo, y total, ¿para qué?», me decía cada vez que alguien me insistía en que sería una buena idea tener una bitácora. Trabajo. Sí, mucho trabajo. Porque yo siempre he sido muy perezoso para escribir, aunque no lo parezca. Soy capaz de hacer cualquier cosa, lo que sea, con tal de posponer un ratito más el momento de sentarme ante la pantalla y empezar a hacer dedos con el teclado.
¿Por qué? Supongo que porque no me gusta escribir: lo que me gusta es haber escrito. Pero la escritura, como acto físico, es demoledora: precisa de una gran concentración intelectual, de un esfuerzo sintético en las ideas, tienes que elegir la estructura idónea, el estilo, el tono, el enfoque... y luego rellenarlo todo con las palabras más adecuadas. Y tener presente que, como si fuera un examen, alguien lo va a leer con espíritu crítico, esperando que tenga un nivel muy alto y dispuesto a detectar el más mínimo fallo.
Luego estaba el ¿para qué? Es evidente que un autor necesita público, pero la red no es el auditorio habitual de los escritores. Porque estamos acostumbrados al papel, o, si no, al paraguas de los grandes medios de comunicación. Hacer un blog en El País mola, pero claro, hacer un blog a pelo ya es otro cantar: nadie te avala. Eres uno más entre setenta millones de blogs; ¿qué vas a ofrecer tú que los demás no den?
Entonces te empequeñeces, y te das cuenta de que no eres gran cosa: sin editor, sin una triste columna en la prensa, sin lectores que te ladren...
Lo realmente paradójico es que fue en ese momento cuando me decidí a empezar con el blog: al constatar que no era nadie. Si no eres nadie, ¿qué más te da que sea un éxito o un fracaso?
Y empecé a lanzar artículos a la red como quien lanza botellas al mar. No, no, no es que estuviera borracho como una cuba, que las botellas no me las bebía. Lo que estaba era solo. Muy solo.
Llegaban los comentarios con cuentagotas, y algunos amigos me enviasteis mensajes de aliento. Tantos ánimos, que me propuse escribir un artículo cada día —laboral, claro, que tampoco hay que pasarse—. Textos que se fueron haciendo más largos, más elaborados; algunos más afortunados que otros, pero siempre pensando en no defraudar a los que entráis cada día buscando un poco de lectura fresca.
Poco a poco, han ido llegando las recompensas: vosotros. No sé si sois muchos o pocos, prefiero no pensar en ello. Lo que sí sé es que hacéis mucho ruido, que completáis y perfeccionáis mis textos con vuestros comentarios, con vuestros enlaces, las invitaciones y con las menciones que me regaláis desde vuestros blogs.
Y, al final, parece que escribir en un blog sí que tenía sentido: tiene valor por sí mismo, el placer de la literatura. Y no uno, sino muchos valores añadidos: vosotros. Gracias a todos, porque, sin vuestro apoyo, seguiría siendo nadie, pero un nadie que ya no escribiría.
Gracias muy especiales a Pilar y a nuestro hijo, que renuncian cada día a un ratito de mi tiempo para que pueda escribir estas líneas. Y gracias de corazón a un lector llamado Jesús Ramos, que vigila para que nunca falte a esta cita, y me azuza cada vez que se me pasa la hora.
Y ojalá que disfrute todavía más con los próximos cien artículos.
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miércoles, 27 de junio de 2007
Consejeros diletantes
Mi amigo Fernando trabaja precisamente en ello; es médico, y su labor es apoyar a los fumadores recalcitrantes a que superen el vicio. A mí me parece muy bien, sobre todo porque Fernando me cae genial y así puede pagar sin apuros la hipoteca y demás, pero llevo unos días dándole vueltas al asunto, y es que no me acaba de convencer del todo.
Y es que mi amigo no ha fumado nunca. O sea, que se pasa el día convenciendo a la gente de que no es imposible dejar el tabaco, de que hay que mentalizarse, que se puede recurrir a tales y tales técnicas, y que no pasa nada. Ya. Pero él ¿cómo lo sabe? Porque me temo que hay muchas cosas que no se aprenden en los libros, ni en las aulas. Y no se trata de aplicar fórmulas matemáticas, o de concluir un diagnóstico, sino de sentarse enfrente de alguien, mirarle a los ojos y decirle: «tú puedes». Claro. Pero, ¿tú cómo lo sabes?
Lo cierto es que yo –si estuviera en la tesitura de dejar de fumar– me sentiría mucho más tranquilo si el consejero me hablase desde su propia experiencia. Supongo que ese es el truco de los "charlatanes de autoayuda" que se hinchan a vender libros con su infalible método: aparecen en un anuncio con sonrisa dentífrica y rebosando salud, y ponen como garantía de éxito su propio ejemplo. ¿Cómo no van a tener más credibilidad que mi amigo, que se pone una bata y te habla de tratamientos y pastillas? Claro que a mi amigo Fernando nunca le van a pillar en una recaída, apurando a escondidas un pitillo, porque su método milagroso a lo mejor ni iba tan bien como decía.
¿En qué confiamos, entonces, en la ciencia o en el testimonio? En la ciencia, cómo no, decimos todos a ojos cerrados. Pero veamos otro caso: el del sacerdote que "aconseja" sobre como conducirse en determinados aspectos de la vida —sobre todo, en aquellos que tocan al sexto mandamiento, que es el que más juego suele dar en materia de pecados y pecadillos—. ¿Cómo puede un profano dirigirte en un asuntos que, por propia voluntad, desconoce? ¿Puede valorar tu vida sexual? ¿Desaprobar tus aficiones favoritas, que diría Woody Allen? Es curioso que se permitan impartir cursos sobre la vida matrimonial, sobre las relaciones de pareja, cuando su conocimiento de la materia es puramente teórico.
No es muy diferente el caso de los profesores de empresariales que nunca han trabajado fuera de la universidad, y luego imparten clases prácticas sobre cómo administrar un negocio, como cuadrar un balance o llevar la contabilidad. Y se permiten repartir suspensos y aprobados a su antojo, sin preocuparles que, por mucha nota que hayan obtenido, cuando sus alumnos salgan al mundo real comprobarán que no se parece en nada al país de maravillas que les pintaron en la facultad.
Pues un poco así somos todos: aficionados metidos a consejeros. Nos encanta opinar, orientar, aconsejar. Lo sabemos todo. Todo, excepto que, en la vida, nadie es profesional: todos somos diletantes.
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viernes, 25 de mayo de 2007
Historias de un escritor: Cómo ser nadie
Y es que este “Cómo ser nadie” no es un objetivo sino una realidad constatada; no es una guía hacia el perfecto anonimato, sino una suerte de reconstrucción del desastre. Un capítulo final, un epílogo de un proyecto llamado “Diez años de silencio”. Aunque igual sería conveniente comenzar por el principio, para que tú y yo estuviéramos en igualdad de condiciones.
Quizá podría empezar confesando que yo también tuve esperanzas. Y ambición. Supongo que fui —o quise verme a mí mismo— un joven prometedor. Tenía cierta facilidad para escribir con coherencia, para ganar premios y para conseguir que me hicieran caso. Cierto que sólo escribía chorradas —más o menos, como ahora—, pero tenía la inmensa fortuna de que se publicaran en la prensa local y tuvieran cierta repercusión.
Veinte años. Con veinte años y un par de libritos publicados, ¿quién no sacaría pecho? Además, nadie puede imaginar lo que significa en León ser un joven escritor; incluso, aunque todavía no hayas escrito nada. De verdad, es inimaginable. En León no tenemos un gran club de fútbol y, para colmo, se llama “Cultural”. Porque las estrellas allí no son los virtuosos del balón, sino los escritores. Existe una verdadera devoción por la cultura y sus artífices.
A mí, inexplicablemente, me correspondió vivir esa fiebre, en mi primera juventud. Entrevistas, reseñas, lecturas, colaboraciones… Y eso, sin haber hecho aún nada. En mi tierra somos conscientes de cuál es nuestro verdadero capital, y hay un afán desmedido por los hallazgos; igual que en la montaña se arrancaba antes la antracita de la tierra, así se intenta ahora encontrar nuevos escritores.
En seguida, casi sin quererlo, acabas creyendo que todo es real. Que eres una joven promesa. Que vas a conseguirlo. Que vas a ser alguien importante. Que vas a ser alguien.
Luego llegó el silencio. Lo expresó mucho mejor Antonio Gamoneda:
«Durante quinientas semanas he estado ausente de mis designios.»
Yo también estuve quinientas semanas sin escribir. Quinientas semanas que me parecieron quinientos años. Quinientas semanas en las que darse cuenta de que no has llegado a donde pretendías, que no has cumplido las promesas, que la gran esperanza se desvaneció por sí sola.
¿Por qué aquel silencio? No hay motivos, no he sido capaz de encontrarlos. Quise hacer una novela, que nunca terminé. Quise ser poeta, columnista, narrador… Y no conseguí nada de eso. Sólo una década de fracaso ininterrumpido.
Es duro; valga el feo anglicismo para constatar que cuesta asumir la derrota. Y sin embargo, puedes sobreponerte. Yo quería ser alguien. Iba a ser alguien, de hecho. Pero la realidad tenía su propia opinión, y diez años después todo es diferente. No recuerdan tu nombre. Aunque aceptan tus artículos, ya no esperan nada de ti. Ya no vas a llegar. Ahora ya no eres nadie.
Esos fueron mis “Diez años de silencio”, que algún día relataré. Porque antes, al emplear la palabra “fracaso”, quizás me quedé corto: Yo lo experimenté como el desastre de la armada invencible frente a las costas de la pérfida Literatura. Y, sin embargo, en mi vida personal fue un tiempo muy intenso; sin escritura, eso sí, pero lleno de acontecimientos felices. Recorrí el mundo, me tomé muchas licencias, postergué las obligaciones. Tuve otros sueños, otras aspiraciones. Fui bueno, fui malo, pero intenté siempre ser algo. Conocí a tanta gente que empecé a comprender muchas cosas que creía incomprensibles. Modelé mi propia visión del mundo. Me di cuenta de que las ideas de otros, las ideas convencionales, no son las más adecuadas, no me sirven. Que los prejuicios no sirven de nada. Que lo que creía nefasto quizás no era tan malo. Descubrí qué era lo verdaderamente importante para mí. Y, sobre todo, que todavía tenía sueños. Todavía quería escribir.
No fueron años de infelicidad, no. Fueron años de dispersión, de esfuerzo denodado en ocasiones. De mucho amor, también. Y de cambiar pañales, que no es nada literario. De tomar decisiones importantes, de reconciliarme conmigo mismo.
Estoy convencido de que aquellos diez años fueron la etapa más decisiva de mi vida. Si no hubiera roto con mi “prometedora” carrera, ¿qué habría logrado? ¿Tendría una columna, un par de libros publicados, un grupito literario en el que sentirme atrapado? Habría entrado en el juego de los favores, en el “mundillo” de la vanidad, y quizás habría conseguido situarme.
Sin embargo, sospecho que no habría tenido mucho que contar. Como esos escritores que hablan de cualquier cosa, pero no la han vivido; sólo saben lo que han leído. Yo quiero pensar que todo lo que escribo es de primera mano, porque surge de mi propia experiencia. Porque escribir no es sólo una técnica: también hay que tener algo que contar. Yo antes no lo tenía, y ahora, a veces, tengo hasta de más.
¿Y a cambio de qué? Del duro peaje de encontrarme todas las puertas cerradas, de perder mis contactos, mi pequeño prestigio, de cancelar mis esperanzas como si me hubiera atrapado el “overbooking” —underbooking, o underwriting, en mi caso—. De terminar siendo nadie. Y, aún peor, de terminar aceptándolo.
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viernes, 27 de abril de 2007
¿Intelectual yo?

Hace unos días, la exquisita poetisa Ana de la Robla me recriminó —no sé si más de veras o de broma— mi escaso toque “intelectual” al dedicar folio y pico al asunto de las faldas. Uno encaja como buenamente puede, pero vuelve a las andadas, y ayer el novelista Javier Pérez me clava un rejón por escribir dos páginas de fútbol. Vamos, que ya sólo me falta que me saquen una foto en camiseta, tirado en el sofá y bebiendo cervezas para acabar con mi ya bastante depauperado prestigio.
Pero lo malo, lo peor de todo, es que en el fondo tienen razón. Puedo parecer muchas cosas —incluso alguna buena—, y hasta serlo, pero yo no soy un intelectual; el término no me cuadra nada, ni como sustantivo ni como adyacente nominal.
Hace mucho tiempo ya que decidí no leer nada que me aburriera. Si descubro que un libro está mal escrito, con tecnicismos y pedantería, no vuelvo a tocarlo. Si los cuadros de una exposición no me gustan, lo digo. Si una obra de teatro me aburre, me duermo. Y no piso las filmotecas, porque de chavales Pilar y yo nos indigestábamos con el cine iraní y el chino, y cosas aún peores.
Y eso no es todo: me aburren los discursos solemnes; detesto a los conferenciantes engolados. Y la mayoría de los programas culturales de la tele me parecen un rollo —de hecho, tampoco me parecen muy “culturales”, precisamente—. No voy a las presentaciones de libros si no me invitan o conozco al autor. No escucho las tertulias radiofónicas, y la prensa la estoy dejando poco a poco —pero yo lo controlo, ¿eh?—. Escucho discos muy viejos y casi siempre los mismos; si son nuevos, suelen sonar a viejos. Y además, ya no me gusta nada ir por todos los saraos presumiendo de los premios que ganas y poniendo pose de escritor.
¿Intelectual? Nada de eso; a mí me gusta pisar charcos, perder el tiempo, pasar el rato… Charlar con los amigos y conocer a alguno nuevo. Dar vueltas por la playa, jugar al fútbol con el niño, ver partidos de baloncesto. Tirar piedras a la orilla de un río. Hablar por teléfono, decir chorradas intrascendentes, olvidarme de las fechas señaladas. Cocinar pizzas caseras, comer con los dedos, aprenderme los diálogos de los Hermanos Marx. Leer a Boris Vian y a Roland Topor, llamar a los timbres, andar en bicicleta. Cantar canciones malas de Siniestro Total, jugar a la pleisteision, caminar sobre el alambre (bueno, lo hacemos más bien sobre los bordillos de las aceras, pero le llamamos “el alambre”).
Si para ser escritor tengo que olvidar alguna de estas cosas… no sé, no sé. ¿Alguien podría hacerme una buena oferta? Por escrito y ante notario, claro.
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Esos desconocidos tan familiares
Supongamos que, cada día, te levantas a las 7:00 —una desgracia muy común, lamentablemente—, y sales temprano a pasear al perro; te cruzas con el pastor alemán, el perro salchicha y con ese chucho raro de lengua azul y demasiado pelo. También pasas junto al barrendero y en el parque empiezan a trabajar tres o cuatro jardineros. El bar de la esquina está levantando la trapa. Dos muchachas, de uniforme colegial, charlan en la plaza, que ahora cruzan dos horrorosas maxiescuters. A lo lejos se oye el retumbar de una imponente custom. En el kiosco están descargando la prensa, y el furgón de la panadería se marcha tras entregar la mercancía. Frente a tu edificio, algunos jóvenes con mono de faena charlan animadamente en lenguas que desconoces, esperando que llegue el capataz. Un chica de bata blanca entra en un pequeño utilitario, y también se pone en movimiento ese megane cupé que tanto te gusta. Poco antes de alcanzar tu portal, un chico al que el traje le viene demasiado grande espera a que le recojan. Mientras abres la puerta, ves reflejado en el cristal el coche camuflado de los dos guardaespaldas de tu vecino, el concejal. Luego entras en casa y saludas a tu familia
—¿Qué, había algo por la calle?
—Qué va, nadie. Como siempre.
Están ahí, pero no les vemos. ¿O sí les vemos, pero les ignoramos? En la cola del pan, en la parada del metro o el autobús, en los pasillos de la facultad o a dos calles de casa, siempre están ahí. Son esas personas que ves todos los días, pero que ni siquiera saludas. Y te fijas en ellas mucho más de lo que crees —y no me refiero, exclusivamente, a esa chica o ese chico que te sonríe cuando os cruzáis—; te fijas tanto, que el día que faltan lo notas, les echas de menos.
No sé si es la rutina, la comodidad de las pautas automatizadas, la que hace que los identifiques como parte del paisaje; un paisaje vivo, humano, social, pero paisaje al fin y al cabo, porque cuando te encuentras con uno de estos “desconocidos que te suenan” en otro contexto te cuesta mucho reconocerlos.
Sucede que, en algunas ocasiones, empiezas a saludar a alguno, sin saber muy bien por qué. Y sigues sin saber su nombre, a qué se dedica o si le gustan los barquillos o le sienta mal la lactosa, pero entonces dejan de ser desconocidos. En ocasiones hay algún elemento que actúa de socializador, y se traba conversación; los perros suelen ser una excusa excelente para iniciar una charla banal.
Claro que, también, hay un punto a partir del cual, si no has establecido contacto, esa persona será un desconocido para siempre.
A mí —que me gusta pensar que soy tímido, aunque nadie me crea— siempre me asalta la tentación de dirigirme a esas personas, de decirles algo, de conocerles al menos un poco. Después de haberles visto tanto, tratas de averiguar a qué se dedicarán, por qué madrugan tanto, cómo les gusta el café…
Claro que suelo controlar mis impulsos, ya que mis intenciones serían seguramente malinterpretadas: ¿quién va a fiarse de un extraño, por mucho que le veas deambular por tu barrio o tu lugar de trabajo? Nos hemos tragado tantas películas, que ya vemos psicó/sociópatas por todas partes.
Y luego están los desconocidos a los que conocemos de sobra, aunque ellos no nos conozcan: actores, locutores, presentadores, famosos a los que consideramos parte de nuestra vida, a los que instintivamente te dirigirías con familiaridad, pero para los que somos absolutos extraños. A mí me pasaría con los escritores a los que he leído mucho, en especial con los poetas: has sentido que vivías su mundo, y hasta has construido tu propia imagen de él. Y luego te lo cruzas y no tienes absolutamente nada que decirle.
Hace muchos años, sentado en un tranvía de Colonia, empecé a reflexionar sobre este asunto, al notar que aquella mañana me faltaba alguien. Son los “desconocidos familiares”, pensé. Y hace unos días, al preparar estas líneas, me encontré con que todo esto ya se le había ocurrido a alguien: a Stanley Milgram, un psicólogo social fascinante. Él los llamó “familiar strangers”, y realizó un estudio sobre el tema en 1972, así que me lleva treinta y cinco años de ventaja.
El poeta Antonio Montesino diría que se trata de intertextualidad, aunque yo sospecho que lo que realmente sucede es que alguno de los dos —o Milgram, o yo, o quizá ambos— andamos algo cortos de creatividad. Porque, sinceramente, ¿a quién no se le había ocurrido esto ya?
PS. Hay otros desconocidos familiares aún más cercanos, en este mismo espacio. Uno soy yo. El otro eres tú.
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jueves, 5 de abril de 2007
Motivos para ser nadie
Sucede que todo el mundo quiere ser más: más rico, más importante, más poderoso… Todos queremos ser “alguien”.
Y luego te tropiezas en el autobús y te dicen, enaltecidos: «Tú no sabes con quién estás hablando». Pues no. Claro que no. Porque todos, prácticamente todos, somos anónimos.
Anónimos, no innecesarios. Los que de verdad sobran suelen ser los más famosos.
Estoy pensando en el periodista que es más protagonista que la noticia o el entrevistado. O en el político que no sirve a la sociedad, sino que se sirve de ella.
Podrían parecer envidiables, pero ser “alguien” requiere demasiadas concesiones: debes pisar las cabezas que te rodean, para trepar; debes hacer lo que otros quieren —como el músico que escribe siempre la misma canción, aunque le ponga nombres distintos—;
y, sobre todo, debes renunciar a ser nadie.
Siendo nadie eres realista —que no conformista—; asumes tu posición en el mundo, dejas de ser una víctima de la vanidad y ya no sufres por no ser “alguien”.
Puedes ser tu propio Ulises, ante los cíclopes del poder, que ni siquiera pueden identificarte.
Y, a fin de cuentas, ¿quién puede ser absolutamente feliz? Nadie.
Pues eso.
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martes, 3 de abril de 2007
Cada vez menos (anónimo)
Yo soy poca cosa, y cada vez menos, pero siempre tendré a mis amigos. Es una sensación increíble la de sentarse al ordenador, escribir cuatro líneas, y luego recibir una lluvia de emails de la gente que te quiere y se acuerda de ti. Lástima que os empeñéis en usar el correo privado y no los comentarios públicos, porque ha habido comentarios geniales.
Y también están los nuevos amigos, que han llegado sin invitación y se han quedado aquí, sin hacer ruido. Parece que no sólo yo soy “nadie”. Os animo también a participar, porque lo que realmente hace de un blog algo grandioso es la posibilidad de establecer un diálogo entre el que escribe y el que lee, y que los papeles puedan intercambiarse.
Boris Vian aseguraba escribir “para divertir a los amigos”; yo también pensaba en los amigos al empezar a escribir este método para caer en el olvido, que es hacer un blog cuando ya hay más de cinco millones de blogs. Gracias por estar ahí; sin vosotros nada tendría sentido: sería como la vida real.
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