Este blog ya no está activo. Por favor, visita mi nuevo blog en El Diario Montañés: Llamazares en su tinta.



jueves, 29 de mayo de 2008

Salto al papel (Mi columna en el diario Alerta)

Un viaje a un lugar exótico, un balón de reglamento, una mirada de «ay, si tú quisieras...» en la parada del autobús, un libro de Boris Vian... Hay cosas que siempre hacen ilusión, que nos hacen sentir como un niño con zapatos nuevos —claro que entonces, cuando se acuñó la expresión, aún no había naiks, ni adidas, imagino—.
El caso es que a mí una de las cosas que más me presta es publicar. Y publicar en papel. Porque la web está muy bien, y en el blog puedes contar más, e igual hasta mejor, pero no es lo mismo. No huele a tinta. No tiene el tacto áspero del papel prensa. No te corta los dedos si te descuidas. No suena a tormenta de verano cuando lo arrugas, y no puedes doblarlo, redoblarlo y volverlo a plegar, hasta convertirlo en un pedacito muy pequeño de información, que cabe en un bolsillo y también puede servir para calzar una mesa que cojea. No puedes leerlo por encima del hombro de alguien en el tranvía, ni bajar al quiosco y comprar la edición de la mañana. No puedes usarlo de almohadilla en el fútbol, ni envolver pescado o churros. No sirve para hacer papel maché, ni sombreros napoleónicos, ni barquitos de papel. Nunca te encuentras blogs abandonados en las aceras, ni los deshace la lluvia. No puedes enrollarlos y usarlos de catalejo, o de espada, o de cachiporra. Ni siquiera puedes meterlo debajo del maillot para cortar el viento cuando vas en bici.

Por eso, y por tantas cosas más, me ha hecho tanta ilusión volver a ver mi nombre impreso sobre papel prensa, y con foto y todo. Porque, después de una temporada colaborando con Alerta, el periódico con más solera de Cantabria, me han dado una columna. Aparece los jueves, en las páginas de Cultura, y la he llamado "Verbi Gratia". En ella hablo sobre temas culturales y sociales, con alguna conexión con la región —claro que, conociéndome, acabaré hablando de cualquier cosa; de lo que me dé la gana, más en concreto—, como en la edición de hoy, en la que me pregunto qué va a pasar con Comillas y la proyectada "Universidad del Español" con la que el gobierno autonómico lleva tres años amenazándonos.


Ah, y por cierto: también se puede leer en internet, cada jueves, en la web del periódico Alerta. Pero, como os decía, mola mucho más en papel...

miércoles, 28 de mayo de 2008

Conocimiento del medio


Tarde plomiza, de repaso para el examen de mañana, que toca "Cono" (para los clásicos, Naturales y Sociales, todo junto). Lección sobre objetos animados e inanimados, cuando me pregunta Javierín:
—Vamos a ver, el teléfono... ¿está vivo o muerto?
—Mmm... Digamos que muerto.
—Y entonces, ¿por qué suena?

En fin...

lunes, 26 de mayo de 2008

Cálculo editorial


Será cosa de que el personal que se mete en estos jaleos es siempre "de letras", o quizá sea cosa, como en el dicho popular de que «llena más el guellu que el botellu», pero lo cierto es que el "cálculo editorial" nos falla más que una escopeta de feria.
Aclaremos primero que estoy usando aquí el término de un modo bastante libre; más que a la habitual elaboración de presupuestos y demás que se hace con cada proyecto editorial, me refiero a la estimación de ventas que suele realizarse para decidir la tirada.
Lo de la estimación de ventas, fuera incluso del sector editorial, es en sí misma un mundo apasionante. Aparece en cualquier estudio de mercado o proyecto de viabilidad que se precie, y utiliza unos rigurosísimos y muy científicos métodos estadísticos para vaticinar resultados futuros. Vamos, como lo de las brujas de antaño, pero sin bola de cristal. ¿Que por qué? Pues porque, sencillamente, se basa en estimaciones. Es un poco más serio que rellenar las quinielas a boleo, pero no mucho más.
Sin embargo, en lo que a editar libros se refiere, la cosa es mucho más divertida. Y es que los pronósticos suelen ser, más que disparatados, sentimentales.
El primero que se pone a calcular cuánto, en números redondos, va a venderse, es el autor. Y no conozco autor cuyas expectativas bajen de los quince mil ejemplares —y eso, en una mala tarde, que lo habitual es soñar con gestas a lo Jarri Poter—. ¿Por qué? Porque su libro es muy bueno. ¿Qué digo, muy bueno? ¡Qué va! ¡Su libro es lo mejor que se ha escrito desde el código de Hammurabi! ¡O antes! Y, además, resulta que ya hay legiones de lectores ávidos de comprarlo porque, al parecer, se ha corrido la voz y la gente está que se come las uñas esperando la edición princeps.
Y luego pasa lo que pasa, claro: que cuando en vez de quince mil se venden unos setenta y cinco ejemplares, al pobre autor le entran los siete males y dispara a todo lo que se mueve. Que si no ha habido promoción, que si la edición era una mierda, que si los consagrados son una especie de secta que domina el mundillo literario y no dejan entrar a nadie, que si no se le ha valorado lo suficiente… Alguno, incluso, llega más lejos, y se reconforta pensando que es que la gente «no tiene ni puta idea de literatura». Y se queda tan ancho, por supuesto.
¿Qué sucede al final? Si el autor ha publicado en una editorial más o menos decente, una vez cubierta la edición, le ofrecerán comprar los ejemplares no vendidos a precio de saldo. Si el editor es grande, pero grande, grande, lo que no se venda lo destruirá, porque le sale más barato que almacenarlo —casi duele sólo pensarlo, ¿verdad?—; pero si se trata de una autoedición, entonces el pobre autor está perdido, porque esas cajas que apiló, provisionalmente, en su garaje, se van a quedar ahí para siempre.
Total, que lo del "cálculo editorial" hay que tomárselo en serio, que lo del "ojo de buen cubero" no suele funcionar demasiado bien.

jueves, 22 de mayo de 2008

Si los picos no fueran pardos

Suena estos días por las emisoras de Cantabria —lo escuché, en concreto, hace dos domingos, durante la retransmisión del Athletic-Racing en el que los verdiblancos nos jugábamos la UEFA— un curioso anuncio institucional que viene a decir, más o menos, que “si no hubiera clientes, no habría trata de blancas”.

El hermoso silogismo nos lo regala la Dirección General de la Mujer y resulta, ciertamente, de lo más exacto. Ajustado a los cánones de la ONU, que ha lanzado una campaña en esa línea —para los interesados, se puede googlear “CEDAW”—, su lógica es inapelable: sin comprador no hay venta.

Lo mismo podría aplicarse a los artículos robados, a las falsificaciones o al pirateo en general: éste es un mensaje claro y fundamentado, que expone la realidad tal cual es y ataca directamente a la línea de flotación de la hipocresía social.

Sin embargo, hay algunos detalles en esta campaña que no dejan de resultar curiosos. Para empezar, la elección del destinatario. ¿Es que son los futboleros especialmente puteros? ¿Más que los aficionados a la petanca? ¿Más que los parlamentarios, por ejemplo? Claro que quizá se haga porque el público objetivo sea, sin más, el colectivo masculino. Y el júrgol, ya se sabe, “es cosa de hombres”. Ahí le han dado, sí señor: superando los prejuicios ancestrales.

Sólo que el domingo, a esa hora y con la UEFA en juego, una buena parte de la audiencia no estaba, precisamente, en edad de fomentar más trata que la de cromos. Y explicar a un tierno infante qué son las whiskerías y por qué no hay que ir de picos pardos es un marrón de no te menees, cortesía de la Dirección General.

Curioso, también, que a escala global estos mensajes “circulen” por la izquierda. Sobre todo cuando, hace nada, desde esas mismas barricadas se reclamaba dignidad y hasta seguridad social para “la profesión más antigua del mundo” en cualquier foro donde hubiera una cámara y la posibilidad de colgarse la medallita de progre. Los mismos caras que antes reclamaban la legalización de las drogas y ahora prohíben fumar. Y es que, como en el 68, la playa sigue estando debajo de l@s adoquines.

martes, 20 de mayo de 2008

Calamaro y el divismo


Andaba yo anoche algo inquieto, saltando de un canal a otro en busca de alguna peli de la Kinski con la que ir cerrando el ojo —o de la "Jolín", aunque fuera—, pero nada. Y es que parece que últimamente sólo se pueden reponer películas relativamente nuevas y, a ser posible, de éxito masivo (y calidad discreta, claro). Y no es que pida el blanco y negro de los años dorados de TVE-2, pero es que no hay ni un triste rescate del "Hotel New Hampshire", por recordar uno de los papeles más salvajes de la buena —buenísima, precisaría yo— de Nastassia.
El caso es que allí andaba yo, medio dormido ya, cuando me enganchó el telediario de La 2, el nocturno ése en el que sale Carlos del Amor, que aparte de hacer malabares con las cejas es un auténtico fenómeno del periodismo y firma junto a su equipo el mejor noticiario de la tele. Y el único que merece la pena ver, por cierto.
Lástima que anoche el invitado fuera Andrés Calamaro. Y digo "lástima" no porque no me guste la música de Calamaro, que sí que me gusta —o, más bien, me ha gustado más que me gusta, pero en fin…—, sino porque el "artista" iba precisamente de eso, de artista, y estuvo tan en su papel que acabó por resultarme repelente. Para mí que fue un ataque de divismo, o algo así, pero yo juraría que el tío dijo, palabras más, palabras menos, que «acepto que me pirateen, que la gente se descargue mis canciones, que se las grabe, incluso que se las regale a los amigos. Pero lo que no acepto es que mi disco no esté entre los treinta más vendidos del país». Y me preguntaba yo que qué estaría queriendo decir el pavo este, cuando lo matizo: «¿Qué le pasa al público en España? Son ellos los que deberían ir al diván [del psicoanalista, se supone]; yo ya hace tiempo que hice mi elección». Y, cuando ya estaba seguro de no entender nada, llegó el remate: «El público español está demasiado ocupado con el fútbol, con internet, qué se yo…». Colosal.
El caso es que igual yo lo entendí mal, no sé, pero es que sigo alucinando —en colores, como decíamos antes— con el morro que puede llegar a gastarse el prenda este. Que se cabree porque sus discos ya no venden, lo puedo entender. En fin, nada es eterno, y cuando las canciones empiezan a parecerse demasiado unas a otras, cuando los músicos se copian a sí mismos, es normal que el tema decaiga. Y que los años pasan y tal y cual y lo que quieras. Vamos, que ya no vendes y te jode. Claro, pues sí, normal. Hasta ahí. Pero mosquearte con el público porque ya no estés de moda... vale, chaval, te has lucido. Eso sí que es amor propio, seguro que no tienes ningún problema de autoestima. Y la gente, ¿qué decir de la gente? ¿Qué hacen todos esos cabrones, mirando páginas web, viendo fútbol, tomando copas por ahí, en vez de comprar tus discos? Pandilla de desagradecidos, a picar piedras los ponía yo ahora mismo. Mira que no reconocer tu inmenso talento… y tu admirable humildad.
La verdad, cada vez estoy más convencido de que los managers, agentes, editores y demás satélites deberían prohibir a sus representados las apariciones públicas, y sería la mejor manera de mantener ese halo de glamour que se supone que tienen las estrellas. Porque yo, la verdad, me estoy planteando tirar los discos de los Rodríguez, los que tengo de Calamaro y hasta borrar del disco duro los emepetreses de aquí el fenómeno, ése que me quiere llevar al loquero porque él ya no es superventas. Que te den, salao.

jueves, 15 de mayo de 2008

La encuesta mundial: ¿Angelina o Nastassia?


Visto que hay muchas dudas entre el personal, creo que lo mejor va a ser dirimir la cuestión estadísticamente (que no democráticamente).



Más cachondeo en los comentarios.

Liga por la moral y la decencia en las playas cántabras

Andaba yo pensando esta mañana si escribir algo acerca de las bondandes de la Kinski y la Jolie (no descarto una encuesta mundial en cualquier momento), cuando una sonora bofetada de la realidad me ha dejado cariacontecido y ciertamente preocupado.
Vean, si no, lo que denuncia un anónimo peatón —o bañista, más bien—, en un diario local, y díganme si no es como para poner el grito en el cielo:



Y es que aquí el anónimo tiene más razón que un santo: que no hay derecho, hombre. Que no. Que no puede ser que baje uno hasta el Sardinero con la señora, el niño, la sombrilla, las hamacas y la nevera portátil y se dé de bruces con semejante espectáculo. Ni hablar.
Si es que se desvisten como… Y luego que si venga a untarse cremita, que hay que ver lo lúbrico del asunto. ¿Y qué me dicen de las posturitas? Porque si primero se tuestan la pechuga, con todo el instrumental ahí expuesto, al rato la cosa se pone peor todavía, porque encima gastan tanga. Y uno allí, tratando de acabar un sudoku, y reflexionando sobre la falta de sincronía entre el IPC oficial y el real. Que no son formas, por Dios.
En enero tenían que venir estos desnudistas a hacer sus porquerías, hombre, ¡tanta naturaleza y tanta gaita! Y esa es otra, que dentro de nada se pondrá de moda que también ellos luzcan poderío, y van a parecer las playas la sección de charcutería del pryca.
Tanta razón tiene aquí el denunciante, que estoy por escribirle y a ver si fundamos pronto una liga cántabra por la moral y la decencia, que ya está bien de tanto putiferio y tanto libertinaje. Coño. Se sienten. Ar. A la playa se va con traje de baño, a ser posible con volantes. O traje de buzo, si es menester. Y, de paso, vamos a poner a cada uno en su sitio. Los caballeros, a la Primera. Las damas, a la Segunda. Y para los que no encajen en estas categorías ya está Mataleñas. Eso sí, en La Concha queda vetada la entrada de sudamericanos en general y argentinos en particular, no vayan a formarse malos pensamientos con tanta polisemia y tanta coña.
¡Hombre, habrase visto, que no pueda un honrado cabeza de familia ir a la playa sin tener que aguantar tanta guarrada, que tienes que ir todo el rato apartando la vista! ¡El que quiera chicha, que se tire al porno! (Eso sí, mejor que lo busque en internet, que es más barato que las revistas, ¿eh?) ¡Y el que quiera libertad, que la ponga en su casa!
Y, para empezar a predicar con el ejemplo, yo mismo, a la próxima chavala que se me vuelva a pasear por el blog en medio en pelotas, la voy a poner de vuelta y media. O más.

PS. Nota para lectores con poco humor: Antes de cabrearse, dígase: «lo mismo todo esto lo dice en tono irónico…». Así igual nos ahorramos malentendidos innecesarios, ¿verdad?

miércoles, 14 de mayo de 2008

Alfonso Reyes, un escritor singular

Hay escritores muy especiales, personas de las que jamás podrías imaginar que escribieran, o que escribieran de cierta manera.

Algo así pasa con Alfonso; quien le conozca sólo de vista sabrá que es viajante, siempre a bordo de su furgoneta, haciendo kilómetros por las maltratadas carreteras del Viejo Reino. Que, aunque sea parlanchín, habla con mucho aplomo, como repensando lo que dice, y luego te sorprende con una inflexión de énfasis, o con un chiste, porque lo que de verdad le va es el cachondeo.
Yo le conocí en otro contexto, lejos de los mercados y de los bares donde se cierran los tratos; en aquella época yo era bibliotecario, y pasaba las mañanas en la Biblioteca Pública de La Bañeza, catalogando las novedades y gestionando los préstamos —sí, sí; dicho así suena a algo, pero en realidad estaba la mayor parte del tiempo en el mostrador sellando fichas y recogiendo libros—.
Lo bueno de aquel empleo, sin embargo, eran los "usuarios". Y es que, aunque la administración los llame así, en realidad son personas. Sí, gente de carne y hueso; cierto que muchos van a estudiar, a leer el periódico, a chatear por el messenger o a mirar las opavardas, pero resulta que también hay gente a la que le gusta leer, y son asiduos visitantes de las bibliotecas.
A esos, además, los localizas enseguida: cada tres o cuatro días vienen y van con su cargamento de libros, con su "dosis" de lectura, y no puedes evitar fijarte en qué llevan y qué traen. Unos prefieren las novelas románticas, otros la historia, las biografías, los libros de memorias… Y luego están los omnívoros, los que lo devoran todo, y además se pasan el día dando la lata con las novedades, y pidiendo recomendaciones.
Y claro, uno de esos, ése en concreto, era Alfonso. Mi lector. A veces pensaba que alguien, una fuerza superior, me había destinado allí, a aquella humilde biblioteca de pueblo, para que pudiera surtir de literatura a aquel muchacho que cada mañana se llevaba un libro mientras hacía un comentario crítico de su última lectura.
Recuerdo que, la primera vez que conversamos, tenía que renovarle el carné, que a fuerza de un uso desaforado se había quedado en poco más que un resto de papel con los colores desvaídos de lo que un día fuera una foto. Y cuando le pregunté el nombre, me dijo muy sereno, como paladeando las palabras:
—José Alfonso Jiménez. Tengo nombre de emperador, pero sólo soy un gitano…
«Mucha guasa para tanta modestia» o «mucha modestia para tanta guasa», me dije. Y empezó a caerme bien aquel chaval. Más tarde me enteré de que escribía, que había vuelto a estudiar después de dejar la escuela en la adolescencia, que daba charlas para asociaciones gitanas… Mantenía, eso sí, una guerra a muerte con la ortografía y la gramática, pero eso nunca le había robado ni un ápice de coraje a la hora de presentar sus cuentos a premios literarios o intentar publicar en cualquier foro.
El primer material serio que me pasó era una novela corta. Claro que era tan corta, tan corta, que a mí me pareció un cuento largo; imagino que a él se le hizo más novela por el esfuerzo de escribirla, más que nada. El caso es que me sorprendió por completo: era la historia de un profesor que vive una aventura con una alumna adolescente. «Lunas de hiel», se titulaba. Me sorprendió, decía, no tanto por su técnica —ciertamente rudimentaria— como por la capacidad camaleónica del autor para fabular historias tan alejadas de su vida cotidiana. Así que le invité a colaborar con «Las Comarcas», el semanario que editaba en aquella época.
Poco después, y un poco de carambola, acabé dirigiendo la emisora local de radio. El programa cultural, como no, se lo encargué a José Alfonso. «Los martes literarios», lo llamó, y durante cerca de dos años no faltó a la cita ni una sola vez. Llegaba con un montón de folios y fotocopias, y luego me pedía algo de música "con sentimiento" para engalanar un poco el cotarro. Allí hablaba de Borges y de Colinas, de novela negra y de premios literarios, con el guión milimetrado de los que siempre tienen los deberes hechos. Y así seguimos hasta que la vida lo llevó a rodar por la Vía de la Plata, con mudanza fallida a Benavente, y yo emigré a la costa.
Tiempo después supe que se había reinventado, que firmaba como "Alfonso Reyes" y había publicado un par de libros de relatos. Los compré, y de nuevo me sorprendió: en uno era un autor a lo Bukowsky, costumbrismo con mucha mugre en las esquinas y crímenes al por mayor. En otro, recorría los límites del amor y el dolor, contando historias románticas pero de las que acaban mal. La técnica había mejorado, se notaban las lecturas, el esfuerzo de la reescritura, la planificación de escenas mil veces pensadas. La ortografía, sin embargo, seguía siendo una asignatura pendiente, así que le llamé para ofrecerle mi ayuda con las correcciones de su siguiente libro.
Y ese libro, entonces sólo una idea, está ya en imprenta. Hace un par de semanas le envié algunas sugerencias y otras tantas enmiendas de los originales que me había pasado, y en su último correo me agradece los servicios y me anuncia que aparecerá enseguida; es una nueva colección de relatos, negros negrísimos, en los que resulta maravilloso la recreación del lenguaje que realiza.
Como asombroso resulta el hecho de que es el único escritor leonés que conozco de su [mi] generación que realmente le saca pasta a esto de la literatura; y es que las ges y las jotas igual no, pero los euros y los duros los domina como nadie, y ha aprendido cómo ser autor y editor y no estar loco; o no arruinarse, vamos. A ver si aprendo algo de él, en alguno de esos dos oficios.

martes, 13 de mayo de 2008

Idiomas ricos (y pobres hablantes)



Quizá uno de los deportes nacionales que más aficionados tenga —y digo "aficionados" porque aún no hay federación oficial en la que inscribirse, aunque tranquilos, que todo se andará— es hablar de lo que no sabemos. Un hermoso ejercicio, tan extendido como la envidia o el sexo oral —el de boquilla, vamos— y que todos, tarde o temprano, practicamos.
Viene esta perorata a que el otro día, en clase, un profesor deslizó, como quien no quiere la cosa, y sin venir demasiado a cuento, que "el español es un idioma mucho más rico que el inglés". A mí, a la primera, la frivolité ya me hizo un poco de daño en el oído, pero ¿a qué meterse?
El profesor, no obstante, se fue poco a poco gustando a sí mismo, y de paso se le debía de ir inflamando el músculo patriótico, porque al poco rato volvió con la misma cantinela, que si el español era muy rico y el inglés una piltrafilla in comparison.
A mí, por lo general, las boutades de este pelo me dejan más bien frío, pero daba la casualidad de que, justo antes de la clase, nos habíamos pasado la hora del café debatiendo sobre si el inglés era fácil o no, y yo me había puesto gallito explicando mis opiniones, que nada tenían que ver con lo que el baranda estaba pontificando en el aula.
Total, que al tercer intento —y, sobre todo, porque el tipo lo remató con un "y os aseguro que sé de lo que hablo— no pude más, y acabé entrando al trapo. Y eso que sólo fue una mueca, pero debió de resultar bastante desagradable, porque el hombre interrumpió su charla como si le hubieran pinchado con un alfiler.
—¿Qué te pasa? ¿No estás de acuerdo? —me preguntó.
—Bueno, eso del inglés... no sé, no sé —me escabullí yo, arrepentido ya no de haber abierto la boca, sino de haberla movido un pelín.
—Pues es cierto, el español es mucho más rico, y lo digo con conocimiento de causa.
Y vuelta la burra al trigo…
—Yo no diría que el inglés es más pobre. Que su gramática sea más sencilla, quizás. Pero que sea menos rico que el nuestro, no.
—Pues yo lo sé por fuentes muy autorizadas, y saben de lo que hablan.
«Que sí, que vale. Que tú tendrás un doctorado y serás ingeniero y sabrás mucho de todo lo que sabes, pero que te estás columpiando». Esto último sólo lo pensé, por supuesto, que todavía tenía pendiente un examen con él, y está el patio como para andar provocando a los docentes.
—Bueno, yo también sé algo de lo que hablo, que para eso soy lingüista.
Vale, es verdad: me tiré un farol. Porque licenciado sí, pero saber, saber... es como todo; te suenan las cosas, más bien.
El caso es que luego nos pasamos un rato debatiendo, que si el inglés que aprendemos es básico, que si el inglés culto es de aúpa, que si tal y que cual. Al final, el "doctor" se quedó en sus trece, diciendo que ya consultaría a "sus fuentes", y yo me quedé con las ganas de darle un buen tirón de orejas, porque ¿a quién coño se le ocurre medir y comparar lenguas? ¿Qué va a ser, cuestión de palmos? ¿O de centímetros, en el peor de los casos?
Las lenguas, como las personas, no son tan fáciles de valorar. ¿Es mejor el quechua o el swahili? ¿Mi primo Cusco o mi primo Nando? ¿Angelina Jolie o Nastassia Kinski? ¿La langosta o la cecina de chivo? Seamos serios, hombre, que para algo tienes un doctorado y una silla en el departamento.
Incluso en el caso de que una lengua tuviera mayor variedad léxica que otra, no estoy seguro de fuera "más rica". Las lenguas son herramientas de comunicación y, cumpliendo esa función, valen todas lo mismo que las otras. Si no tienen un término, lo toman prestado, lo adaptan o lo inventan.
Imagino que, de cualquier modo, mi profesor estaba más en la línea de Pérez Reverte, que opina que los manguis hablan un español más rico que los universitarios, porque crean nuevas palabras para que nadie les entienda. Sí señor, eso es lucirse, inventar ahora el concepto de germanía. Doctores tiene la Academia…
Luego, después de darle muchas vueltas, acabé por hacerme una idea de qué llevaba al profesor a pensar que el inglés era menos rico que el español. Y es que, aparte de un patrioterismo mal entendido, resulta que los hablantes no nativos de la lengua de Shakespeare pensamos que hablamos inglés, cuando en realidad manejamos una versión abreviada del mismo, simplificada gramaticalmente y con no más de mil quinientas palabras. Y pensamos que es el English de los anglosajones, cuando en realidad es el Globish, una especie de "lingua franca" con la que nos apañamos en el resto del mundo, y que entiende todo el mundo menos los angloparlantes, a los que les suena a chino. Todo esto lo descubrió y lo cuenta mejor que nadie Jean-Paul Nerriere, un antiguo pez gordo de la IBM que cuando pasó de Francia a Estados Unidos se percató de todo el tomate, y lo aprovechó para forrarse con un best-seller.
O sea, que si lo miramos así, por supuesto que el español es más rico que el inglés; claro que habría que usar el inglés en plan "yo Tarzán, tú chita", o al más clásico estilo de las películas de indios y vaqueros.

El problema es que, en unos días, vuelvo a tener clase con el mismo profesor, y algunos compañeros del master me adviertieron: «ten cuidado, que va querer devolvértela». Total, que me puse a rebuscar por ahí y al final me di de bruces con un dato demoledor: los últimos estudios aseguran que en inglés hay casi un millón de palabras vivas, mientras que el español contemporáneo usa unas doscientas setenta y cinco mil. O sea, que si eso es ser una lengua más pobre… Ahora, que a ver quién le explica todo esto, ¿verdad?