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lunes, 7 de septiembre de 2009

Rock in wild Forest: 25 años de los Deicidas


Gira 25 aniversario de los Deicidas. Es 4 de septiembre y tocan en un pueblín de Léon. Matadeón de los Oteros. ¿Y dónde está eso? Cincuenta kilómetros de la capital, trescientos desde casa. En fin, cualquier lugar es bueno para el rocanrol. Así que hasta allí nos fuimos. Como si aún colearan los ochenta, Morti se puso las gafas de aviador y yo me calcé las wayfarer —a fin de cuentas, en la movida todo era apariencia, ¿no?—, y nos lanzamos a devorar carretera, en nuestro particular Highway to Hell.



Pueblo de adobe, unas cincuenta casas. Noche negra y calles vacías. ¿Nos habremos equivocado de sitio? Igual era en Matanza, o en Matanzos, vete a saber. De pronto nos cruzamos con tres peatones y sí, en efecto, hay concierto en las Escuelas. Todo recto y a la izquierda. No hay ni un coche, pero una barraca de feria y nuestro agudo instinto noctámbulo nos dice que la juerga será en un edificio cercano —lo de que no paren de entrar y salir adolescentes etílicamente eufóricos también nos ayuda a orientarnos, claro—. Pero el caso es que aquello no suena a mucho rocanrol.

Entramos y casi salimos corriendo: sobre el escenario, tres tipos nada vacilones están tocando pasodobles, o rumbas, o como coño se llame la cosa esa que tocan en las fiestas de pueblo. Morti mira al pavo del micro, un sesentón de pelo blanco que canta con los ojos cerrados, como si le pusiera mucho sentimiento o sufriera un apretón, o las dos cosas a la vez, y me suelta: «Vaya, o Zapico ha desmejorado mucho, o estos no son los Deicidas». ¿A que nos hemos equivocado de día?

Por suerte, al otro lado del antiguo salón de actos hay un aula reconvertida en bar. Dentro no sólo no se escucha la pachanga, sino que además nos aclaran el orden de día, o más bien de la noche: «El concierto empieza a las dos y media. Pero primero tocan unos chavales de Gijón, así que empezarán a las tres y pico. Eso sí, lo normal es que se retrasen, así que contad con que la cosa sea más bien hacia las cuatro». Las cuatro… Miramos el reloj y eran las doce en punto. Que ya no tenemos edad para esto, que no son horas. Teníamos que haber ido al concierto en la Catedral, que te lo dije…


En vez de discutir, nos apretamos a la barra. Garrafón del bueno, precios populares y chavalería en el tanteo previo de primera hora. Defendimos un rato nuestra posición, y al rato nos fuimos a hacer tiempo dando una vuelta. A la entrada del pueblo habíamos fichado un bar, que prometía mucho con su cartelón de Degustación de queso. Y degustamos y repostamos, mientras al fondo del local la banda empezaba a calentar, amenazando con acabar con las existencias del garito. Y en estas que se acerca la hora del concierto, y a una parejita de la Guardia Civil les da por aparcar en lo oscuro, a la puerta del bareto. ¿A que no hay huevos a coger el coche ahora?

Casi las dos y media cuando volvemos a las Escuelas. Zapico ya ha aparecido y nos recibe como si nunca hubiera visto un fan. Qué grande es el tío. Nos fijamos un poquito y empezamos a ver caras conocidas: no hemos sido los únicos pirados que viajan para el concierto. Dos docenas de capitalinos, de distintos pelajes, nos mezclamos con los indígenas. De pronto arrancan los teloneros y los tres acordes del Blitzkrieg Bop me seducen como el canto de las sirenas homéricas. Sobre las tablas, tres chavales con gafas de sol de carallo braman el jeijó, lesgó y empezamos a dar botes. Y simultáneamente se inicia el desfile de boinas y bailonas que dejan mosqueadísimos la verbena. Son buenos instrumentistas, aunque el frontman no me gustó nada, ni por voz ni por actitud. Una pena, porque el sonido era potente y trabajado. Media hora (más bises) después, cinco rockers con espolones toman el escenario.





«Empieza el Rock and Roll», anuncia el Pájaro, y no podía estar más acertado. Dos guitarras, bajo y batería. Son las tres de la mañana, hora golfa, y nos quedan por delante cien minutos de sonido intenso, de riffs machacones y ácida retranca, de canciones que partieron la pana en nuestra adolescencia leonesa y que podrían haber sido hits en cualquier parte. Caprichos del destino o lógica del mercado, quién sabe. Diosss, qué ruido tan guapo que hacen estos cinco tíos. “Me van a pitar los oídos hasta el lunes”, me dice Morti.

Zapico, que en las fotos del último concierto llevaba un niki con la A ácrata, se ha ambientado para la ocasión con una camiseta de John Deere, la marca de tractores. ¿Iría patrocinado, como Pelé con la Viagra? Los yankis tienen a su Sinatra, “La Voz”, y nosotros tenemos al “Vozarrón”. Y no defraudó. No es raro pensar que Deicidas tienen cuatro canciones, pero en cuanto escuchas el repertorio completo te das cuenta de que son muchas más, que casi todas las conoces. Como si de un menú-degustación se tratara, recorrieron desde sus comienzos más punkarras hasta sus guiños al rock clásico o los toques stonianos. Y allí la parroquia nos desmelenamos, coreando “déjate melena, dejatela ya”, “te harán la prueba del alcohol, te robarán tu colección de conejitas del playboy” (imaginamos que dedicada a los picoletos que les acechaban una hora antes), “jipis, jipis, jipis, recogiendo del suelo las colillas”.


Con algún conato de desgracia —al parecer, el batería estaba desfallecido a mitad del concierto, y Pájaro en vez de pedir un médico buscaba a alguien capaz de darle a las baquetas y que se supiera la canción—, la cosa fue viento en popa. A mi lado bailaba una chica post-punk de medias de rejilla, y delante otra que bien podría ser la maestra de plástica en la hora del recreo. Las dos parecían presas de la misma excitación. Otro grupito junto al escenario se sabía todas las canciones, y detrás de mí un tío chupa cuero que ya peinaba sus canitas lo estaba grabando todo en video. Me di la vuelta y le avisé: «Como sigas bailando así, te va a salir un video de Lazarov».

Cayeron también Amiga de consolación, Pequeño gallo rojo, Bendito bar, El barco más pirata y un par de medios tiempos que no conocía, junto a una curiosa pieza sexpistoliana sobre un asesino profesional que asegura ser el que más mata. Sara volvió a resultarme tan inquietante como siempre —no sé qué me pasa con esa historia—, y la sala se vino abajo con sus dos megabits: Cuatreros y el impagable Poder de seducción, el famoso “No puedes” que gritamos doscientas personas enloquecidas. Esa canción es dinamita. Los chavales de los Oteros seguro que la oían por primera vez, pero en treinta segundos ya estaban gritando el estribillo.



Aunque, sin duda, lo que más me gustó de la noche fue el guiño del grupo, que no sólo tocaron Moderno de cartón-piedra, sino que tuvieron el detallazo de dedicármelo. Hacía más de veinte años que no escuchaba aquella canción, que grabé de la radio en 1983 y luego puse mil veces en mi viejo radiocasé, hasta que a la máquina le dio por comerse la cinta. Qué subidón. A ver si me hago con una grabación del concierto.

Para rematar, en los bises tocaron un clásico del macarreo ibérico, el No es extraño que tú estés loca por mí. Apoteosis ochentera y el grupo que se va en lo más alto, con la peña pidiendo más y el diyei de turno apagando la demanda. Ya en el suelo, con la guitarra afilada del Pájaro vibrando aún en los tímpanos, le doy un abrazo al grandullón y le suelto: «parece mentira que estéis jubilados, con el punch que tenéis». Y él me lo aclara todo: «igual por eso lo tenemos, porque estamos retirados».

A las cinco de la mañana, Morti y yo volamos sobre el asfalto. Vamos en un híbrido y no podemos engañar al calendario, pero todavía nos sentimos en 1989, como el día que nos conocimos. Sí, hoy todo es light, todo es correcto, se ven los conciertos sentado como si fuera la ópera y todo el mundo ha dejado de fumar. Pero aún somos los mismos. Aún nos queda el Rocanrol. Larga vida a los Deicidas.

lunes, 18 de mayo de 2009

El poder de seducción de Deicidas



Y yo que me creía a salvo, curado ya de espantos, desinfectado, completamente rehabilitado de aquel veneno que en los años ochenta me llegó a enganchar como si no hubiera nada más en el mundo…
Quiero decir que hace ya mucho que ni cresta ni tupé, ni buggies de leopardo ni patillas de hacha; ya no gasto aquella chupa de cuero negro que me sobraba tres tallas, ni me subo los cuellos de la camisa. Nada de poner una y otra vez a los Stray Cats, o de maltratar guitarras. Y de perseguir chicas ya mejor ni hablamos. Se acabó el Trance, el Berlín y el Heste. Que soy [casi] formal, vamos. Que ahora escucho Starry Eyes o a los Jam y hasta me gusta. Con decir que hasta me paro delante de las ópticas y me quedo embobado mirando las gafas de pasta...
Y ahora, precisamente ahora, resulta que les da por volver a los Deicidas. Coño. Manda Trillos.
Pues eso, que me llega el soplo de que van a perpetrar un concierto sorpresa. Y no es en el CCAN, no; es en el MUSAC. El rock como obra de arte, vamos. Vaya cabreo.

Supongo que la culpa es de Mures, claro. Era un tipo con barbita que hacía la radiofórmula en el León de los ochenta, hasta que un día debió de sobrar una hora en la franja nocturna y le emplumaron el marrón de rellenarla. Y al tío no se le ocurrió otra cosa que poner grupos de León, darles vidilla y hasta entrevistarlos. Y allí, entre el genial "No me hagas trabajar papá" de Piñón Fijo y los vanguardismos de Fundición Odessa, los chavales de mi generación nos quedámos a cuadros escuchando a Kike Cardiaco explicar que el sello que había fundado se llamaba PIGS —como "maderos" en inglés—, que no era más que un acróstico tipo DRO, y se suponía que eran "Producciones Independientes de Garaje Sumergido". Toma ya.

Hasta aquí, todo normal. Pero un día Mures presentó el disco de un grupo nuevo. Era un EP de cuatro o cinco canciones y las puso todas. Me hizo algo de gracia cuando hablaban de una tal Dora —pensé inmediatamente en una chica que siempre estaba en casa de mi tío Cuqui, con Martín, un chaval que dibujaba—, pero nada del otro mundo. Luego pincharon un corte que decía algo así como: "si vuelvo la vista atrás, recuerdo que eras trotskista; ahora te va el rollo sudista". Yo miré el parche que tenía en la cazadora vaquera y me quedé un poco cortado. La madre que los parió. Pero entonces llegó una descarga que me dejó en el sitio. Unos guitarrazos cortantes y un vozarrón que berreaba: «¡No puedes, no puedes!». Yo entonces no tenía ni un clavel para discos, así que me pasé dos semanas con los dedos en el rec y el play del radiocassete esperando que volvieran a poner aquella canción: "Poder de seducción".

Ya no puedes escapar
a mi poder de seducción
Ya no puedes volver atrás
has caído en mi prisión.


Sí, sí, claro: no es Góngora. Ni Lennon & McCartney. Es sólo rockandroll, pero me gusta. Pues precisamente eso.

Alguien me contó que aquellos tipos tenían sospechosas conexiones con la banda del Cicuta. Mala prensa, porque poco tiempo antes algún vándalo había destrozado las porterías y medio patio del colegio de La Palomera, y los "Cicutas" habían adquirido proporciones míticas para los chavales del barrio, que mirábamos con preocupación a los mayores que llevaban muñequeras de pinchos y lenguas de los Rolling dibujadas en los vaqueros.
El caso es que yo no vi los primeros conciertos de Deicidas; en aquella época andábamos todos con el leonesismo muy inflamado —y ya se vio para qué nos ha servido, aparte del partido que le sacó Morano— se decía por entonces que el cantante había salido al escenario con un león estampado en la camiseta, así que el público le recibió con una ovación antológica. Pero luego el pavo se dio la vuelta, y resultó que llevaba dibujado un castillo, así que se armó una buena. Lo cierto es que nunca he podido confirmar la historia; todos empiezan diciendo que estaban allí, bueno, ellos no, un amigo. O un amigo de un amigo de alguien que conocieron una vez... En fin, si alguien ha sido testigo que hable ya.

Pero sí que vi su primer gran concierto, en la plaza de las Palomas, en unas fiestas de San Juan y San Pedro en las que a Morano debía de andar buscando el voto juvenil y se lo curraron pero bien. Sobre todo recuerdo que salió el cantante, agarró el micro como si le debiera dinero y bramó: «¡Buenas noches, Zaragoza, somos los Ramones!». Y vaya si eran los Ramones. Y Robert Gordon, y los Clash, y quien les diera la gana. Qué ruido. Qué caña. Y qué pintas. Sobre todo uno, que llevaba escrito "Pájaro" en la guitarra y llevaba gafas de sol. Claro que, entonces, por motivos inexplicables, se veían muchas gafas de sol por las noches —fai un sol de carallo—.

Luego vendría el éxito local con "Cuatreros", el disco de Teloneros, más conciertos, la carretera y demás, pero para mí los Deicidas siempre serán aquellas cuatro notas taladrando mi habitación y el vozarrón de Zapico gritando "No puedes".

Fueron largos años de estudio, de seriedad, de maduración. De abrirse a nuevos sonidos, de superar los prejuicios. Una larga lucha para sobrevivir al rockandroll. Y ahora a estos macarras se les ocurre volver. Pues yo no pienso caer en su poder de seducción. Que yo ya me había borrado de esto, oiga.

martes, 20 de mayo de 2008

Calamaro y el divismo


Andaba yo anoche algo inquieto, saltando de un canal a otro en busca de alguna peli de la Kinski con la que ir cerrando el ojo —o de la "Jolín", aunque fuera—, pero nada. Y es que parece que últimamente sólo se pueden reponer películas relativamente nuevas y, a ser posible, de éxito masivo (y calidad discreta, claro). Y no es que pida el blanco y negro de los años dorados de TVE-2, pero es que no hay ni un triste rescate del "Hotel New Hampshire", por recordar uno de los papeles más salvajes de la buena —buenísima, precisaría yo— de Nastassia.
El caso es que allí andaba yo, medio dormido ya, cuando me enganchó el telediario de La 2, el nocturno ése en el que sale Carlos del Amor, que aparte de hacer malabares con las cejas es un auténtico fenómeno del periodismo y firma junto a su equipo el mejor noticiario de la tele. Y el único que merece la pena ver, por cierto.
Lástima que anoche el invitado fuera Andrés Calamaro. Y digo "lástima" no porque no me guste la música de Calamaro, que sí que me gusta —o, más bien, me ha gustado más que me gusta, pero en fin…—, sino porque el "artista" iba precisamente de eso, de artista, y estuvo tan en su papel que acabó por resultarme repelente. Para mí que fue un ataque de divismo, o algo así, pero yo juraría que el tío dijo, palabras más, palabras menos, que «acepto que me pirateen, que la gente se descargue mis canciones, que se las grabe, incluso que se las regale a los amigos. Pero lo que no acepto es que mi disco no esté entre los treinta más vendidos del país». Y me preguntaba yo que qué estaría queriendo decir el pavo este, cuando lo matizo: «¿Qué le pasa al público en España? Son ellos los que deberían ir al diván [del psicoanalista, se supone]; yo ya hace tiempo que hice mi elección». Y, cuando ya estaba seguro de no entender nada, llegó el remate: «El público español está demasiado ocupado con el fútbol, con internet, qué se yo…». Colosal.
El caso es que igual yo lo entendí mal, no sé, pero es que sigo alucinando —en colores, como decíamos antes— con el morro que puede llegar a gastarse el prenda este. Que se cabree porque sus discos ya no venden, lo puedo entender. En fin, nada es eterno, y cuando las canciones empiezan a parecerse demasiado unas a otras, cuando los músicos se copian a sí mismos, es normal que el tema decaiga. Y que los años pasan y tal y cual y lo que quieras. Vamos, que ya no vendes y te jode. Claro, pues sí, normal. Hasta ahí. Pero mosquearte con el público porque ya no estés de moda... vale, chaval, te has lucido. Eso sí que es amor propio, seguro que no tienes ningún problema de autoestima. Y la gente, ¿qué decir de la gente? ¿Qué hacen todos esos cabrones, mirando páginas web, viendo fútbol, tomando copas por ahí, en vez de comprar tus discos? Pandilla de desagradecidos, a picar piedras los ponía yo ahora mismo. Mira que no reconocer tu inmenso talento… y tu admirable humildad.
La verdad, cada vez estoy más convencido de que los managers, agentes, editores y demás satélites deberían prohibir a sus representados las apariciones públicas, y sería la mejor manera de mantener ese halo de glamour que se supone que tienen las estrellas. Porque yo, la verdad, me estoy planteando tirar los discos de los Rodríguez, los que tengo de Calamaro y hasta borrar del disco duro los emepetreses de aquí el fenómeno, ése que me quiere llevar al loquero porque él ya no es superventas. Que te den, salao.

martes, 4 de marzo de 2008

El nuevo disco de Airbag





[Durante la lectura de este post os recomiendo que tengáis abierto en otra ventana el Myspace de Airbag, en especial la canción "Ahí viene la decepción". Se trata de ponerle banda sonora al artículo, pero sin liarla con los derechos de autor]


Siempre me pasa igual: cada vez que recibo un nuevo disco de Airbag sufro una pequeña decepción. Claro que se pasa enseguida: con la segunda audición mejora bastante mi opinión, y a la tercera ya estoy completamente cautivado.
Imagino que se debe a que mis expectativas suelen ser excesivamente altas: no sólo espero que el nuevo disco sea mejor que el anterior; espero que sea el mejor de la historia. Y es que Airbag es mi grupo favorito de todos los tiempos —con permiso claro, de Los Nikis y de Los Nikis de Queens (también conocidos como "Ramones"). Para haceros una idea aproximada de cuánto me gustan Airbag, bastará con un par de datos: su disco es el único que me he comprado en 2008. Y llevaba desde 2005 sin comprar ninguno. El anterior había sido «¿Quién mató a Airbag?», por supuesto.
Sí, sí, ya lo sé, se podrían decir muchas cosas acerca de mis hábitos de consumo, y seguro que a la SGAE le encantaría el debate, pero lo dejaremos para otro momento. Sólo decir que, si Airbag sacara discos más a menudo, yo aumentaría mi presupuesto para música.
«¿Por qué nadie conoce a Airbag?», me preguntaba Javierín hace unos días. Claro que él ponía su vocecita de mimos y acababa la frase con un "papi", pero la pregunta no dejaba de ser peliaguda. Sobre todo, porque los dos llevábamos una semana canturreando como locos las canciones del nuevo disco, y yo me acababa de dar cuenta de que quizás estuviera lanzando a mi hijo por la pendiente de la marginalidad y el rockanroll —por el mal camino, vamos—, sin tener en cuenta que las malas influencias no tienen que venir necesariamente de puertas afuera.
Así que, ¿qué decirle? ¿Me marco un clinic de tres minutos y le explico cómo funciona el mercado de la música? ¿O mejor esquivo la pregunta y nos vamos a echar unas canastas? Como no quería romper su pequeño e incipiente corazón de rockanroll, opté por la salida clásica: el elitismo. «Porque la mayoría de la gente no tiene ni idea de lo que es buena música», le dije. Con un par. Y no veas lo a gusto que nos quedamos los dos, con la música a toda pastilla y cantando/gritando "papa papa papá papá papá papapá".

El caso es que, más tarde, me quedé pensando en todo aquello. Rock y elitismo. Identidad y cultura urbana. Y mientras tanto escuchaba la mejor canción del disco, la del "papapa…" que no podemos quitarnos de la cabeza ni el niño ni yo. Se llama «Ahí viene la decepción», y es una de esas raras canciones pop en las que el título no es parte del estribillo —lo que le resta proyección comercial, a juicio del siniestro Julián Hernández—. Aparte de lo cañera que es, tienen una letra muy interesante.
Nos habla un chico que espera para entrar a un local en el que se escucha música punk o new wave (The Jam, en concreto), y de pronto aparece una chica espectacular, que lleva una camiseta de los Clash. El chaval sufre un deslumbramiento instantáneo —suponemos que tanto por el físico arrebatador como por la coincidencia de gustos musicales— y la entra sin contemplaciones. Pero enseguida se da cuenta «que no eras como yo imaginé que eras», porque «no sabías nada de los Clash, ni del '77; la camiseta era de temporada en H&M». De ahí, la gran decepción.

¿Había contado ya que Airbag es un grupo punk? Bueno, sí, punk ramoniano y tal —los alemanes más crueles lo llaman "Kinder Punk", hay que joderse—, pero, para mi gusto, se trata de la mejor música del mundo. Y esta canción, que no es exactamente punk en lo estético, sí que lo es rabiosamente en su mensaje.
No me refiero al sentimiento aristocrático de los punkis; y eso que, para quien recuerde los ochenta, es inolvidable cómo se sentían dos palmos por encima de los demás... claro que las crestas a base de jabón y las Doc Martens contribuían bastante. Ese orgullo grupal era algo compartido por todas las tribus urbanas de la época: mods, rockers, heavies... Es más bien un rasgo definitorio de lo contracultural, una autoafirmación como reacción a la marginalidad.
Creo que eran los de La Polla Records los que cantaban lo de "punkis de postal"; también hubo otro himno que rezaba "moda punk en Galerías"... Los punks "auténticos" se enojaban ante los "punks de escaparate", y Loquillo se jugaba su carrera discográfica con una travesura en una cara B: «No bailes r'n'r en El Corte Inglés», en la que aconsejaba: «agáchate, que te tienen que entrar bien». Todos, de manera más o menos rudimentaria, clamaban contra la utilización comercial de sus señas de identidad.
Cierto que sobre esto se podría debatir largamente —¿esas señas de identidad eran realmente suyas? ¿Seguro?—, pero es innegable que el poder del mercado es tan grande, que es capaz de devorar cualquier manifestación subversiva, desmontarla, y aprovechar su propio tirón para devolvernos el golpe. A los chicos de Airbag les ocurrió con una camiseta de los Clash —quizá los más comprometidos del movimiento punk— que ocultaba un corazón pijo hasta la médula.
No sé si Adolfo, el letrista del grupo, pensaba en Guy Debord mientras escribía esta canción. No sé si le interesa el situacionismo o la sociedad del espectáculo, pero su texto ilustra a la perfección lo que el filósofo francés definió como "recuperación", que es un mecanismo del mercado para absorber corrientes revolucionarias, vaciarlas de contenido y utilizarlas luego como iconos o reclamos comerciales. El ejemplo paradigmático es la foto del Che, la famosa.
En fin, que os recomiendo que compréis el disco de Airbag: no sólo mola mucho, sino que además son hasta filósofos, ¿qué más se puede pedir? A ver si otro día me acuerdo de hablar de otra de sus grandes canciones, «Fumador pasivo empedernido».
Por cierto, que el niño me ha pedido que le compre un niki de Los Ramones. ¿Alguien sabe si lo venden en H&M?

martes, 4 de septiembre de 2007

Cuando suena la flauta


Una —aparente— paradoja: el éxito es una de las peores cosas que te pueden ocurrir en la vida. ¿Qué no? ¿Seguro? Claro que todos lo perseguimos pero, en realidad, no nos conviene; al menos, no alcanzarlo demasiado pronto.

Cierto que nuestra forma de concebir la vida valora sobremanera el éxito instantáneo, incluso el conseguido sin esfuerzo y sin merecimiento. Y supongo que tiene mucho mérito eso de triunfar sin rascar bola y sin valer —vulgo dixit— ni para tomar por culo; la prueba de ello la tenemos cada día al alcance de la mano. Es decir, apretando cualquier botón del mando a distancia de la telerrisión. Pero este es un éxito bastardo, y su propia insustancialidad le hace ser extraordinariamente efímero, como los héroes de la jornada liguera, que al siguiente partido pueden volverse villanos.

El éxito de verdad, el merecido, es mucho más escaso. Y tiene también una variante tremendamente peligrosa: el éxito precoz. Es algo que todos perseguimos con ahínco, pero que puede convertirse en una auténtica condena.

Pensemos en el gran poeta Claudio Rodríguez; siendo casi un mocoso escribió su “Don de la ebriedad”, y alcanzó la cima de su creatividad a una edad asombrosamente temprana. Luego habría más versos, muchos más, pero nunca llegaría a las cotas de su primera obra. Yo le conocí poco antes de morir, y era una sombra de aquel joven; en realidad, sólo conservaba la ebriedad.

En la música —la música pop, claro— se aprecia mucho mejor este fenómeno, el de los grupos incapaces de superar su primer éxito. Incluso se ha acuñado una expresión para definirles: “one hit wonders” o, en castellano, “grupos de una sola canción”.

Hay cientos de ejemplos —seguro que todos tenemos varios en mente ahora mismo—, pero todos siguen un esquema similar: un éxito meteórico, y a continuación un despeñamiento ejemplar, haciendo bueno el dicho de “más dura será la caída”.

Cosas de la nostalgia —o del juego de la play, ese de los micrófonos, el singstar—, estos días he intentado redescubrir a un grupo de los ochenta, Polanski y el Ardor. Detrás del nombre pretencioso —con guiño literario incluido— esperaba encontrar un puñado de canciones brillantes, con las aristas metálicas del punk español y los destellos metálicos de la nueva ola.

Gracias al maná de las nuevas tecnologías, enseguida me hice con un recopilatorio que recoge casi toda su discografía, incluidas caras B y rarezas. En total, casi cuarenta canciones. Ya me frotaba las manos. Y sin embargo…

¿Cómo explicarlo? ¿Recuerdas aquella época en la que escuchabas una canción por la radio y luego, al comprar el disco, había nueve cortes de relleno? Polanski y el Ardor, que yo recordaba como autores de una de mis canciones favoritas de todos los tiempos, “¿Qué harías tú en un ataque preventivo de la URRS?”, resulta que era un grupo que tocaba otra cosa muy diferente, una especie de ruido insustancial, un punk primitivo arrítmico y tedioso, sin la más mínima gracia. Rozando incluso el ridículo, como en la canción “La negra”:

"Hoy por fin lo conseguí
tengo una negra, sólo para mí
[···]
Y no usa laca
no tiene caspa
porque está calva, calva, calva, calva, calva”.


Supongo que mediaba un abismo entre mis expectativas y la realidad. Pero no deja de resultarme sorprendente que un grupo que podría calificar como “incapaz” para la música fuera capaz de crear un auténtico himno inmortal como el “Qué harías tú…”. Porque la canción sigue siendo extraordinaria, aunque no parezca suya. Y la hicieron muy pronto, fue uno de sus primeros temas. Y un gran éxito, un triunfo arrollador que les llevó a fichar por una multinacional, a sonar con insistencia por todo el país y a pasear su palmito punk —porque imagen tenían de sobra— por todos los escenarios, y a sumirse después en el silencio, sin poder superar aquella primera canción, tan redonda, tan perfecta, y tan maldita.




Como apuntó Samaniego, es lo malo de que te suene la flauta: que luego no sepas cómo repetirlo —vale, vale: lo del fabulista era más fuerte, rebuznando y tal, pero tampoco hay que pasarse—. Y quizá lo explicó mejor Brice Echenique, en un artículo que, en esos mismo años ochenta, se me quedó grabado. Se titulaba “Pude haber sido un escritor precoz”, y el genio peruano terminaba dando las gracias por no haberlo conseguido: porque, de haberlo logrado, quizás no hubiera llegado a ser realmente “escritor”.

jueves, 16 de agosto de 2007

V.I.P. [Very Idiot Protocol]


¿Qué habrá tras esa puerta verde? Eso me preguntaba yo, apenas un crío, escuchando la canción de Los Nikis. Claro que esto sucedía en 1986, y en aquella época la música sí que tenía importancia —al menos, para mí—.
Y es que mientras escuchaba la aflautada voz de Emilio —el cantante del grupo, que en lugar de niki solía vestir polo—, no podía evitar recrear yo mismo aquella historia: un chaval que merodea alrededor de un club, intrigado por saber qué sucede detrás de una frontera infranqueable en forma de puerta de color verde, que le separa de la tierra prometida, en la que se intuye que abunda esa afamada trilogía que nunca pasa de moda: «sex, drugs and rock'n'roll».
¿Qué habrá tras esa puerta verde? Buena pregunta. Creo que hoy la cosa me dejaría frío, pero es una sensación que todos hemos conocido: la de que nos estamos "perdiendo" algo. En la adolescencia y la primera juventud la verdad es que nos morimos por estar ahí —en el rollo, en la movida, en la pomada... o sea, en lo que toque en cada momento— y todo parecen fiestas privadas a las que nadie te ha invitado.
Aquella impresión, en mi caso, era tan fuerte, que cada vez que me iba a dormir no podía evitar pensar que los demás estaban de fiesta, y yo estaba allí, en la cama, perdiendo el tiempo, dejando pasar oportunidades que nunca volverían, momento irrepetibles de diversión y desenfreno. Y eso que yo nunca llegué a ver una "puerta verde".
Me conformaba con la canción; entonces yo pensaba que Los Nikis eran el mejor grupo del mundo —y, curiosamente, sigo pensándolo—, así que no podía imaginar que era una versión. Entonces los discos apenas daban información, y eso que los investigábamos hasta el más mínimo detalle, así que supuse que era una letra suya. Pues no. Si hubiera tenido un hermano mayor, me habría dicho que la canción era Shakin' Stevens, que hizo una versión en el 81. Si el hipotético hermano hubiera sido un postmodernillo, me habría dicho que era de los Cramps. Si en vez de hermano fuera un tío madurito, diría que de los Llopis. Y si la bisabuela tuviera ruedas... en fin, dejémoslo, que esto ya parece historia-ficción. El caso es que tendría que haber sido mi abuelo quien me contase que la canción original era de 1956 y la cantaba —porque tampoco era suya, sino de su pianista— un tal Jim Lowe, pero claro, entre el boicot internacional y la postguerra, mi pobre abuelo en aquellos años no creo que escuchase mucho más que Perlita de Huelva y Antonio Molina. Aparte de que opinaba que los Beatles, más que cantar, ladraban... Pero claro, eso ya es otro asunto, que seguro que tiene que ver con la fonética anglosajona.
Al parecer, la canción original —cuyo texto en inglés es muy muy fiel a la versión castellana, si se me permite el retruécano— hablaba de un bar musical de Texas en el que no dejaban entraban a los menores, que sin embargo se quedaban allí, delante de la puerta amarilla del local. Claro que el amarillo es un color muy poco musical, y adaptaron la cosa al verde, que da mucho más juego para casi todo.
No obstante, resulta que también hay una película titulada "Tras la puerta verde". Y encima, es una peli X. Un latazo de esos setenteros —que tenían hasta argumento y todo— que se inspira en la cancioncita de 1956. Y, al parecer, lo que pasa detrás de la puerta es bastante fuerte y... ejem ejem... digamos que tumultuoso. No sé si los "Ramones de Algete" conocían la película antes de grabar su canción, pero imagino que no; la gente de bien no vemos ciertas cosas, ¿verdad? Estaría bueno.

La cuestión es que ya me había olvidado de todo esto, hasta que hace unos días Pilar y yo fuimos a un concierto en la Campa de la Magdalena. Tocaban varios grupos, y antes de que llegara el plato fuerte —un Coti espectacular pero algo flojo de repertorio— ocupó el escenario un animador de la radio que daba brincos por allí, ponía cortes de canciones ultracomerciales y tiraba material de merchandising al público. Mi opinión sobre el individuo me la voy a guardar —y ya estoy diciendo bastante—, pero el caso es que el tío aquel, con su gorrito nada discreto que supongo que ocultaba una alopecia galopante, no paraba de hablar. Y entre todas las intrascendencias, llegaron los obligados peajes: pidió un aplauso para el Ayuntamiento de Santander, porque gracias a ellos el público podía disfrutar de un concierto gratuito, y además, no se le ocurrió más que pedir una ovación también para la "zona VIP".
Vi a algunas niñas aplaudir, pero lo cierto es que la pitada general fue antológica: un abucheo en toda regla a los políticos y sus distinguidos invitados.
Debo confesar que me reconfortó mucho la reacción del público; ya habíamos notado al entrar que había una zona especial, con templetes, sofás, azafatas y demás, en la que corría el champán. Y los VIPs de marras no sólo estaban custodiados por seguratas, sino que incluso habían acordonado la zona con verjas, todo un poco exagerado, como para dejar bien claro que «todavía hay clases».
Supongo que a todos nos daba un poco igual que aquellos privilegiados quisieran sentirse importantes, pero tanto como aplaudirles... Sabemos que las diferencias existen, pero a nadie nos gusta que nos las pasen por las narices. Lo que ocurre es que me sorprendió, porque estamos tan hechos a ver por la tele a las multitudes adorando a los triunfitos, y perdiendo el culo y la vergüenza por entrar en Gran Hermano, que me había olvidado de que los jóvenes también son contestatarios. Al menos, los jóvenes que valen la pena.
Cierto que abuchear a un ayuntamiento es facilón y no tiene mucho mérito: hay que ser un auténtico membrillo para intentar camelarnos diciendo que podemos ver un concierto "gracias a los políticos". Vaya. Como si no fuera su obligación. Como si hubieran puesto la pasta de su propio bolsillo. Hay que ser pelota...

En fin, que allí estábamos Pilar y yo, mirando hacia la "zona VIP", buscando una puerta verde por la que no nos dejasen entrar, cuando nos dimos cuenta de que, en realidad, no queríamos pasar. Nadie quería entrar. Aquellos abucheos pedían que se acabasen las puertas verdes, las zonas PIJ y los Very Idiot Protocols. No es que fuera la toma de la Bastilla, pero tampoco estuvo mal: una buena dosis de realidad juvenil. Y seguro que los lumbreras del Ayuntamiento ni siquiera se dieron cuenta.



martes, 29 de mayo de 2007

Qué quiero ser de mayor




Quien más, quien menos, todos guardamos, en algún rincón bien abrigado de la memoria, algún secreto anhelo que quisimos hacer realidad y, por algún motivo, nunca lo logramos. Todos llevamos dentro un pequeño Napoleón, agazapado y con la mano en la tripa, que de vez en cuando nos intenta camelar para que conquistemos el mundo. Sea como respetados científicos, estrellas de cine o ganando el Roland Garrós, ¿quién no ha tenido nunca una vocación oculta, apasionante pero irrealizable?

Yo mismo creo que he padecido casi todas: desde presidente del gobierno hasta Papa de Roma, pasando por investigador privado y ariete goleador. Cada etapa de la vida tiene sus aspiraciones, y suelen curarse solas; como ahora, en la que lo que quiero es —más que ser escritor— que me lean, pero igual se me acaba pasando pronto.

Fruslerías aparte, hay algunas obsesiones que me han acompañado durante mucho tiempo, y a pesar de que parezcan remitir, aún de cuando en cuando reaparecen. De niño, por ejemplo, quería ser muchas cosas, pero sobre todo deportista. Mi padre había jugado en la Cultural y en el Ademar, y también fue en algún momento profesor de gimnasia. Lo malo es que yo entonces era un chico flaco y desgarbado (¿quién lo diría ahora, verdad?), muy “jijas” para el balonmano y demasiado canijo para jugar de alero.

También quise ser artista. No, no se me asusten: como Concha Velasco, no. Artista de verdad, de los que pintan, esculpen, se ponen boina sin que nadie les haga chuflas y son capaces de asegurar sin descojonarse que dos brochazos paralelos simbolizan el aliento vital de las evolución de las especies. Lo que pasa es que yo no valía para la plástica: de morro voy sobrado, pero luego resulta que tengo dos manos izquierdas. ¡Y no soy zurdo! De dibujar, na de ná. De proporciones… en fin, mejor no intentarlo. Lo mío es más la teoría, lo de los manifiestos y esos asuntos.

Y luego, mi gran ilusión, la única que podría decir que es mi frustración creativa: la música. Bueno, aclaremos: no “toda” la música, porque me imagino cómo mi querido amigo Alejandro López —que es un exquisito al que le gusta la música antigua, y además un más que aceptable pintor— se revolvería en su tumba al leer esto, si no fuera porque aún no ha fallecido. Ahora ya no nos vemos nunca, pero siempre que me pillaba escuchando música me decía: «Chico, tantos años escuchando esto te deben de haber causado daños cerebrales irreparables». Pues sí, mamonazo, y a la vista están sus efectos a largo plazo.

Siempre quise ser músico. O quizá no haga tanto; fue más o menos desde que descubrí el pop. La culpa la tuvo Radio Futura y su moda juvenil. Hasta entonces, para mí aquello de los pentagramas no era más que una tortura. Mi madre tiene tanto talento creativo, que siempre que ha atisbado la más mínima posibilidad, nos ha lanzado de cabeza por la pendiente artística. En mi caso, con resultados más bien discretos.

El problema es que no tengo oído. No me gusta recordarlo, pero no me quisieron en el coro del colegio. Y, aún peor, ni siquiera en el de la parroquia, que aceptaban a todo el mundo. Pero es que tampoco me va mucho mejor con el sentido del ritmo. Mi primera mala experiencia, de muy pequeñito, fue en el conservatorio. Preparatorio de solfeo. El profesor era un mastodonte —claro que yo tenía ocho o nueve años— que utilizaba una vara no para dirigir sino para atizar al que fallaba el compás. Y yo, ni el dos por cuatro ni el compasillo: antes de que me tocara a mí, abandoné el curso.
Mi madre no se rindió: me envió a clases de guitarra. Mi hermana y yo cruzábamos la ciudad dos tardes a la semana, hasta la casa de Sagrario, una hermana del gran Venancio García Velasco, y allí practicábamos el “Fandango de Huelva” y el “Belachao, chao, chao”. Pero mis dos manos tenían para las cuerdas el mismo talento que para los pinceles. Más o menos, y con cierta dificultad, puedo hacer medio rasgueo y tocar alguna ranchera de Antonio Aguilar —“Tu retratito” y “Caballo prieto azabache” eran mis favoritas—, pero no garantizo nada.

Sin embargo, las canciones de Mocedades y otros latazos de la época que nos enseñaba Sagrario no llegaron a interesarme demasiado. Con decir que lo mejor de la tarde solía ser que mi hermana —algo que sucedía con inusitada frecuencia— encontrara una moneda de veinte duros durante el camino, que nos gastábamos en golosinas. Sí, Alicia era muy afortunada; luego le diagnosticaron hipermetropía, le pusieron gafas y ya nada volvió a ser como antes.

Y por fin, a las puertas de la adolescencia, me atrapó la música. Los Nikis, Gabinete Caligari, Loquillo, Alaska, Los Toreros Muertos… Y los leoneses, claro: Cardiacos, La Fuga, Fundición Odessa, Deicidas y, sobre todo, Los Flechazos. Me pasé año y medio entero ahorrando —no es que la propina fuera muy generosa, la verdad— para comprarme una guitarra eléctrica. Era la más barata de una tienda barata, y debía de sonar a rayos, pero era mi guitarra. Como no tenía amplificador —ni tampoco ni puñetera idea de cómo iba aquello— la enchufaba al equipo de música de casa, ponía al lado un radiocasete con lo que grababa de la radio y aburría a todo el barrio con los guitarrazos sin sentido que daba. Tanto, que hasta me miraban raro por la calle.

El primer intento musical fue con algunos compañeros del colegio; Jesús Álvarez —que no era el presentador de Estudio Estadio, y le molestaba mucho que le tomaran el pelo con eso— tocaba el saxo, y un tal Pedrosa, que decía que le gustaba el ska, improvisó una batería con un bote de detergente y algo de menaje de su madre. Aquello sonaba… en fin. Llegamos a hacer casi dos canciones: “León también existe” y “Vete de aquí, ya no te aguanto”. Digo “casi”, porque yo me encargaba de las letras, y ésa es una de mis mayores frustraciones: jamás he conseguido escribir una canción. Lo de los artículos, cuentos y tal, pase; pero las letras para música siempre se me han resistido. Además, coincidió que un grupo local sacó una canción llamada “Esto es León”, y nos hundió en la miseria. Pudimos haber alcanzado la cima a nuestros trece años, pero claro, así, sin el apoyo de un productor, sin la promoción de una multinacional, es muy difícil…

Después, ya no ha habido manera. He tenido amigos músicos, con mucho talento —y algunos, con bastante menos—, que me han hecho ver claramente de que aquel no era mi camino. Yo nunca podré tocar la guitarra como Ramón Díez, que es el Jimmy Hendrix de La Palomera. Tengo que asumirlo, claro.

A mediados de los noventa, en un rastrillo de Colonia, me compré un bajo. Era un Ibanez algo hecho polvo, de color “sunburst” —que no sé decir exactamente qué color es en castellano: es oscuro por fuera y va clareando por capas, desde el marrón hasta el amarillo, con toques de rojo; “sunburst”, vamos—. «El bajo es muchísimo más fácil de tocar», pensaba yo. Pues no. Me pasé un verano con mi hermano Pablo tocando canciones de Green Day, y después de dos meses Pablo lo hacía de cine. Yo… bueno, ¿qué más? Ah, sí: mi amigo Dimitris. Dimitris Mourvakis era un chaval estupendo, un chico de Tesalónica que tocaba muy bien la guitarra, y que se empeñó en que practicáramos un poco, para divertirnos. Yo escribí media canción —“Ella es así”, se titulaba— pero la cosa no cuajó. De todos modos, mi amigo no dijo nada, entre otras cosas porque andaba detrás de mi hermana Alicia, y no era cuestión de mosquear al cuñado.

Aún más tarde, allá por el 2002, yo dirigía una emisora de radio en La Bañeza, y después de grabar una maqueta para Vortex, un grupo hardcore local, me volvió a entrar la fiebre roquera. Lié a Santiago López —un histórico de la música del sur de León— y a un chiquillo muy prometedor, Víctor, y allí nos acoplamos mi amigo Rafa Cabo y yo. Después de largas semanas de ensayos, conseguimos hacer sonar algo parecido al “Have you ever seen the rain?” de la Creedence, en versión de Los Ramones. Y, cuando ya nos encontrábamos en disposición de acometer nuevos retos, aprobé mi oposición y mi carrera hacia el estrellato se vio de nuevo truncada.

Obsesiones. Vocaciones. Ilusiones. Aspiraciones. De eso, creo, gastamos todos. Mi hijo, por el momento, se conformaría con jugar en el Racing, pero me temo que pronto se le ocurrirá algo aún más inalcanzable. ¿Y qué me decís de vosotros? ¿Qué hubierais querido ser y no pudisteis? ¿O todavía albergáis esperanzas?

Yo ya estoy casi resignado a mi suerte. Sin embargo, desde hace unos días, tengo una idea rondando por la cabeza. Se me ha ocurrido media canción y ando dándole vueltas a qué podría hacer con ella. Y es que soy incorregible. Se titula “Siglo XX”, y ya no voy a dar más pistas.

jueves, 3 de mayo de 2007

El que avisa no es traidor [o el que es traidor no avisa]


Después del éxito de mis artículos sobre faldas y fútbol, tenía previsto escribir otro sobre escotes y/o pechugas, pero haciendo caso a la petición popular voy a dar un giro intelectual, y el próximo artículo hablará de las gafas... ese objeto de deseo.

El texto lo publicaré mañana, porque un doble esguince me tiene un par de días de reposo, con hielo en el tobillo y dificultades para escribir las oes, las eles y los puntos (en la próxima vida aprenderé a escribir a máquina con sólo dos dedos, para evitar estos problemas.

De momento, para ir haciendo boca, podéis escuchar esta canción —después de quitarla el polvo, eso sí— de la inolvidable Orquesta Mondragón: «Mis gafas». Atención a la letra, del malogrado poeta Eduardo Haro Ibars.

sábado, 14 de abril de 2007

Punk rock

Esta mañana, mientras paseaba al perro, como se me había olvidado en casa el ipod iba canturreando algunas canciones de la adolescencia.

Beat on the brat
Beat on the brat
with a baseball bate
oh yeah, oh yeah

(Tampoco me preguntes qué quiere decir exactamente; como dijeron unos ingleses pirados hace tiempo, «es sólo rock and roll, pero me gusta».)

Y venía pensando por el camino: «Siempre seré un punk rocker».
Hasta que me vi reflejado en un cristal. Coño, si ya me falta pelo, estoy algo grueso, me asoman las arrugas… y no se me ven las ojeras porque soy incapaz de sobrevivir sin gafas de sol.
¿Ves? Eso es, precisamente, lo que pasa por pensar.

martes, 27 de marzo de 2007

Smoke in Freedom


¿Por qué ya no hay canciones con mensaje? ¿Porque los músicos nunca encuentran papel en el que apuntarlo? Son los misterios de la creación, que suelen ocultarse tras una densa cortina (de humo, en este caso). Y otra pregunta clásica: ¿Por qué se pierde la juventud? Es decir, ¿en manos de quién están nuestros hijos?

Este hombre con cara de bueno y patillas de malo se llama Franfer, y algún día será muy grande (y eso que el estirón lo dio hace ya algunas primaveras). Vive camuflado en Santander, donde se hace pasar por profesor de Filología, pero en realidad es Bob Marley de incógnito. ¿Que no? Aquí están las pruebas.

Nota: Mamá, esto tampoco lo escuches.

domingo, 25 de marzo de 2007

Mala memoria

De cuando en cuando me acuerdo de una cancioncilla muy cañera que decía algo así como “…y cuida bien… tu melocotón, tataratá, tataratatá”, y ya no sé más. Sonó a principios de 1990; lo recuerdo bien porque aquel invierno Roberto Romero se cayó por las escaleras del Trianón, que había pasado de teatro a discoteca, con una botella de agua de fuego escondida en la cazadora. Para que luego digan que lo del botellón es un invento de esta juventud degenerada, y que el mundo se acaba y tal y cual.
Por suerte, al muchacho no le pasó gran cosa: algunos moratones y poco más; casi le dejó más marcas el portero al echarlo a la calle. Lo de que le costara mantener el equilibrio era de antes de caerse, porque él ya llevaba lo suyo y la botella iba bastante menguada. Al final tocó pasar la noche en los Jardines del Cid, esperando que se serenase y pudiera volver a casa, mientras el tío se empeñaba en seguir dándole a la botella, que había sobrevivido al siniestro, milagrosamente.
Y mira que era majo aquel Romero, y eso que bebía demasiado, incluso para tener dieciséis o diecisiete años. Estudiar no estudiaba mucho, y además mantenía unas sospechosas relaciones con los “Ultraleón”, los hooligans de la Cultu —que ya hay que tener moral, dicho sea de paso—. No sé si acabó el bachillerato, creo que estuvo una temporada de pescadero y luego andaba por ahí de transportista, pero no sé si seguía dándole al “melocotón”.
Casi veinte años ya, y todavía de vez en cuando me sorprendo tarareando aquella cancioncilla de la que nadie se acuerda. Yo creía que era de un grupo de power-pop torero llamado “Espontáneos”, que cantaban canciones de tres minutos sobre reventas de Las Ventas y hacía versiones aceleradas de un tal Nino Bravo, que ni sabíamos quién era. Pero no he conseguido encontrar la canción, no aparece en su discografía y no hay ni rastro de ella. Quizá se trate de una mala pasada de mi memoria, quizá sea un recuerdo a medida y la inventara yo mismo aquella noche, mientras Romero rodaba escaleras abajo y los chicos del bachillerato experimental aguantábamos la respiración, presagiando que la botella iba a acabar con él, literalmente.
“Y cuida bien… tu melocotón”. Pues eso. Sí, sí, ya sé que como himno generacional no tiene mucho futuro; que no lo firmaría Dylan, que no es la estaca aquella ni al vent, que la metáfora está aún por limar y todo eso, pero ¿qué queréis que le haga? ¿Acaso se pueden elegir los recuerdos?