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miércoles, 14 de mayo de 2008

Alfonso Reyes, un escritor singular

Hay escritores muy especiales, personas de las que jamás podrías imaginar que escribieran, o que escribieran de cierta manera.

Algo así pasa con Alfonso; quien le conozca sólo de vista sabrá que es viajante, siempre a bordo de su furgoneta, haciendo kilómetros por las maltratadas carreteras del Viejo Reino. Que, aunque sea parlanchín, habla con mucho aplomo, como repensando lo que dice, y luego te sorprende con una inflexión de énfasis, o con un chiste, porque lo que de verdad le va es el cachondeo.
Yo le conocí en otro contexto, lejos de los mercados y de los bares donde se cierran los tratos; en aquella época yo era bibliotecario, y pasaba las mañanas en la Biblioteca Pública de La Bañeza, catalogando las novedades y gestionando los préstamos —sí, sí; dicho así suena a algo, pero en realidad estaba la mayor parte del tiempo en el mostrador sellando fichas y recogiendo libros—.
Lo bueno de aquel empleo, sin embargo, eran los "usuarios". Y es que, aunque la administración los llame así, en realidad son personas. Sí, gente de carne y hueso; cierto que muchos van a estudiar, a leer el periódico, a chatear por el messenger o a mirar las opavardas, pero resulta que también hay gente a la que le gusta leer, y son asiduos visitantes de las bibliotecas.
A esos, además, los localizas enseguida: cada tres o cuatro días vienen y van con su cargamento de libros, con su "dosis" de lectura, y no puedes evitar fijarte en qué llevan y qué traen. Unos prefieren las novelas románticas, otros la historia, las biografías, los libros de memorias… Y luego están los omnívoros, los que lo devoran todo, y además se pasan el día dando la lata con las novedades, y pidiendo recomendaciones.
Y claro, uno de esos, ése en concreto, era Alfonso. Mi lector. A veces pensaba que alguien, una fuerza superior, me había destinado allí, a aquella humilde biblioteca de pueblo, para que pudiera surtir de literatura a aquel muchacho que cada mañana se llevaba un libro mientras hacía un comentario crítico de su última lectura.
Recuerdo que, la primera vez que conversamos, tenía que renovarle el carné, que a fuerza de un uso desaforado se había quedado en poco más que un resto de papel con los colores desvaídos de lo que un día fuera una foto. Y cuando le pregunté el nombre, me dijo muy sereno, como paladeando las palabras:
—José Alfonso Jiménez. Tengo nombre de emperador, pero sólo soy un gitano…
«Mucha guasa para tanta modestia» o «mucha modestia para tanta guasa», me dije. Y empezó a caerme bien aquel chaval. Más tarde me enteré de que escribía, que había vuelto a estudiar después de dejar la escuela en la adolescencia, que daba charlas para asociaciones gitanas… Mantenía, eso sí, una guerra a muerte con la ortografía y la gramática, pero eso nunca le había robado ni un ápice de coraje a la hora de presentar sus cuentos a premios literarios o intentar publicar en cualquier foro.
El primer material serio que me pasó era una novela corta. Claro que era tan corta, tan corta, que a mí me pareció un cuento largo; imagino que a él se le hizo más novela por el esfuerzo de escribirla, más que nada. El caso es que me sorprendió por completo: era la historia de un profesor que vive una aventura con una alumna adolescente. «Lunas de hiel», se titulaba. Me sorprendió, decía, no tanto por su técnica —ciertamente rudimentaria— como por la capacidad camaleónica del autor para fabular historias tan alejadas de su vida cotidiana. Así que le invité a colaborar con «Las Comarcas», el semanario que editaba en aquella época.
Poco después, y un poco de carambola, acabé dirigiendo la emisora local de radio. El programa cultural, como no, se lo encargué a José Alfonso. «Los martes literarios», lo llamó, y durante cerca de dos años no faltó a la cita ni una sola vez. Llegaba con un montón de folios y fotocopias, y luego me pedía algo de música "con sentimiento" para engalanar un poco el cotarro. Allí hablaba de Borges y de Colinas, de novela negra y de premios literarios, con el guión milimetrado de los que siempre tienen los deberes hechos. Y así seguimos hasta que la vida lo llevó a rodar por la Vía de la Plata, con mudanza fallida a Benavente, y yo emigré a la costa.
Tiempo después supe que se había reinventado, que firmaba como "Alfonso Reyes" y había publicado un par de libros de relatos. Los compré, y de nuevo me sorprendió: en uno era un autor a lo Bukowsky, costumbrismo con mucha mugre en las esquinas y crímenes al por mayor. En otro, recorría los límites del amor y el dolor, contando historias románticas pero de las que acaban mal. La técnica había mejorado, se notaban las lecturas, el esfuerzo de la reescritura, la planificación de escenas mil veces pensadas. La ortografía, sin embargo, seguía siendo una asignatura pendiente, así que le llamé para ofrecerle mi ayuda con las correcciones de su siguiente libro.
Y ese libro, entonces sólo una idea, está ya en imprenta. Hace un par de semanas le envié algunas sugerencias y otras tantas enmiendas de los originales que me había pasado, y en su último correo me agradece los servicios y me anuncia que aparecerá enseguida; es una nueva colección de relatos, negros negrísimos, en los que resulta maravilloso la recreación del lenguaje que realiza.
Como asombroso resulta el hecho de que es el único escritor leonés que conozco de su [mi] generación que realmente le saca pasta a esto de la literatura; y es que las ges y las jotas igual no, pero los euros y los duros los domina como nadie, y ha aprendido cómo ser autor y editor y no estar loco; o no arruinarse, vamos. A ver si aprendo algo de él, en alguno de esos dos oficios.

viernes, 4 de enero de 2008

Escritores en el Húmedo, 2. Javier Pérez


Es curioso, pero no siempre se consigue fraguar una amistad al primer intento. A veces, el asunto puede tomar su tiempo, años incluso.
Yo conocí Javier Pérez cuando ni siquiera era Javier Pérez; todos le llamábamos Odín, el pseudónimo con el que firmaba en Campus, revista universitaria en la que coincidimos a principios de los noventa.
¿He dicho ya que entonces no éramos especialmente amigos? Bueno, pues me he quedado corto: en aquel momento éramos uno la antítesis del otro. Él estaba todo el día de cachondeo, pero le gustaban los autores clásicos y circunspectos, y se cascaba unos ripios de cuidado. Yo, en cambio, me tomaba muy en serio mi pose de cultureta, aunque sólo leía a Boris Vian y a Bukowsky, y me daba por firmar artículos campanudos y poemas pretenciosos, de clara advocación gamonedina.
Odín representaba, por así decirlo, el ala conservadora de Campus, y a mí me gustaba pensar que estaba en la renovadora.
Marcelino, que era el director y tenía una concepción muy monárquica de la revista —y de la vida, añadiría—, siempre a vueltas con organizar su sucesión, enseguida tuvo claro que la nuestra sería una combinación perfecta: Javier tenía una clara visión mercantil —no en vano, es economista—, y yo podría centrarme en la parte artística y comunicativa del tinglado. Una idea perfecta que yo, como el perfecto membrillo que siempre he sido, rechacé, con un pie en el estribo del avión que me llevaría a conquistar Europa.
Luego, no volvimos a vernos más que esporádicamente, en algún encuentro casual por las calles de la vieja ciudad, que sirvió para comprobar lo oportuno de mi espantada, porque Campus aún existe. De haberme quedado para comandar la revista, a buen seguro que habría sido más vistosa; de lo que ya no estoy tan seguro es de que aún siguiera publicándose, así que en ese sentido, al menos, debo dar por bueno mi patinazo.
Años, muchos años después, sin revistas ni delfinatos de por medio, volvimos a tratarnos. Y diría que es ahora cuando nos hemos conocido realmente. Él sigue con su tono jocoso, sin parar de reír estruendosamente y fumando una pipa siempre que puede, pero ya no hace ripios sino novelas policíacas. Sigue hablando de Mann y de Forster y de detalles económicos de la República de Weimar, y utiliza un castellano claro y recio; aún habla alto, aunque menos, pero todavía modula la voz para recalcar los guiños y las provocaciones. Se ha pasado quince años escribiendo cada noche, dejándose las pestañas en miles de páginas, y cada hora del día dándole vueltas a relatos, frases y hasta palabras —con la impagable ayuda de Chema, José María Menéndez López— en busca del texto preciso, de la obra redonda. Y así se ha convertido en un escritor de fuste; no en vano, es el autor leonés de nuestra generación con mayor reconocimiento; al menos, el único que publica en una editorial como Planeta y se lleva premios con montones de ceros, como el Azorín.
Javier Pérez —porque ahora se llama así, aunque se me hace raro llamarle "Javi" cuando nos vemos— es también un inquieto activista de la red. Entre otras locuras varias mantiene, que yo sepa, al menos tres blogs (éste, éste y éste) y un buen montón de páginas dedicadas a la literatura. Sobre todo esto hablamos estos días en León, mientras recorríamos el Húmedo.
Arriba y abajo, de bar en bar y de tapa en tapa, Javier me comentaba su visión sobre el fenómeno blog. Y tiene miga la cosa, porque está a medio camino entre la nostalgia y las teorías de la conspiración: antes de los blogs, los internautas acudían a los foros, y allí se producía una gran debate social. Un debate muy fructífero pero, sobre todo, muy libre. Y eso no es bueno para el poder, porque no era "controlable". Los blogs, sin embargo, suponen una atomización de la opinión: todo el mundo opina, pero no importa, porque muy pocos te leen. El resultado es la eliminación de la crítica, o al menos, de su repercusión. Y ahí ve Javier Pérez una "mano negra".
Y más sobre blogs: ¿de verdad está la "firma" en decadencia, como decían en El País hace unos días? Javier —que, como yo, no utiliza pseudónimos— tampoco parece creer que los autores, por más cibermodernos que sean, renuncien al reconocimiento público. «Escribimos para que nos lean, qué cojones, pero para que nos lean a nosotros. Eso fue exactamente lo que dijo —bueno, así más o menos—, antes de que llegásemos a la conclusión de que en la red no sirven los mismos papeles que en las publicaciones impresas, donde el autor es hegemónico y el lector se mantiene en su papel. Hay menos dinamismo, pero el escritor, para qué negarlo, busca un estatus, un reconocimiento que es más evidente en los formatos tradicionales, donde no todo el mundo puede vivir la fantasía de ser escritor, sin necesidad de pasar por ningún tipo de filtro.
Nuestra conversación —cosas de la navidad y los compromisos del momento— quedó ahí, pendiente de un próximo encuentro. Entretanto, os recomiendo la lectura de la primera novela de Javier, «La crin de Damocles», y de la segunda, que aparecerá en breve.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Por qué los consejos no sirven de nada [microrelato]



El gran poeta Antonio Gamoneda me brindó en una ocasión un excelente consejo, al que yo, como es lógico, no hice el más mínimo caso; y es que los consejos, por lo general, no sirven de nada, porque uno no los entiende más que a toro pasado. Aquella vez, yo le había llevado unas cuantas cuartillas llenas de versos, y él me reconvino con severidad:
—Nunca, y entiéndelo bien: nunca, nunca deberías dejar a nadie leer un trabajo inédito.
Lo que yo pensé, claro, fue que el escritor consagrado sabía tanto de letras como de regates, y que acababa de darme un pase de pecho para librarse del joven y molesto aprendiz.
Al día siguiente, le conté mi desgracia a un amigo. Él, que como yo, también andaba enredado con los líos del escribir y el publicar, se ofreció amablemente a leer mis poemas, darme su opinión y corregir lo que hiciera falta. Le entregué los papeles, confiado.
Una semana después, coincidimos en la librería Padre Isla, en la presentación de una nueva revista de poesía.
—¿Qué tal los poemas? ¿Había mucho que corregir? —pregunté, ansioso.
—No, bueno… en realidad sólo he hecho una corrección —confesó, entregándome un ejemplar de la revista que se presentaba, abierto por la página 25.
Allí estaban mis versos. Ciento cincuenta versos de rima libre, hablando del tiempo que huye y esas cosas de poetas. Y, en efecto, tan sólo había una enmienda: en lugar de mi nombre, aparecía el suyo, Toni Martínez.
Aquella noche comenzó a fraguarse la “leyenda del poeta aullador”, también conocido a en el mundillo como Farinelli o Antonio el de los huevos, desde entonces. La broma, en total, me salió por quince mil duros —a mil por golpe, hasta que me pararon—, y dos semanas de arresto menor. Como declaré ante el juez, lo cierto es que estoy bastante arrepentido, en especial de no haber hecho caso a Gamoneda y haber inscrito la obra en el Registro de la Propiedad Intelectual, aunque de lo que de verdad me arrepiento es de no haberle dado más fuerte a Farinelli, porque luego ya no habido manera de volver a encontrarlo.


viernes, 14 de septiembre de 2007

Óscar y su mala pata


O su pata mala; al bueno de Óscar —también conocido como «Oscarón»; por lo canijo, más que nada— no se le ha ocurrido otra cosa que troncharse la rodilla, y ahora está en casita con la pierna enyesada y atornillado a la butaca del salón.
Que sí, que sí, que el chico estaba buscando una excusa para poder seguir todo el Eurobasket, y no le ha podido salir mejor: no se ha perdido ni un partido.

Claro que le ha costado lo suyo: fue el miércoles pasado, mientras jugábamos nuestro partidillo de rigor. David sube la bola y me la pasa sobre la línea de tres. Yo veo a Óscar en el poste alto y —hecho insólito—, le meto un pase interior, que recibe con claridad. Detrás tenía a Berto (Al-Berto Díaz, uno noventa y algo y como un armario de tres cuerpos) y se intenta zafar de él con un reverso prodigioso. Sólo que su pie izquierdo no se entera de la jugada y suena un clac terrorífico.

Total, que Óscar acabó en el suelo, con lo que después sabríamos que era un esguince con rotura de ligamento lateral no sé qué. Y era espectacular ver a ese tiarrón ahí tirado, con la pata del revés y sin quejarse... Algunos están hechos de una pasta especial, desde luego, porque la lesión debía de ser muy dolorosa. Mucho.

Ayer me acerqué a visitarle. Quería llevarle un libro, pero al final acabé cabreado porque no encontré ninguno de los que tenía pensados —"Con las mujeres no hay manera", de Boris Vian, "Lo mejor que le puede pasar a un cruasán", de Pablo Tusset, y alguno más de ese estilo, y resultó imposible—. Así que le llevé unos tebeos de El Jueves, que para salir del paso tampoco están mal. Pena que no encontré "Clara de noche", que es uno de los mejores personajes. Bueno, pues allí me planté con mis comics y me encontré al hombre con un portátil, apagando fuegos del trabajo —es informático—, y con la colección de películas desperdigada por el salón.
Y también charlé con Cristina, que por fin puede pasar más tiempo que yo con Óscar. Porque, echando cuentas, resulta que si jugamos al frontón los lunes y los jueves, al baloncesto los miércoles, durante la semana cae algún café y el fin de semana coincidimos en Cañadío, al final le veo casi más a él que a mi mujer. Y ella es mucho, pero mucho más guapa, donde va usted a parar.

Pues nada, que espero que Óscar se mejore, que no es lo mismo jugar sin él; esta semana, por ejemplo, nadie me ha arrollado, como si fuera un tren de mercancías, al correr detrás de una pelota gritando «¡Míaaaaa!». Ni me ha metido el cuerpo al entra a canasta, diciendo luego «¡Si no te he tocado!». Ni me ha recordado que León limita al este con Castilla —su familia es de Valladolid, ahí es nada—.

Vamos, que le echo un montón de menos. Mejórate, campeón.

lunes, 9 de abril de 2007

Las cifras de las letras


Uno de los privilegios de vivir en Cantabria consiste en que a menudo puedo charlar con Vicente Gutiérrez sobre poesía y otras obsesiones compartidas. Hace unos días tratábamos de calcular el número de lectores de poesía en España, y compararlo con el número de poetas. Sí, sí, puede parecer un entretenimiento excéntrico, pero desde luego entretiene.

Así, a ojo, aventuramos que la tirada media de un poemario de repercusión rondaría los ochocientos ejemplares. Y la de un éxito de ventas poético —por supuesto, Joaquín Sabina no cuenta— llegaría con dificultades a los dos mil. No parecen grandes cifras, pero la enorme estabilidad de los editores asentados de poesía nos hace deducir que no se arruinan; es decir, que si editan ochocientos o dos mil ejemplares es porque los venden —o los “colocan”— y, paralelamente, que si la tirada no es mayor es porque no tendría salida.

La segunda parte de la ecuación es de nuevo una estimación a vuelapluma de la cantidad de libros, revistas, plaquettes, pasquines, servilletas y puertas de bar sirven de soporte a la poesía actual. Lo de los versos anotados en soportes efímeros a las tantas de la mañana es más complicado de calcular, pero la cifra de poetas “activos” convenimos que podría oscilar entre el millar y los tres mil incautos.

En fin, como argumentar sin datos es maravillosamente fácil, llegamos a la conclusión de que en España sólo leen poesía los poetas.

¿Cómo no iba a exclamar Juan Carlos Mestre que «la poesía ha caído en desgracia»?

martes, 27 de marzo de 2007

Smoke in Freedom


¿Por qué ya no hay canciones con mensaje? ¿Porque los músicos nunca encuentran papel en el que apuntarlo? Son los misterios de la creación, que suelen ocultarse tras una densa cortina (de humo, en este caso). Y otra pregunta clásica: ¿Por qué se pierde la juventud? Es decir, ¿en manos de quién están nuestros hijos?

Este hombre con cara de bueno y patillas de malo se llama Franfer, y algún día será muy grande (y eso que el estirón lo dio hace ya algunas primaveras). Vive camuflado en Santander, donde se hace pasar por profesor de Filología, pero en realidad es Bob Marley de incógnito. ¿Que no? Aquí están las pruebas.

Nota: Mamá, esto tampoco lo escuches.

domingo, 25 de marzo de 2007

Mala memoria

De cuando en cuando me acuerdo de una cancioncilla muy cañera que decía algo así como “…y cuida bien… tu melocotón, tataratá, tataratatá”, y ya no sé más. Sonó a principios de 1990; lo recuerdo bien porque aquel invierno Roberto Romero se cayó por las escaleras del Trianón, que había pasado de teatro a discoteca, con una botella de agua de fuego escondida en la cazadora. Para que luego digan que lo del botellón es un invento de esta juventud degenerada, y que el mundo se acaba y tal y cual.
Por suerte, al muchacho no le pasó gran cosa: algunos moratones y poco más; casi le dejó más marcas el portero al echarlo a la calle. Lo de que le costara mantener el equilibrio era de antes de caerse, porque él ya llevaba lo suyo y la botella iba bastante menguada. Al final tocó pasar la noche en los Jardines del Cid, esperando que se serenase y pudiera volver a casa, mientras el tío se empeñaba en seguir dándole a la botella, que había sobrevivido al siniestro, milagrosamente.
Y mira que era majo aquel Romero, y eso que bebía demasiado, incluso para tener dieciséis o diecisiete años. Estudiar no estudiaba mucho, y además mantenía unas sospechosas relaciones con los “Ultraleón”, los hooligans de la Cultu —que ya hay que tener moral, dicho sea de paso—. No sé si acabó el bachillerato, creo que estuvo una temporada de pescadero y luego andaba por ahí de transportista, pero no sé si seguía dándole al “melocotón”.
Casi veinte años ya, y todavía de vez en cuando me sorprendo tarareando aquella cancioncilla de la que nadie se acuerda. Yo creía que era de un grupo de power-pop torero llamado “Espontáneos”, que cantaban canciones de tres minutos sobre reventas de Las Ventas y hacía versiones aceleradas de un tal Nino Bravo, que ni sabíamos quién era. Pero no he conseguido encontrar la canción, no aparece en su discografía y no hay ni rastro de ella. Quizá se trate de una mala pasada de mi memoria, quizá sea un recuerdo a medida y la inventara yo mismo aquella noche, mientras Romero rodaba escaleras abajo y los chicos del bachillerato experimental aguantábamos la respiración, presagiando que la botella iba a acabar con él, literalmente.
“Y cuida bien… tu melocotón”. Pues eso. Sí, sí, ya sé que como himno generacional no tiene mucho futuro; que no lo firmaría Dylan, que no es la estaca aquella ni al vent, que la metáfora está aún por limar y todo eso, pero ¿qué queréis que le haga? ¿Acaso se pueden elegir los recuerdos?