
Un paso ineludible en toda selección de personal que se precie es la elaboración del perfil del aspirante. En ocasiones se hace mediante tests interminables, en los que te preguntan siempre lo mismo, pero de quince o veinte formas distintas; al final, ya no sabes si quieren comprobar tu sinceridad, tu memoria, tu coherencia o tu paciencia. En otros casos, es aún peor, y tienes que superar una entrevista personal, que es un rato tan agradable como si estuvieras sentado en la silla del dentista —con excepción de la de mi odontólogo favorito, César Díez, que es un auténtico fenómeno; otro día hablaré de él—. Y todo, ¿para qué? Pues para descubrir cómo es el candidato.
Al parecer, los especialistas tienen repartidos algunos trabajos según el carácter de cada cual: a los contables se les prefiere discretos; a los comerciales, extrovertidos, y a los administrativos, introvertidos.
Yo a todo esto tampoco le veía mucho sentido: una forma más de alienación del sistema, pensaba, hasta que recordé lo que me ocurrió hace años en una imprenta.
Sería en 1992 ó 1993 —vaya memoria— cuando a la Diputación de León se le ocurrió publicar una revista juvenil, y de paso unas plaquettes con textos de autores jóvenes, o casi adolescentes, como era mi caso. Yo preparé unos cuantos ejercicios de estilo, entre ellos un collage con titulares de prensa, al estilo de los que hacía entonces Tino R. Melcón. El caso es que en la imprenta ocurrió algo, y me llamaron para que autorizase que el collage apareciera en negativo, es decir, con fondo negro y texto blanco.
Fui a la imprenta a echarle un vistazo a las galeradas, y quedé encantado. Sería fruto de la impericia del encargado del laboratorio, porque el negocio estaba empezando, pero el caso es que la composición ganaba mucho con el cambio.
La imprenta se llamaba Sorles (Sordos Leoneses) y se acababa de constituir gracias a los programas sociales para la integración laboral de minusválidos, así que la mayoría de los operarios padecían algún tipo de deficiencia auditiva —vamos, que casi ninguno oía nada, lo que no suele representar mucho problema, porque en las imprentas siempre hay un ruido de mil demonios—.
El caso es que mientras charlaba con el jefe de la imprenta y la directora comercial —Violeta, una rubia de metro ochenta, a lo Loreto Valverde pero en tía buena—, me incomodó que el jefazo saliera cada tres o cuatro minutos del despacho y le pegara la bronca a cualquiera de los quince o veinte empleados que había en el taller. A la tercera aceifa del industrial, que se desgañitaba con dos mujeres de mediana edad que estaban con el manipulado de un catálogo, alzando, plegando y grapando, le pregunté a Violeta qué pasaba.
—Nada, esta gente, que se pasa el día charlando —me contestó con un suspiro.
—¿Y que hay de malo en que hablen? —me pregunté yo en voz alta, seguro de que un poco de conversación entre compañeros sólo podía mejorar el ambiente?
—¿Que qué pasa? ¡Pues que son sordomudos! —repuso Violeta.
—¡Que hablan con las manos! —bramó el jefe, entrando en la oficina— ¡Y su trabajo es manual! ¡O sea, que mientras hablan no pueden trabajar!
Y así me enteré de dos cosas: primero, de que en la imprenta había un sordomudo muy majete, que se pasaba el día contando chistes (y que iba a durar muy poco en la empresa); y segundo, que casi siempre es mejor tener la boca cerrada... y las manos quietas.
miércoles, 24 de octubre de 2007
Perfiles extrovertidos
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Javier Menéndez Llamazares
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jueves, 31 de mayo de 2007
Los que saben: Álvaro Valderas
Vaya por delante mi rendida admiración por él: es mi escritor vivo predilecto. Y también lo sería aunque no fuéramos amigos. De hecho, creo que debería serlo también para el resto del mundo, por más que la fortuna le haya resultado esquiva.
Es autor de una obra ingente desperdigada por un archipiélago de revistas, fancines y libros colectivos. También de "Libro de cruentos", editado por la Diputación de León y "Bloody Mary", un libro sobre vampiresas que apareció en Ediciones del Curueño a finales de los noventa.
Sin embargo, su verdadera obra es su vida. Escribe sin cesar, mucho más de lo que parece físicamente posible. Es capaz de terminar un novela en dos semanas y todos los años firma al menos un centenar de relatos; pero es que son muchos más los que bullen en su cabeza. Pasar un rato con él es ver cómo surgen simultáneamente ideas brillantes y descabelladas, en un torrente guasón que se burla de un mundo que comprende demasiado bien. De reflejos rápidos y siempre dispuesto para la chanza, conversar con él es pura gimnasia mental: no hay nada que no haya leído, no hay concepto al que no pueda dar la vuelta hasta encontrarle un enfoque cómico. Pero lo más espectacular es verle conversar con su madre: más que hablar, parece que le estuviera escribiendo una carta.
Erudito noctámbulo, asiduo de la noche y sus peligros, es su propio personaje de ficción, perdido en los recovecos más literarios de la realidad. Seductor, amigo del peligro, de corazón frágil y presa de cualquier utopía, vive contra el éxito sin regodearse en su malditismo. Yo no quisiera ser él —soy, por desgracia, mucho más cobarde y convencional—, aunque daría cualquier cosa por robarle un poco de su talento.Pero Álvaro no sólo es escritor: es cualquier cosa que quiera ser. Cuando le conocí —yo era un pipiolo de dieciocho años y él ya era un escritor curtido, aunque tan desconocido como ahora—, en 1991, estaba inmerso en "Titilabus", una de sus ideas fabulosas contra las que se conjuran los elementos. Junto a su amigo Paco el Pintor, realizaban cuadernos, carpetas y papel pintado con técnicas de Pollock. Y lo cierto es que los resultados eran espectaculares. La tarea le absorbía de tal manera que hasta por la calle andaba con su bata y los zapatos llenos de lamparones de pintura. Firmaron un contrato en exclusiva con una papelera de Valladolid, les entregaron la producción de medio año... y la papelera dio suspensión de pagos y se llevó por delante el capital de Titilabus y el interés de los afectados.
Y podría contar muchas más aventuras del mismo calibre, pero las reservo para mejor ocasión. Sabiendo que no podéis esperar más para conocer su obra de primera mano, aquí os dejo un breve relato que ha escrito expresamente para los lectores de esta página. Que lo disfrutéis.
Una mosquita muerta
por Álvaro Valderas
El presentador de televisión más popular, con un telescopio doméstico, no tan simple como un juguete ni tan sofisticado como una herramienta profesional, había descubierto un nuevo planeta. Se quedó sorprendido. Volvió a mirar por el canuto, con mayor detenimiento aún, persiguiendo la posible falla, sólo para constatar que ahí estaba, sin discusión. Entonces tomó el teléfono y se lo contó, con voz apresurada y plagada de matices, a un amigo importante que entendía de aquellas materias, le dio las coordenadas, superó sus dudas, respondió acertadamente a sus inevitables objeciones. Como en la aldea global no existen palabritas al oído ni comunicaciones privadas, la conversación fue grabada y remitida a un centro de seguimiento. En pocos minutos, cientos de personas estaban enteradas, y terriblemente escandalizadas: No se trataba ahora de un científico oscuro y perdido en la nómina de esos grandes observatorios que a nadie interesan, ni el término empleado había sido “planetoide” o cualquier otro vocablo difuso que permitiese la menor duda al respecto de su naturaleza como cuerpo celeste, o a su tamaño. Cierto que en periódicos locales durante años se han venido publicando artículos que cuestionan la constitución admitida del Sistema Solar, pero nadie lee esas columnas segundonas y, aunque así fuera, tampoco creerían a pie juntillas las noticias de la prensa, especialmente en un tema tan amarillista. Pero el conductor de un programa concurso con el máximo nivel de audiencia mundial, hablando claramente y sin tapujos de un nuevo planeta, se convertía en materia de fe. A más de uno se le revolvieron las entrañas, y su teléfono no dejó de sonar. Videntes y astrólogos, principalmente, a quienes el horóscopo se les venía encima, y sus predicciones se encontraban de repente sin la más mínima base, y para quienes el futuro comenzaba –por primera vez en la vida- a ser incierto. Estudiosos también, aunque pocos, y prudentes, defendiendo su cátedra universitaria desde el “se aprende algo nuevo cada día”. Extramuros, el presidente de la nación más poderosa de la Tierra llamó al de los Estados Unidos, le rogó, le previno, no quisiera yo decir que le ordenara, pese al tono. Al colgar, éste había empalidecido, como en los momentos de crisis. Se decidió por la opción más comprobada, pero la geografía no era su fuerte y a su asesor no se le ocurría qué país bombardear. De pronto, su cerebro se iluminó con la luz de una revelación, le había venido fresco el recuerdo de aquella nana tan regañona que entorpeció la mitad al menos de sus fechorías de infancia.
—Lo siento, señor, pero bajo ningún concepto es el momento apropiado para atacar China.
Al final de una jornada intensísima y excesivamente larga para sus viejos huesos adoloridos, el presentador tomó partido. Había escuchado las súplicas y los argumentos de amigos y desconocidos muy recomendados, había sopesado el beneficio mayor de la Humanidad contra el suyo propio como descubridor notable y, por fin, se había visto en la necesidad filantrópica de condescender.
Bordeó su telescopio culpable, con la esquina inferior de la camisa limpió bien la lente, regresó al visor y apuntó hacia los apartamentos de enfrente, donde a esas horas siempre había alguna vecina cambiándose.
—Sería una mosquita muerta, pegada al cristal.
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Javier Menéndez Llamazares
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miércoles, 2 de mayo de 2007
Los que saben: Walter Lingan

En 1998, cuando mis pequeñas "Ediciones del Curueño" estaban aún en pañales, mi buen amigo Luziano me hizo de voluntario scout entre los autores hispanoamericanos afincados en Alemania. El resultado: el descubrimiento de dos enormes escritores, que también acabaron siendo un poco amigos —ventajas de las pequeñas editoriales—. Hoy me gustaría rescatar a Walter Lingán.
Lingán era ya un gran escritor antes de que yo le conociese. Había publicado un par de libros en su Perú natal, aunque el éxito ha sido sorprendentemente esquivo con su obra. Cuando le conocí, él ya rondaba los cuarenta, pero es una de esas personas de edad incalculable: parece eternamente joven, aunque su porte circunspecto le echa encima algunos años más. Luego, en la distancia corta, es un tipo afable, muy atento, y de una educación exquisita. Lleva media vida en Alemania, ejerciendo como médico, a la espera de que la historia de la Literatura le rescate.
Sin embargo, ése no es Walter Lingán. El tipo amable que conversa, que te escribe cuando todos te olvidan, que nunca alza la voz, se convierte en un auténtico demonio en cuanto sus dedos rozan un teclado. Nada queda en su escritura de sus movimientos pausados, de su madura calma: las páginas de sus libros destilan intriga, sexo salvaje, fantasmas indígenas y cotidianos, y hasta el terror de la realidad. Un mundo privado que su elegante estilo pone a nuestra disposición.
Yo tuve el placer de editar su libro "Los tocadores de la pocaelipsis", una colección de relatos que es un auténtico muestrario de sus virtudes. Él quizá hubiera necesitado una editorial más grande, con posibilidad de promocionar su obra, incluso con un editor mejor.
Por favor, descubrid a Walter. Para mí, es uno de los grandes autores hispanoamericanos del momento. Seguro que para vosotros pronto lo será.
Para más información sobre Walter Lingán, consultar aquí.
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Javier Menéndez Llamazares
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martes, 17 de abril de 2007
Los que saben - Tino R. Melcon

Hace algunos años me embarqué en una aventura tan emocionante como infructuosa: quería ser editor. Sea por falta de talento o por mal disimulada envidia, lo cierto es siempre he visto un punto de egocentrismo en publicar la obra de los demás. Quizá sea un modo de extender tu personalidad, de maquillar tus carencias con aquello que te habría gustado hacer y no eres capaz de realizarlo.
Fueron unos años inolvidables, en los que conocí a mucha gente estupenda a la que admiro y algunos se han convertido en grandes amigos. Escritores, distribuidores, libreros, ilustradores, fotógrafos, impresores, diseñadores, críticos y hasta pícaros conviven en el pequeño mundo del libro. Un mundo que a mí se me quedó grande —"mardito parné"— se me quedó grande, antes de convertirme en el triste técnico editorial a sueldo del Estado que soy hoy.
Y, rendido a la nostalgia, finalmente he decidido reflotar, siquiera simbólicamente, mi pequeña editorial, Ediciones del Curueño.
En esta sección iré publicando de cuando en cuando —como el editor intermitente que he sido— a algunos de los autores a los que admiro. Y para inaugurar estas "nuevas Ediciones del Curueño" he elegido a alguien muy especial: Tino R. Melcón.
Hace casi veinte años, cuando yo me creía un escritor precoz y los periódicos levantaban sus faldones para que me colase entre sus páginas, mi primer y mejor compinche fue Tino, Una mezcla de amigo, familiar, inspirador y maestro. Porque Tino SABE.
Poeta visual, agitador calmado y filósofo lafarguiano, es un publicista que no ejerce, y aunque trabaja de bibliotecario su verdadero oficio es la lectura y el diseño.
Juntos rellenamos algunas páginas del Diario de León y de La Crónica, en los años 90, y su afilada imaginación, más allá de la ilustración, daba sentido a mis adolescentes textos.
Hoy le invito a esas páginas, mucho más modestas, para que también me acompañe en esta aventura. Y lo hace con una joya de su producción gráfica:
Una paja higiénica
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Javier Menéndez Llamazares
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