Lo más curioso de mi estancia fue que —aparte de demostrar que un nefasto interior diestro en España puede convertirse en un auténtico estilista del regate en Inglaterra—, a pesar de que asistía a una "escuela de oratoria", sobre todo aprendí a machacar el inglés, pronunciándolo a la española, tal y como se escribe.
Menos mal que, ni aquello era realmente una escuela de oratoria ni lo de la fonética castiza fue para tanto. Los "oratorians" son, en realidad, clérigos católicos —la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, fundada en Roma en el siglo XVI—, y el colegio era un internado masculino con siglo y medio de historia y costumbres extravagantes. Por ejemplo, había determinados caminos dentro del recinto que sólo podían pisar los alumnos de los últimos cursos; o más extraño aún: se podía hacer en el colegio el servicio militar, y de vez en cuando veías pasar a críos con uniforme de camuflaje, casco y fusil, de camino a los terrenos de entrenamiento, que era una colina cercana, un poco más allá del hermoso campo de golf de la escuela. Había que vestir uniforme: traje oscuro y corbata a rayas. Tenían capitán del colegio, equipo de cricket y hasta un estudio de arte; incluso un comedor en el que servían la consabida bazofia inglesa, con patatas cocidas sin pelar y gelatina de postre; vamos, que sólo faltaba el cuarto de tortura para que hubiera sido el prototipo de colegio británico que todos tenemos en mente.
La escuela, por supuesto, era "de élite"; al menos, eso decían las tasas: kilo y medio de matrícula, y tres más por la estancia y manutención —por esas patatas con monda y la gelatina de colorines, en concreto—. A mí me tocó compartir cuarto con un libanés, aunque enseguida localicé a dos pillos con los que compartir correrías: los españoles, claro. La verdad es que sólo recuerdo los apellidos, aunque aún debo guardar alguna foto por casa. Fuster era mallorquín, vivía en Cascais y su familia tenía una galería de arte. El otro se apellidaba Hormaechea y era de Santander. Su padre era político, al parecer un pez muy gordo. Con ellos pasé una temporada estupenda, incluyendo una aventura en Londres, en un concierto de los Beasty Boys en el que éramos los únicos blancos entre unos tres mil asistentes al concierto de los raperos. Recuerdo que lo primero que me dijo Fuster al verme fue:
—Tú eres el español —así, con mucha seguridad.
—¿Tanto se me nota? —quise saber yo.
—Coño, si es que estás moreno.
Yo entonces no me daba ni cuenta, pero era mayo y, aunque nunca he sido especialmente cetrino, la diferencia era enorme: ellos estaban pálidos como cadáveres. Como cadáveres ingleses, para ser más concretos. Porque allí en Reading no había sol; el cielo lucía distintos tonos de gris y cada tarde, con puntualidad británica, llovía durante una media hora. Esto ocurría —como no— hacia las cinco, lo que me llevó a deducir que la costumbre del té resultaba, en realidad, muy práctica.
Lo de "machacar el inglés" a que antes me refería era una diversión de aquellos compinches. Resulta que los domingo, como buen internado católico, había misa. Y de asistencia obligatoria, por supuesto. En un banco se juntaban los españoles de los diferentes cursos, apenas media docena, y armados del libro de salmos se dedicaban a recitar todo lo recitable, pero leyendo el texto inglés como si fuera castellano, tal cual estaba escrito: [me] y no [mi:], [i] y no [ai], [you] y no [iu]. Un pasatiempo inocente, claro.
Y es que eso del inglés macarrónico, chapurreado, está muy extendido; ¿quién dice ['imeil] pudiendo pronunciar [e'mail]? ¿Para qué llamar al iPod "aipod"? Y eso, sin llegar a los extremos de la generación de mi padre, que decía sin rubor "Jon Baine" para referirse al famoso cowboy de la gran pantalla. O al del servicio técnico de mi mac, que de vez en cuando me dice que me va a instalar unos "plujins" para el inDesing. Yo mismo, sin ir más lejos, me pasé unos cuantos años maquetando con el Aldus "Pajemaquer", y sin efectos secundarios.
¿Por qué todo este destrozo fonético? En primer lugar, porque mola: es muy divertido. Al castellanizar los términos ingleses los hacemos más cercanos, más propios y, de paso, los desacralizamos.
Pero existen también otros motivos para alterar voluntariamente la pronunciación de Oxford. Supongamos que tú conoces la palabra, pero no sabes cómo se pronuncia; ¿por qué tiene el del servicio técnico de Apple que saber que plugin se pronuncia en realidad ['plagin]? Lo que, dicho sea de paso, yo tampoco sabía hasta hace un par de días. Pues se tira de la costumbre patria, y se lee tal cual se escribe; así mismo lo hicieron los rockeros Cardiacos en su "Gran vía", cuando dicen «Encerrado en el undergrún / esperando a que vengas tú». Y ahí los tienes, con rima asonante y todo.
Y es que, como desveló García Márquez en sus crónicas periodísticas de juventud, toda Europa habla castellano. Lo que pasa es que los portugueses lo hablan con la boca cerrada, los franceses estirando mucho los labios y los italianos cantando. En cambio, los nórdicos hablan un español muy malo, que a duras penas se entiende; de ahí que nos haga falta castellanizarlo un poco.
Y vaya si lo hemos hecho: si hasta nos hemos inventado nuestros propios anglicismos. Llamamos yonkis a los junkies y yankis a los [jenki:s]. Decimos "footing" —o fútin— para lo que los ingleses dicen "jogging", y hasta tenemos el morro de chotearnos diciendo "puenting", "tumbing" o "sillón-ball".
¿Qué hay en el trasfondo de todo esto, entonces? Pues nuestra poca predisposición a los idiomas extranjeros. Y eso sin hablar de los propios, que a ver quién es el guapo que se atreve con las lenguas co-oficiales. Al final, corriendo los años, acabaremos teniendo que arbitrar una lingua franca que posibilite el comercio interno o, al menos, el comprar tabaco en un estanco de otra comunidad autónoma. A que, al final, acabamos adoptando el globish como lengua oficial ibérica? ¿Que no? Pues al tiempo.