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miércoles, 28 de noviembre de 2007

Inglés macarrónico



En la primavera de 1990 tuve la buena fortuna de ser seleccionado en un programa de intercambio lingüístico, y pasé seis semanas en un auténtico colegio inglés, "The Oratory School", en Woodcote, muy cerca de Reading, en plena campiña inglesa.
Lo más curioso de mi estancia fue que —aparte de demostrar que un nefasto interior diestro en España puede convertirse en un auténtico estilista del regate en Inglaterra—, a pesar de que asistía a una "escuela de oratoria", sobre todo aprendí a machacar el inglés, pronunciándolo a la española, tal y como se escribe.
Menos mal que, ni aquello era realmente una escuela de oratoria ni lo de la fonética castiza fue para tanto. Los "oratorians" son, en realidad, clérigos católicos —la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, fundada en Roma en el siglo XVI—, y el colegio era un internado masculino con siglo y medio de historia y costumbres extravagantes. Por ejemplo, había determinados caminos dentro del recinto que sólo podían pisar los alumnos de los últimos cursos; o más extraño aún: se podía hacer en el colegio el servicio militar, y de vez en cuando veías pasar a críos con uniforme de camuflaje, casco y fusil, de camino a los terrenos de entrenamiento, que era una colina cercana, un poco más allá del hermoso campo de golf de la escuela. Había que vestir uniforme: traje oscuro y corbata a rayas. Tenían capitán del colegio, equipo de cricket y hasta un estudio de arte; incluso un comedor en el que servían la consabida bazofia inglesa, con patatas cocidas sin pelar y gelatina de postre; vamos, que sólo faltaba el cuarto de tortura para que hubiera sido el prototipo de colegio británico que todos tenemos en mente.
La escuela, por supuesto, era "de élite"; al menos, eso decían las tasas: kilo y medio de matrícula, y tres más por la estancia y manutención —por esas patatas con monda y la gelatina de colorines, en concreto—. A mí me tocó compartir cuarto con un libanés, aunque enseguida localicé a dos pillos con los que compartir correrías: los españoles, claro. La verdad es que sólo recuerdo los apellidos, aunque aún debo guardar alguna foto por casa. Fuster era mallorquín, vivía en Cascais y su familia tenía una galería de arte. El otro se apellidaba Hormaechea y era de Santander. Su padre era político, al parecer un pez muy gordo. Con ellos pasé una temporada estupenda, incluyendo una aventura en Londres, en un concierto de los Beasty Boys en el que éramos los únicos blancos entre unos tres mil asistentes al concierto de los raperos. Recuerdo que lo primero que me dijo Fuster al verme fue:
—Tú eres el español —así, con mucha seguridad.
—¿Tanto se me nota? —quise saber yo.
—Coño, si es que estás moreno.
Yo entonces no me daba ni cuenta, pero era mayo y, aunque nunca he sido especialmente cetrino, la diferencia era enorme: ellos estaban pálidos como cadáveres. Como cadáveres ingleses, para ser más concretos. Porque allí en Reading no había sol; el cielo lucía distintos tonos de gris y cada tarde, con puntualidad británica, llovía durante una media hora. Esto ocurría —como no— hacia las cinco, lo que me llevó a deducir que la costumbre del té resultaba, en realidad, muy práctica.
Lo de "machacar el inglés" a que antes me refería era una diversión de aquellos compinches. Resulta que los domingo, como buen internado católico, había misa. Y de asistencia obligatoria, por supuesto. En un banco se juntaban los españoles de los diferentes cursos, apenas media docena, y armados del libro de salmos se dedicaban a recitar todo lo recitable, pero leyendo el texto inglés como si fuera castellano, tal cual estaba escrito: [me] y no [mi:], [i] y no [ai], [you] y no [iu]. Un pasatiempo inocente, claro.
Y es que eso del inglés macarrónico, chapurreado, está muy extendido; ¿quién dice ['imeil] pudiendo pronunciar [e'mail]? ¿Para qué llamar al iPod "aipod"? Y eso, sin llegar a los extremos de la generación de mi padre, que decía sin rubor "Jon Baine" para referirse al famoso cowboy de la gran pantalla. O al del servicio técnico de mi mac, que de vez en cuando me dice que me va a instalar unos "plujins" para el inDesing. Yo mismo, sin ir más lejos, me pasé unos cuantos años maquetando con el Aldus "Pajemaquer", y sin efectos secundarios.
¿Por qué todo este destrozo fonético? En primer lugar, porque mola: es muy divertido. Al castellanizar los términos ingleses los hacemos más cercanos, más propios y, de paso, los desacralizamos.
Pero existen también otros motivos para alterar voluntariamente la pronunciación de Oxford. Supongamos que tú conoces la palabra, pero no sabes cómo se pronuncia; ¿por qué tiene el del servicio técnico de Apple que saber que plugin se pronuncia en realidad ['plagin]? Lo que, dicho sea de paso, yo tampoco sabía hasta hace un par de días. Pues se tira de la costumbre patria, y se lee tal cual se escribe; así mismo lo hicieron los rockeros Cardiacos en su "Gran vía", cuando dicen «Encerrado en el undergrún / esperando a que vengas tú». Y ahí los tienes, con rima asonante y todo.
Y es que, como desveló García Márquez en sus crónicas periodísticas de juventud, toda Europa habla castellano. Lo que pasa es que los portugueses lo hablan con la boca cerrada, los franceses estirando mucho los labios y los italianos cantando. En cambio, los nórdicos hablan un español muy malo, que a duras penas se entiende; de ahí que nos haga falta castellanizarlo un poco.
Y vaya si lo hemos hecho: si hasta nos hemos inventado nuestros propios anglicismos. Llamamos yonkis a los junkies y yankis a los [jenki:s]. Decimos "footing" —o fútin— para lo que los ingleses dicen "jogging", y hasta tenemos el morro de chotearnos diciendo "puenting", "tumbing" o "sillón-ball".
¿Qué hay en el trasfondo de todo esto, entonces? Pues nuestra poca predisposición a los idiomas extranjeros. Y eso sin hablar de los propios, que a ver quién es el guapo que se atreve con las lenguas co-oficiales. Al final, corriendo los años, acabaremos teniendo que arbitrar una lingua franca que posibilite el comercio interno o, al menos, el comprar tabaco en un estanco de otra comunidad autónoma. A que, al final, acabamos adoptando el globish como lengua oficial ibérica? ¿Que no? Pues al tiempo.

martes, 27 de noviembre de 2007

Banderitas


En Santander —y si el tiempo lo permite, claro— no resulta nada extraño cruzarse con algún viandante marcadamente "español". Sí, sí, digo bien: español y marcado. Y es que por aquí se estilan mucho unos polos muy curiosines, en blanco o azul marino, con la banderita de España ribeteada en el cuello o en el elástico de las mangas.
No voy a ser yo quien descubra que la ciudad —o sus habitantes, más bien— tiene fama de cojear ostensible de cierto pie, al menos en lo que a la res pública concierne. Y no es cosa de un quítame allá esa estatua ecuestre, o de que en los alrededores les guste renombrarla como "Fachander", no, no. Eso son detalles, gestos y poco más, porque en la ciudad, como en todas partes, hay opiniones de toda clase y, como siempre, una gran masa que passa de todo.
Lo del niki con la banderita resulta, no obstante, muy llamativo, porque no es algo que se vea muy a menudo por otras latitudes. En mi pueblo, por ejemplo, no se ve a nadie con la rojigualda a menos que juegue la selección o celebremos visita regia. Y, aún en esos casos, las banderas saldrían con cuentagotas. Y no es que en León el común sea especialmente anti-español, ni mucho menos: lo que pasa es que, si te pillan gastando aunque sea un pin con los susodichos colorines, ya no te quitas en la vida el sambenito de facha.
El caso es que, en realidad, ¿qué tiene de facha la banderita? ¿No era la de todos? Bueno, pues yo tengo mi teoría acerca de ese estigma.
Para empezar, hay que distinguir —que los prejuicios siempre nublan la vista— entre "facha" y "conservador y/o derechista" (vulgarmente, pepero o ppero). No es lo mismo, que diría el cantante plasta ése mirando el culo de un vaso. Fachas-fachas, lo que se dice "epañoles de verdá", de esos ya casi no quedan. Algún nostálgico y tal, poco más. Aparte están los skinners, que no son exactamente "fachas", es decir falangistas o nacional-sindicalistas, que es a lo que en España se llamaba "el fascio". Son muchas cosas, pero me da que, en realidad, tienen muy poco que ver con la política.
Lo que de verdad puebla la derecha española —o "el centro", como les gusta decir a ellos— es una amalgama de conservadores, democristianos, neoliberales y demás pelajes del universo "neocon". Es decir, gente más o menos normal; con sus cosillas, claro, pero lo mismo nos pasa a todos. Al menos en lo que se refiere a la gente de a pie, de veleidades totalitarias, na de na.
En otra orilla reman los izquierdistas, si se me permite la fantasía alegórica. Fantasía, porque últimamente ya hay que echarle imaginación para distinguir las políticas —no los discursos y la imaginería, que eso sí que es distintivo— de un bando y del otro. En fin, cada uno elige su bando, pero no puede elegir su historia. Y la historia de "este país" o el "estado español" —que es como se dice España en el idioma izquierdista— nos cuenta que, cuando de verdad la cosa se dirimía a tiros, cada lado tenía su propia bandera.
La bandera tricolor vivió su época dorada en los años setenta; ondeó entonces incluso más que cuando era oficial. ¿Por qué? Porque era la bandera de la izquierda, la que aglutinaba a la oposición al franquismo. Para muchos, la bandera roja y gualda resultó un trágala, con la monarquía parlamentaria como mal menor. Para rematarlo, a muchos la bandera constitucional les pareció la misma que la anterior —a pesar del cambio de proporciones—, con la única salvedad de que había emigrado el pájaro.
Hoy día todo esto parece banal, porque los socialistas —¿he dicho yo eso?— son los campeones del monarquismo, y sólo cuestionan el sistema las voces más peregrinas, desde las cavernas del conservadurismo de uno y otro bando. Y, sin embargo, en el inconsciente colectivo permanece esa identificación entre banderita y derecha. Como si las banderas sólo fueran de derechas, ¿verdad? Porque, en realidad, ¿no eran derechistas Stalin, Mao, Ho Chi Min, Pol Pot y no lo es Castro?

jueves, 22 de noviembre de 2007

¿Cuándo vendrá la revolución social?



En los negros años de la dictadura, había un viejo litógrafo en el Diario Alerta que, a poco que le cabrearan en el trabajo, se preguntaba entre dientes: «¿Cuándo vendrá la revolución social?».
Y es que, ¿quién no lo ha deseado alguna vez? ¿Quien no ha sido víctima de sus superiores, y secretamente ha pensado en invertir la jerarquía?
Vivimos inmersos en estructuras de poder. Por mucho que se disfracen, por muchos guantes de seda o mucha mano izquierda que se utilice, nuestras relaciones sociales están fuertemente jerarquizadas. En la escuela, en la oficina, en la familia, hasta en las pandillas de los quince años hay unos que llevan la voz cantante y otros que tienen que conformarse con obedecer y callar. Bueno, callar... o preparar la revolución.
Ya sin entrar en cuestiones políticas, en lo que es justo o lo que es legítimo, lo de la revolución social tiene mucha miga. Eso de poner al arriba debajo, y al de abajo encima tiene que ser glorioso; más o menos, como aquel famoso cuadro de Delacroix. Y es que la excitación en esos momento debe de ser tal, que los propios levantiscos tienen que ver, por fuerza, a aquella mujer caminando a su lado, con el pecho descubierto y el gesto decidido.
Imagínalo: abajo los poderosos, arriba los oprimidos. ¿No suena bien? ¿No es una hermosa fantasía, casi casi sexual? Y eso sin mencionar siquiera lo que harías con el jefe caído, que sería precisamente darle... su merecido.
Cuando uno piensa en el día a día, en las grandes y pequeñas injusticias que soporta, en el tráfico, en la inflación, en los medios de comunicación, en los sistemas de valores, en la inequidad, en el tercer mundo, en el enchufismo, en la red viaria, en la publicidad, en el euro, en el sistema métrico decimal y en el capullo del jefe que te hace la vida imposible, ¿no apetece, de verdad, bajar a más de uno del caballo y zurrarle la badana?
Así que yo, a partir de ahora, cada vez que algo me caliente los cascos, en vez de dejar que me lleven los demonios, lo que voy a es a preguntarme: «¿Cuándo llegará la revolución social?».

miércoles, 21 de noviembre de 2007

La pinta


Lo de "la pinta" como mecanismo expresivo no es nada nuevo: hace siglos que nos empeñamos en que el aspecto sea muestra del interior. Nada más curioso que descubrir que, en plena revolución francesa, a los jovencitos más contestatarios les dio por vestirse con peluca, levita y chorreras, y pintarse la carita en una especia de revival del ajusticiado Antiguo Régimen. ¿Lo hacían por motivaciones políticas? Qué va, ni mucho menos: lo hacían por tocar los mismísimos al establishment. Como siempre, vamos. Igual que luego lo harían los románticos, los bohemios, los dadaístas, los beatniks, los hippies o los punkies.
Y es que el atuendo, el corte de pelo, el maquillaje, la forma de hablar y hasta los andares conforman una parte de nuestra imagen pública, esa que todos conocemos como "la pinta". Y, más allá de tener buena o mala pinta, lo cierto es que nuestro aspecto es una de las pocas cosas que podemos escoger. ¿Podemos? Por supuesto; lo que no he dicho es que lo hagamos libremente, claro, pero eso es otro cantar.
Todo esto se me ocurre porque llevo unos días cruzándome por todo Santander con un poeta llamado Alberto Santamaría. En un semáforo, en la zona peatonal, en la librería Estudio y hasta en el supermercado. Sí, sí, parece una maldición: allá donde vaya, me tropiezo con él. Y eso que ni nos saludamos, porque él es un poeta de éxito —si es que se puede llamar «éxito» a eso que les sucede a los poetas premiados, publicados, antologados y demás estados del autor— y yo no paso de ser un peatón anodino.
Y, para mí, que todo es por la pinta. Porque a Santamaría no hay más que verlo para comprobar que es un poeta: patillas hasta la yugular, pelo ensortijado, demasiado largo y cuidadosamente mal cortado, luto bastante riguroso, zapatones post-punk, zamarra cruzada de aire militar y bufanda rasposa, evolución natural del pañolón palestino. Si es que sólo le faltan las gafas de pasta, la verdad. Y no se quita el uniforme ni en la sección de charcutería del Hipercor, que fue donde le vi la última vez.
Para mí, que su éxito —y por añadidura, mi fracaso— se debe a las pintas. Porque él si que gasta facha de intelectual, mientras que yo... en fin, para qué contar. Yo, lo más cerca que he estado de colar por algo parecido fue hace mucho tiempo, con apenas veinte años, y eso porque me había comprado una americana —¿o se dice blazier?— verde moteada, de dos botones, y un par de camisas tipo servilleta de la abuela, y mi amigo Miguel Escanciano me tomaba el pelo sin piedad, bacilándome con que parecía un progre de los setenta.
Yo creo que el problema —el de mi falta de éxitor literario— está ahí, en las pintas. Seguro que si yo también fuera capaz de disfrazarme de músico indie, de crítico underground o de director de cine plasta, otro gallo me cantaría. Me tomarían más en serio. Me llamarían de las tertulias de la radio, me llevarían a dar conferencias, me darían una cátedra, qué se yo... Fijo que me llamaría alguna agente literaria, que mis libros se venderían como rosquillas, me invitarían a las fiestas de la jet. Lo que no consiga una buena imagen...
Así que, la próxima vez que me cruce con el poeta, le voy a abordar por las bravas, para arrancarle el secreto de su estética. Le pediré que me lleve de tiendas, que me enseñe a enmarañarme el pelo y a poner cara de inteligencia extrema, lo que haga falta con tal de dar el perfil de escritor. Y con eso, ya ni me tendré que preocupar de si escribo bien o mal, de si mis libros son puros ladrillos o si no me aguanta ni mi madre: con lograr la pinta, ya lo tendré todo hecho. ¿O no? ¡Ay, lo que daría yo por parecerme un poquitín a Elvis Costello!

Dos relojes para una misma hora (final alternativo)

El zurdo —y sin embargo amigo— escritor Mariano Vega nos ha regalado hoy un relato inconcluso, retando a quien se atreva a añadirle el final. Y yo, que no veo el peligro, me he permitido intentarlo. Eso sí, para quien quiera entender algo, lo mejor será leer desde el principio el texto de Mariano. Y ya saben: las reclamaciones, al Zurdo.


22:18 y allí no aparecía la chica; «Mal momento para una broma», masculló el hombre, sin percatarse de los movimientos a su espalda. Se llevó al oído el reloj que acababa de cederle tan amablemente aquel melenudo del vagón; nada, ninguna pista.
Y, de pronto, cuando ya estaba cogiendo el móvil para acabar con aquel despropósito, alguien le pidió la hora.
—Ni idea, chaval —gruñó—. Y desaparece.
En ese momento levantó la vista, ensayando su mueca más amenazante. Casi no le dio tiempo a sorprenderse al comprobar que quien le preguntaba era, precisamente, el melenudo, el dueño del reloj que acababa de robar. No le dio tiempo, porque un tremendo golpe en la nuca le derribó, haciéndole caer al suelo. Tras él, dos compinches del muchacho de la coleta le atizaban con las obras completas de Quevedo, en dos volúmenes encuadernados en madera.
En medio de la lluvia de golpes, llegó el metro. Una espectacular rubia, con una novela de Dante Bertini bajo el brazo y una camiseta en la que la bandera de Noruega ondeaba sin necesidad de viento, bajó del vagón. Miró a un lado, al otro, y luego resopló con fastidio, antes de volver a entrar en el tren. Uno de los dos lectores de Quevedo soltó tu tocho, y de un salto entró en el vagón justo antes de que las puertas se cerrasen.
—Me llamo Carlos, pero puedes llamarme Clandes —dijo a la rubia, con su sonrisa más seductora —. Por cierto, ¿conoces la calle Sacramento? ¿No?
Fuera, mientras el metro se alejaba, el melenudo y su compinche seguían apaleando al hombre de los dos relojes.
—Por favor, por favor... —suplicaba, entre sollozos. Sólo acertó a decir:— ¡Soy periodista...!
—¿Periodista? —bramó Estilografic—. ¡Dale más fuerte, Mariano, que se lo merece!


NOTA: Hay más propuestas de final para el relato de Mariano. Echadle un vistazo al de Estilografic y al de Scriptorium54.

martes, 20 de noviembre de 2007

Desastres televisados

Va a ser que yo ya no estoy en el mundo; que me quedé pasado de moda, fuera de bolos, demodé... que estoy anticuado, vamos. Algo así tiene que ser, porque cada vez que enciendo la tele y me enfrento a un noticiario me llevan los demonios. Y no es —no sólo— por el caso que hacen a los políticos, ni por la cantidad de tonterías intrascendentes con las que rellenan la escaleta. Qué va; lo que de verdad me hunde es la descarada explotación de la tragedia.
Hace ya tiempo que los telediarios —y algún otro tipo de programa—, en especial las ediciones de tarde-noche, giran en torno al desastre y al morbo. Según la temporada, varían las anécdotas, pero nunca falla la receta mágica: muertes violentas. Siempre hay a mano alguna guerra o algún desastre natural, con centenares de muertos y mucho dolor que retransmitir, pero, si falla la naturaleza, los redactores enseguida se sacan de la manga algún tema candente que explotar hasta la náusea. Una temporada tocan los perros asesinos, otra las carreras ilegales de tuneros, más tarde los skinheads, después la violencia racista, la de género, la de número y hasta la de caso gramatical... Lo que sea, con tal de que haya sangre.
No es que hagan falta ejemplos, pero anoche, sin ir más lejos, los telediarios glosaban una catástrofe en Bangladesh. Soltaron la información, algún dato sesgado y luego, en cuanto pudieron, fueron a lo suyo: imágenes de cadáveres. Y, como debía de parecerles poco impactantes, además eran cadáveres de niños. Estábamos en el sofá, con el niño, hablando de la navidad, de las vacaciones, de los juguetes de Lego y de la guerra de las galaxias, y de pronto aparece en pantalla un hombre junto a una charca, tratando de recoger con un palo algo que flotaba sobre las aguas.
Cierto que la vida es dura, que hay muchas injusticias, que vivimos en un paraíso artificial y bla bla bla, pero no me apetecía que mi hijo viera aquellas imágenes, así que cambié de canal; curiosamente, aparecía una escena muy similar: otro niño muerto, y luego primeros planos de madres desconsoladas. Otro toque al mando, y apenas cinco minutos de prórroga: en esa cadena tampoco podían obviar los importantísimos detalles, la ineludible documentación audiovisual que precisara la "magnitud de la tragedia". No quisimos buscar más canales, porque, al final, ya habíamos visto demasiado.
Hasta cierto punto, podría comprender las imágenes crudas de la pobreza en los países pobres. Puedo aceptar que representar la guerra y sus desastres sea también una forma de denunciarla. Pero no me trago que se pueda hacer lo mismo con los desastres naturales; ¿es que aquellas imágenes de niños ahogados sirven para sensibilizarnos? ¿De qué? ¿De la necesidad de audiencia de las cadenas?
Debe de ser muy triste empeñar cinco años de tu vida en la facultad, aprendiendo "periodismo". Bostezar mientras te hablan de ética y deontología, del derecho a la información, y el proceso comunicativo. Total, para acabar programando imágenes morbosas, buscando el impacto y metiéndose en el bolsillo la profesionalidad. Debe de ser muy triste descubrir que has tirado un lustro a la basura.
Quizá lo explica mejor esa cita apócrifa, cada vez más extendida: «la televisión no es más que un electrodoméstico». Pues eso.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Mustafá, el kurdo


No recuerdo su apellido, pero se llamaba Mustafá. O, al menos, así se hacía llamar, porque en cuanto intimamos me enseñó sus papeles y me aseguró, con sonrisa burlona, que eran falsos.
Esto sucedió en otoño de 1994, en Colonia. Yo ejercía de squatter en el diminuto estudio de mi hermana Alicia, en un trimestre sabático planeado para aprender el alemán.
Las mañanas las pasaba en «alta mar» —o Alter Markt, la plaza vieja, como se empeñaban en decir los doiches—, en una academia de idiomas en la que compartía aula con un variopinto grupo de extranjeros: una italiana, un polaco, dos franceses, dos coreanos, una boliviana et moi. Y Mustafá, claro.
Mustafá era un muchacho kurdo; oficialmente tenía diecisiete años, aunque él mismo me confesó que era algo mayor. Acababa de llegar a Alemania y estrenar su estatus de refugiado. Vivía al sur de la ciudad, no sé si en Porz o en Kalk, en una vivienda social que pagaba el estado, que también le obsequiaba cada mes con un aceptable subsidio, de unos 600 marcos; no tenía derecho a trabajar, aunque eso no le preocupaba demasiado. Su única obligación era asistir a las clases, lo que debía atestiguar cada mañana Frau Patschke, la profesora.
A la tal Frau no le hacía mucha gracia el chico; se le notaba enseguida, porque se le helaba el gesto y le subía a la cara una mueca de desagrado en cuanto el kurdo empezaba a alborotar la clase, empeñado en hacerse entender con su media lengua y su alemán chapurreado, que hablaba demasiado deprisa y con un acento imposible, sin preocuparse por las declinaciones, los artículos y las preposiciones; ni conjugaba siquiera, así que hablaba, básicamente, como los indios de las películas.
Algún extraño imán hizo que el bueno de Mustafá viniera enseguida a mi lado. Se sentaba conmigo, me hablaba mientras la profesora explicaba, me contaba chistes, guiñaba el ojo y soltaba picardías cada poco; yo no le entendía prácticamente nada, pero me divertía mucho. Tanto, que mi rudimentario alemán de aquellos días debía de tener un marcado acento de Oriente Medio.
Después de clase, íbamos a comer por ahí, y mientras devoraba hamburguesas y tomaba cerveza, me explicaba que los kurdos no eran musulmanes, que eran un pueblo sin religión y sin estado. Yo quise saber qué hacía en Alemania, y él enseguida levantó el puño y lo explicó todo: PKK. ¿Pekaqué? Bueno, pues resultó ser el Partido Comunista del Kurdistán. Algo me quiso decir sobre la guerra, que si él había o no había hecho, Luego me mostró sus papeles y me contó que aquella no era su edad, pero que los alemanes sólo acogían a menores de edad, y había tenido que falsificar su documentación. Después intentó hacerme creer que había entrado en combate, que había disparado, que era un feroz soldado buscado por el ejército enemigo.
Supongo que me tomaba el pelo, aquel chaval de apenas diecinueve años y una energía desbordante; me lo pasaba mucho mejor cuando me hablaba de sus novias alemanas, y quería que le acompañase a las discotecas de la periferia, donde era un auténtico oriental lover. Y algo de cierto debía de haber en todo aquello, porque hasta me traía fotos de sus conquistas teutonas; solían ser rubias descomunales, más altas que él y con línea de nadadora algo abandonada; no eran, eso sí, demasiado sofisticadas, sino más bien del tipo molinera, y al gusto de Rubens.
A finales de noviembre terminó el curso y ya no volví a ver a Mustafá; imagino que le iría bien, cobijado por el aparato social alemán. Sin embargo, meses, muchos meses más tarde, al regresar a casa había un gran tumulto en Rudolfplazt. A un lado de la plaza, nos cuantos jóvenes con bigote enarbolaban pancartas a favor de la independencia del Kurdistán, y coreaban consignas incomprensibles. Al otro, un pelotón de antidisturbios avanzaba porra en ristre, detrás de sus escudos. Desde el tranvía pude ver el comienzo de la refriega, cómo eran los propios kurdos los que envestían a la policía, que respondía sin miramientos. Entre la muchedumbre no pude distinguir a Mustafá, pero deseé con todas mis fuerzas que aquella tarde la estuviera pasando en una de aquellas discotecas de los suburbios, persiguiendo a rubicundas molineras en busca de un poco de magia oriental. Y todavía lo deseo.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Pachi y el KGB

Se llamaba Pachi, o al menos así le llamaba todo el mundo. Pachi Garay, eso decía su tarjeta de visita. Y con che, porque entonces aún no se estilaba lo de la "tx".

Era amigo —o conocido, o arrimado, o lo que fuera— de mi tío Jose; era uno de los tipos más singulares que pululaban por su casa, a mediados de los años ochenta. A primera vista, parecía un rocker: patillas a pico, completamente arrabaleras; chupa de cuero negro con el forro rojo asomando por los puños, y una especie de tupé engominado. Luego, si te fijabas más, había algunas notas discordantes: pañuelos raros al cuello, chalecos chillones y exceso de pulseras y anillaje; en cualquier caso, demasiado recargado para un rocker, más dados, si se puede decir así, a la sobriedad —dentro de su exagerada parafernalia—.

Porque Pachi, a pesar de las pintas, no era rocker. Le iba una movida rara, que yo en aquella época veía inexplicable: el tango. Y eso que el menda nunca había pisado Argentina, ni le unía nada con ella. Vamos, que ni una triste novieta porteña había tenido. Me pareció entonces la más singular tribu urbana que pudiera existir: los tangueros. Singular, porque sólo tenía un miembro. Poco después llegarían los discos de Malevaje, con su [baja] pasión por el arroyo y los filos de navaja, y mi imagen de Pachi perdió parte de su originalidad, aunque ganó un contexto.

Al tal Pachi le gustaba Gardel y esa música desgarrada, en blanco y negro, pero era un pájaro más de los ochenta: vivía de noche, no trabajaba, no estudiaba... Tendría unos veintipocos, pero estaba tan delgado, con los pómulos afilados como una modelo anoréxica, que parecía mayor. Al parecer, había engañado a algunos conocidos, y le habían puesto entre las manos un goloso juguete: un pub en el centro.

Estaba en Conde Guillén, frente al Tizas —la disco pija de la época—, y había heredado el nombre de KGB. Había sido un local sofisticado, para progres y culturetas, siguiendo la moda del momento de los guiños pro-soviéticos: Tovarich, CCCP, Berlín... eran nombres de algunos bares enrrollaos de primeros de los ochenta.

Pachi decidió reconvertir el KGB en un bar de rockers; pinchando rockabilly e invitando a algunos macarras espectaculares pensó que iba a llenar el KGB de moteros y marilynes. Yo me colé alguna vez —aún no tenía edad ni para pisar por allí— y me dejaba pinchar un rato. Era la primera vez que me acerqué a una mesa de mezclas y, la verdad, no fue para tanto: nunca me ha vuelto a apetecer ser pincha —o diyei, que dicen ahora los enteraos—.

A mí entonces me parecía un mundo fascinante, entre botellas de Four Roses, canciones de Robert Gordon y chicas alocadas con ligas debajo de las faldas de vuelo. Todo tan estrambótico como la tarjeta que me había dado Pachi, y que me franqueaba la entrada al local: era de ante —una buena imitación, por cierto— de color marrón, con las letras en oro, como si las hubieran marcado a fuego.

Y un día, todo terminó. Las puertas del KGB no volvieron a abrir, precintadas por un triste folio con membretes judiciales. Y Pachi desapareció. No supimos nada más de él, excepto aquellos rumores que corrían por todo León: que si se había asociado con un mafioso llamado Valentín y se la había jugado con la caja; que si su afición a ciertas sustancias ilegales le había jugado una mala pasada; que si debía dinero a todo el mundo y había puesto tierra de por medio... Hubo muchas hipótesis, pero una sola evidencia: que nadie volvió a verle el pelo.


Años, muchos años después, encontré en casa de mi tío una postal de Pachi. Ni palabra de los motivos de su desaparición, aunque mi tío me contó que debía de haber un poco de todo. Lo único seguro es que vivía en Escocia, había acabado la universidad, se había casado —o, más bien, había dado un braguetazo— y ahora era un tipo respetable, un profesor, sin patillas ni pómulos de yonki. Nada que ver con aquel chaval, al que me gustaría encontrar un día y que me contase qué ocurrió en realidad, mientras nos destrozamos el hígado y de fondo suenan los tangos más viejos y más triste.

lunes, 12 de noviembre de 2007

To write or not to write, that is the question


Y mira que hay asuntos interesantes últimamente, a los que no costaría nada sacar punta: que si el Rey y Chaves, que si la oenegé francesa no era lo que parecía, que si nos meten el "Gobierno de España" hasta en la sopa, como si supieran que los votantes somos gilipollas —porque serlo, lo somos; lo que no está
tan claro es que de verdad lo sepan—. En fin, tanto que comentar... y tan pocas ganas de escribir.
Apático; supongo que eso es lo que estoy: apático. Y mira que le tenía yo manía a la palabreja esa, porque era la eterna cantinela de los años de instituto: «Nunca he tenido una clase tan apática nos esta», nos repetían los profesores, uno tras otro y curso tras curso. Claro que luego hablabas con los de la clase de al lado y resulta que les habían dicho exactamente lo mismo. "Motivación" creo que lo llaman, aunque creo que produce escasos resultados: los alumnos siguen, invariablemente, pasando del tema.
Bueno, pues eso, que resulta que debo de estar en plena regresión adolescente —efectos secundarios de acercarse a los treinta y cinco—, y en lugar de acné me brota el pasotismo. Que estoy que passo de todo, vamos. Y tanto estaba pensando que passaba de hacer nada, de escribir, y hasta del blog, que al final no he podido aguantar más y he tenido que sentarme aquí y escribirlo. Con dos co...herencias, coño.
Vamos, que al final me he quedado pensando: ¿y por qué coño escribo? Claro que no ha sido cosa mía, no: la culpa la tiene un joven amigo que me he echado últimamente. Se llama Víctor y va conmigo a ese Máster del Universo que me está robando la energía y la lucidez.
Víctor es ingeniero y tiene veintidós años, o sea que es un chico despierto y trabajador; quizá por eso me sorprendió tanto que el otro día me preguntase que por qué se escribe, que para qué se pone alguien a hacer un blog. Y yo no supe qué contestarle.
¿Escribes para que te quieran, como confesaba, cándidamente, García Márquez? ¿O para que te aplaudan? (y perdonad que aquí me ahorre el ejemplo, pero hay tantos candidatos que escoger a uno sería un serio agravio comparativo). Claro que también podría haber tirado por el lado más chorras de la vida, como Toni Martínez al que, en los años de facultad, tras ganar un premio local le dio por decir que escribía «para ligar». Sobra reseñar que me consta que, al menos en aquella época, el notas no se comió un rosco; lógico, ¿no? Ya lo explicaba Cela, con claridad iberomachista: «A las mujeres no se les recita versos, hay que invitarlas a gambas y champán». En fin, doctores tiene la Iglesia...
Pero, volviendo al tema de escribir, dice Braulio Llamero —un escritor zamorano embarcado en el quijotesco empeño de defender la lectura—:

Los días en que, sin tema definido, te pones a escribir simplemente porque llegó la hora y no puedes posponerlo más, se produce de pronto el milagro: te sale un texto hermoso, intemporal quizá, de los que los lectores dirán después que era “de guardar”.


Claro que él hablaba de Umbral, pero supongo que eso es a lo que uno aspira: a que los lectores disfruten. O a que tus lectores te lean. Y aún más importante: a tener "lectores". Porque claro, él —Braulio— tiene su columna en un periódico. Como Umbral. Pero, cuando no tienes lectores, ni columna, ni capitel ni basamento, ¿para qué escribes? ¿Qué te mueve? ¿Alguien lo entiende?

Y cuando Víctor me preguntó que por qué se escribía, que para qué, que cómo y dónde y con qué mano, yo no supe qué contestarle. Aunque, en realidad, lo que me estaba diciendo —así, disimuladamente— es que él también quería hacer un blog, pero que aún no sabía qué escribir.
No hay problema, querido amigo, no sufras más: si has pensado en escribir, al final caerás. Serás otra víctima más de la escritura. Y es que no se necesitan motivos: al final, escribes sin tema, sin ganas, sin obligación y hasta sin lectores. Pero escribes.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

¿Madurez?

Me hago mayor.
Quiero decir que ahora lo noto
que poco a poco voy envejeciendo
y tengo ideas que jamás creí
que pudiera aceptar.
Y veo el riesgo a cada paso;
ya no fumo dos paquetes de rubio,
ni conduzco a doscientos por la autopista,
hago caso a la doctora,
como menos de lo quisiera,
no persigo a las chicas,
ni he vuelto a ver películas subtituladas,
duermo por las noches,
voy a la oficina,
escribo a los amigos.
Y noto que me hago mayor,
porque no le doy
la menor importancia.


martes, 6 de noviembre de 2007

Cada uno en su sitio

Este trabajo va a acabar conmigo.
Andaba yo ayer corrigiendo las primeras pruebas de un libro —un estudio muy sesudo de Rebeca Arce, historiadora y sin embargo amiga— cuando cometí el mayor error del editor. ¿Cuál? Pues leer un poquito del texto, claro.
Ya me lo habían dicho mis compañeros, sí: hay que "mirar" las líneas, pero no "leerlas". Y ni caso que les hice. ¿Quién me manda a mí tener iniciativa? Porque, al final, siempre te acabas llevando algún disgusto. ¿Que no? Habla el Padre Conejos —y no es chufla: se llamaba así—:


“La casa cristiana es el espectáculo más bello que hay en el mundo (…); desde el marido hasta la última persona del servicio, está todo en la más perfecta armonía. El marido, con su autoridad, dando ejemplo de rectitud; la madre cobijándolo todo, disimulando las flaquezas de los unos y de los otros, atendiendo a todos. Los hijos mirándose en el padre y en la madre y el servicio viendo en sus dueños un dechado de grandes cristianos; todo acorde. ¡Qué bien se vive así!”
La vida en familia, 1922


Claro. Qué bien se vive así.
El marido, padre, señor y amo de su casa... No está mal, no señor. Ya me veo en bata y pantuflas, con un habano en la diestra, una copa de coñá en la siniestra y los pies sobre la mesa del salón, a lo presidente del gobierno.
Y es que 1922 debía de ser la leche: todos decentes y repeinados, comiendo picatostes y criticando las modernidades del extranjero. Los niños persiguiendo a las criadas, las mamás bordando casullas para la parroquia, las niñas a punto de hacerse los votos y el padre esperando la ocasión de sacar el cinto para escuadrar a quien se ponga por delante. Muy bonito 1922 en la meseta, sin charlestón ni más surrealismo que el de la vida cotidiana.
Muy bonito y muy cristiano; todo en su sitio, con esa élite elegida que disfruta de sus privilegios mientras, debajo, el "servicio" se dedica a admirarlos... Claro, claro. Tan cristianos ellos... como democráticos aquellos griegos que inventaron la igualdad y la política... basados en un sistema esclavista.
Señor Conejos: ¿dónde estaba usted en 1922? ¿Y en abril del 31? ¿Y en el verano del 36? Ya, ya, ni se moleste: en su sitio, por supuesto.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Qué enseñar


Para Mariano Estilografic


Estábamos disfrutando del puente, tan contentos en nuestra casina de La Bañeza, cuando al bueno de Javierín le dio por las preguntas místicas.
—Papá, ¿por qué quitaron la mili? —quiso saber el querubín.

«Vaya», me dije yo, «ya ha estado el abuelo contando batallitas. Y ahora, ¿qué le digo yo?». La primera intención fue hacer como que no le oía; como si el catarro me hubiera embotado los oídos y el entendimiento, y estuviera estrenando un oportuno blindaje contra asuntos incómodos. Sin embargo, enseguida me di cuenta de que esa actitud tan poco pedagógica no iba a conducir a nada. Bueno, a algo sí: a que repitiera la pregunta, y con insistencia redoblada. Podría probar con la técnica gallega, me dije, pero era demasiado tarde: ya estaba respondiendo.

—Porque ya no hacía falta, hijo.
—Y, ¿por qué?
—Porque ya no valía.
—¿Como las pesetas?
—Sí, bueno; más o menos como las pesetas.
—Ah… Pero si tú siempre lo cuentas todo en pesetas…

«Esto me gusta todavía menos», me dije. Es lo que tiene tener niños, que en cuanto les da la gana te sacan los colores. Sin embargo, ya se sabe: cuando se empecinan con un tema, no hay quien les saque de él.

—¿Y a ti te mandaron a la mili, papá?
—Sí, hijo.
—¿Y para qué servía la mili?

En ese momento te invaden unas ganas tremendas de darte a la sinceridad como quien se da a la bebida pero, claro, el pobrecín tampoco tiene la culpa de mis meses perdidos haciendo el gamba disfrazado de aceituna.

—Pues... servía para...

Me costó; la verdad, es complicado explicar cosas así. ¿Qué le puedes contar? Y, pero aún: ¿para qué servía, en realidad?

—Mira, hijo, la mili era una especie de entrenamiento; para que, si había una guerra, las personas estuvieran preparadas y supieran lo que tenían que hacer.

Y me quedé tan pancho, a punto de ponerme una medalla, sin reparar en que esa batalla aún no había terminado.

—Y, papá...
—¿Qué...?
—¿Y qué hay que hacer si hay una guerra?
—Correr, hijo, correr.
—¿Correr?
—Eso mismo: coger las maletas y salir corriendo.
—¿A dónde?
—A donde no haya guerra.
—¿Y eso es lo que te enseñan en la mili?

El niño me miraba sin pestañear. La madre, que entraba con la merienda preparada, se quedó paralizada, esperando la respuesta —«¡a ver cómo sales de ese jardín!», decían con picardía sus ojos—; hasta el abuelo, tres cuartos más allá, debía de estar aguantando la respiración, mientras afinaba el oído.

—No, hijo. Eso no te lo enseñan, eso lo aprendes tú solo. Y deja ya de dar guerra, hombre.

Y no sonaba de fondo "Le deserteur", de Boris Vian, pero perfectamente podría haber sonado.