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jueves, 21 de febrero de 2008

Cultura económica


Alberto Lenz, un distribuidor de libros alemán para el que trabajé en los años noventa, aseguraba que la editorial mexicana "Fondo de Cultura Económica" debía su nombre a una errata, o más bien al exceso de celo de un corrector tipográfico. Resulta que al buen hombre, mientras revisaba las pruebas de imprenta de la editorial, le pareció que aquello que decía "Fondo de Cultura Ecuménica" no podía estar bien. Y, ni corto ni perezoso, enmendó el error de la mejor manera posible: «donde dice "ecuménica" debe decir "económica"». Y se quedó tan ancho. Lo más curioso, sin embargo, es que la propia editorial no sólo no devolvió la tirada al impresor, sino que aceptó con resignación el cambio de denominación, dando lugar a algo tan chocante como esa idea antitética —al menos, para el peatón común—, de la "cultura económica", un concepto bastante más original que el de cultura ecuménica o universal.
Yo no sé si esta historia que me contó Lenz mientras catalogábamos libros mexicanos tiene algo de verídica o es simplemente una leyenda apócrifa difundida por la competencia, pero en lo que sí que tenía razón el alemán es en lo complicado, en el retrúecano del término "cultura económica".
Y pienso en todo esto porque en las últimas semanas tengo la impresión de que una especie de fiebre economicista ha enfermado a buena parte de los españoles. En la oficina, en los corrillos de la facultad, en los bares y hasta en la cola del pan, la economía ocupa buena parte de las conversaciones. Así, de pronto descubro que mi compañero Daniel conoce al dedillo los entresijos de las altas finanzas hispanas, que mis conocidos comentan con mucho conocimiento de causa el reparto del pastel energético europeo o que un pariente lejano domina tanto la bolsa y el mercado de derivados que acaba de palmar todo lo que había ahorrado su mujer en las dos últimas décadas. Y todo eso sin haber estudiado nada de la economía.
Al principio pensé que se trataba del efecto RI. Sí, sí, el RI: Radio Intereconomía. Hace algunos años, cuando empezó a emitir en Madrid, de repente se puso de moda y costaba mucho encontrar a algún madrileño que no estuviera enganchado a ella. Claro que se acabaron curando solos, como mi malogrado primo Emilio que, de tan emocionado que estaba, cambió todas sus matildas por las muy prometedoras terras, «un valor seguro», y… creo que no hará falta continuar esta historia.
Pero no, no se trata de la misma epidemia: estudiando un poco más el caso, y a poco que conozcas a tu interlocutor, enseguida te das cuenta de que la fiebre afecta sobre todo a aquellas personas que podríamos llamar "de derechas". Y es que es la evolución lógica de la estrategia de pasadas campañas, en las que los conservadores preconizaban pasar de las ideologías y quedarse con la "capacidad de gestión".
Este año, no obstante, las cabezas pensantes neocon han decidido explotar el asunto económico, basados en la ventaja que les otorga sus supuestas capacidades para la economía, las maravillas dinerarias de la era Aznar y la crisis que al parecer sufre actualmente la economía española. En esta idea se enmarca el fichaje de Pizarro —un empresario más o menos privado, pero con imagen de éxito— y el triunfalismo del PP: en el convencimiento de que no votamos con el corazón, sino con un órgano muy cercano, pero no tan interno: la cartera.
Y así las cosas, en plena vorágine electoral, resulta que ahora cualquiera es catedrático de estructura económica, y que el primero que pasa por la calle podría darte un clinic en tres minutos sobre cómo contener la inflación y rebajar el déficit público. Ahhhh. Pues vale. Ya contaba Groucho Marx, algo fanfarrón, acerca del crack del 29 que él sospechó que algo andaba mal cuando el ascensorista de su hotel empezó a darle consejos sobre la bolsa.
O sea, que la "cultura económica" ha llegado a la calle, y estamos todos tan contentos leyendo el Cinco Días, calculando ratios PER y sopesando cuánto mejor es Pizarro que Solbes y lo bien que vamos a estar cuando nos quite la crisis como el que enciende una bombilla.
Lo único, lo poquito que me molesta del asunto, es que todos los que me dan la brasa con el tema y que hinchan pecho presumiendo del crecimiento de la economía española son, en realidad, prácticamente igual que yo: meros espectadores del juego económico, a los que poco o nada afecta que las empresas crezcan, copen nuevos mercados o se desplomen en la bolsa. Y estos mismos analistos cierran los ojos ante la evidencia de que la bonanza de hace unos años se tradujo en un aumento descabalado de la brecha social entre clases medias y altas, y que la convergencia europea y la política del ladrillo ha sumido en la pobreza a los trabajadores españoles durante varias generaciones. Maravillosa economía en la que 1000 euros cunden menos que 100.000 pesetas del siglo pasado…
Hace un par de años, en plena época dorada de los tipos de interés irrisorios, un banco español emitió unos bonos con un interés nominal bastante por debajo del precio del dinero en el mercado. Es decir, que quien invirtiera un millón en aquel bono acabaría perdiendo un 2% anual, en comparación con lo que le rendiría en una cuenta a plazo fijo. Sin embargo, y gracias a una excelente campaña de márketin, el papel se agotó en tiempo récord. Cuando preguntaron al responsable del banco por aquella jugada tan rastrera, el directivo respondió con total sinceridad: «Es que en España hay mucha incultura financiera».
Y a mí me da que en política, en nuestra actual campaña electoral, pasa casi lo mismo: que en España hay mucha incultura económica.

lunes, 18 de febrero de 2008

De la oscuridad en la escritura


Tranquilo: a pesar de lo que pudiera parecer, no es mi intención hablar de caligrafía gótica. No. Aunque alguna conexión podría buscarse; no en vano, "gótico" fue el adjetivo con el que los humanistas italianos, con Vasari a la cabeza, pretendían menospreciar al estilo de la arquitectura bajomedieval. "Gótico", es decir, "de los godos"; bárbaro, feo y oscuro era lo que querían decir. Y "oscuros" se les llama también a los modernos "góticos", tribu urbana de última hora, epígonos de los "siniestros" ochenteros y última mutación
del contradictorio romanticismo.
De lo que quería hablar, en fin, era de la exactamente de la oscuridad en la escritura, es decir, de esa forma de entender la literatura como un ciencia de la adivinación y el texto como una suerte de criptograma.
Vaya por delante que mis preferencias están muy lejos de esos postulados: no me excitan nada el texto denso, que precise cuchillo y tenedor, los alardes de retórica o los muestrarios de léxico moribundo. Cierto que el "cómo lo cuentas" es tan importante como "lo que cuentas", pero no creo que el verdadero placer de la literatura esté en descifrar mensajes voluntariamente complejos. Al menos, no el placer que yo busco.
Y es que el asunto es personal —«¡cómo no!», te preguntarás, «si toda literatura es personal»—: en muchas ocasiones me he visto señalado como un escritor "flojo" o, incluso, "comercial" —si es que eso puede verse como un defecto— por el sencillo motivo de que mis textos eran accesibles, porque los podía entender cualquiera. Parece una tontería, ¿verdad? Pues cuanto más tiempo pasa, más evidente resulta que es una tontería. Sin embargo, sucede que uno no puede escapar de sus orígenes y, siendo de León, el asunto de la oscuridad resulta especialmente sangrante.
No voy a entrar ahora en grandes explicaciones socio-literarias y mafioso-trepadoras, pero esta situación tiene mucho que ver con la figura hegemónica de la literatura leonesa del siglo XX: Antonio Gamoneda. Dice el maestro, de cuando en cuando, que él practica una escritura "voluntariamente oscurecida". Y no por escapar del censor, sino que lo hace por motivos estéticos, y supongo que también éticos. Y a mí me parece una postura encomiable: es su estilo, y a través de esa oscuridad traza una semblanza incomparable de la soledad del hombre ante el mundo contemporáneo.
Lo que ya no me gusta tanto es la "escuela" que produjo esta posición artística. Y es que la capital del invierno está tan llena de frío como de poetas, y la inspiración del maestro llegó a calar tanto que sin conocer la obra de Gamoneda resultaría incomprensible la gran mayoría de la producción poética posterior. A lo que se podría añadir que, incluso conociéndola, esa producción de segunda hornada sigue resultando incomprensible.
Aunque este fenómeno no es algo aislado, localizable en León y con un epicentro claro: no encontramos con él en todas partes, a la vuelta de cualquier página o en las conferencias más inesperadas. En verso y en prosa. En crítica o en la prensa. En el norte y el sur. Y todo porque la "oscuridad" parece ser sinónimo de "calidad".
Y a veces surgen las tentaciones: ¿por qué no escribir un texto incomprensible, que demuestre la profundidad de mis reflexiones, imposibles de plasmar si no es en un discurso abigarrado e inaccesible? Y es que es tan grato inflar el ego, y tan reconfortante para el lector sentirse un elegido, miembro de la élite capaz de tragarse textos tan elevados y compactos como si fueran aspirinas. Claro. Si es que es maravilloso todo: a un lado, un escritor capaz de retorcer la lengua hasta exprimirla como un limón, y al otro un lector que degusta el exquisito y selecto producto. Sólo queda saber qué fluye entre ambos, porque yo tengo la sospecha de que, detrás de tanta oscuridad, de tanto poso del tiempo y sedimento de siglos, hay poco. Poco, muy poquito. O, más bien, nada. Palabras. Sí, sí, sólo palabras, de esas mismas que se lleva el viento.
¿Que escribir con claridad tiene poco mérito? Por supuesto, es mucho mejor emular al Yoda de la Guerra de las Galaxias. Venga ya.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Lo que se aprende en un máster



Aseguraba Sócrates que enseñar no consiste en infundir conocimientos al aprendiz, como si fuera un recipiente vacío que pudiéramos rellenar; al contrario: se trata de hacer que llegue él mismo a las conclusiones correctas, puesto que todo el saber —lo que el llamaba "verdad— está ya en nuestra mente. El docente se limita a ayudar al alumno a extraer ese conocimiento, a "sacarlo de sí mismo". Se cuenta que este método le llamó "mayéutica" (que vendría a significar "obstetricia") en parte por seguir con la alegoría del dar (a) luz y en parte como homenaje a su madre, que era comadrona.
El caso es que yo nunca me había tomado muy en serio estas ideas socráticas, aunque mis últimas experiencias en el campo de la enseñanza de postgrado me están haciendo replantearme viejos prejuicios. No, no; no quiero decir yo ya supiera contabilidad y lenguajes de programación SQL por ciencia infusa, o que siempre haya llevado en mi interior —aún sin ser consciente de ello— un debe y un haber que balancear al final de cada ejercicio. Qué va, ni mucho menos.
Lo que he descubierto es que lo verdaderamente importante que se aprende en este máster —y supongo que en todos los másteres—, lo esencial, ya lo sabía. Me explico:
Resulta que, ahora que está tan de moda hablar de competencias, de currículo y demás ciencia-ficción de la educación, en mi curso se busca potenciar una habilidad social tan decisiva como es el trabajo en equipo. Y, para ello, se recurre a los trabajos en grupo.
Esto, que en principio no pasaría de ser un mero inconveniente más, es sin embargo una fuente constante de conocimiento, personal, psicológico y del medio. Y es que, como salimos más o menos a trabajo por semana, no ha sido muy difícil observar todas las posibles actitudes humanas ante las tareas colaborativas. ¿El saldo? Bueno, supongo que muy positivo... en especial, para los individuos más avispados, más adaptados al medio y más capaces de... dejar de que otros hagan todo el trabajo y luego compartir con ellos méritos y calificaciones.
En fin, que después de varios traspiés, yo mismo —como si el propio Sócrates me hubiera guiado de la mano— acabé por comprobar que, efectivamente, el trabajo en equipo es una falacia. No funcionaba en la escuela (y eso que a mí me tocó el plan experimental, con Logse y todo, y probablemente los mejores profesores del mundo mundial y parte del extranjero), no funciona en el medio laboral, sigue sin funcionar en la universidad y, probablemente, no funcionará nunca.
Es triste comprobar que, para aprender esto, no me hacía falta un máster. Porque, en realidad, yo eso ya lo sabía. Pena de matrícula...

lunes, 11 de febrero de 2008

Profesionalismo

Lo bueno, lo verdaderamente bueno de ir de escritor por la vida es que no le pisas el callo a ningún gremio.
Porque, lo que es yo, me he pasado la juventud bregando en corral ajeno. Sin colegio profesional, sin la titulación exigida, sin examen previo... Vamos, que cuando era periodista ni carné de prensa tenía. Y, de haber tenido un carné, allí donde decía "profesión" habría puesto: "intruso".
Sin embargo, ahora nadie me tose, porque puedo para ser escritor no hay que cursar una licenciatura, ni aprobar un examen del Estado, ni nada de nada. Ni siquiera hay que pagar una cuota, afiliarte a un sindicato, pagar sobornos o poner velas a Santa Rita. Qué va; con decir que lo eres es suficiente.
Existen incluso casos extremos que prueban esta teoría, como el de Ignacio Escribano, un chaval de León que, nada más ganar un premio de un pueblín perdido, se fue a la estación de la Renfe y en una máquina maravillosa se hizo unas tarjetas de visita que decían:
Ignacio Escribano
Escritor
¿Y quién va a negarle que sea escritor? Sí, bueno, vale: no le conoce nadie. ¿Pero acaso eso le impide ser escritor?
Claro que lo de los escritores podría estar mucho más regulado; lo pienso ahora mientras recuerdo algunas novelas de Kundera, los libros de poesía del olvidado Evtuchenko, y pienso lo mismo que hace una década, mientras reseñaba libros cubanos para una interminable base de datos bibliográfica: ¿cómo llegaría alguien a ser escritor en un sistema socialista? Habría un examen o algo así, supongo.
Me imagino que habría un tribunal popular, o un comité del partido, o algo así, que tendría que valorar al candidato. Y menudas pruebas tendrían que ser; nada de exámenes tipo test, por supuesto: todo a desarrollar, que para algo son escritores.
Lo primero sería la parte teórica: ¿cómo remataría usted esta escena? ¿qué palabra encaja aquí? ¿el asesino es el mayordomo? ¿toda obra necesita una tesis?
Luego la prueba práctica: te dan un saco lleno de palabras, sacas tres y tienes que hacer con ella una estampa marinera. O un diccionario de sinónimos, para que escribas en treinta minutos una oda al líder del partido.
Y eso con suerte, porque te podría caer un examen más cachondo, del tipo: "márquese usted tres folios sin usar las letras t, u, v, w, x, y, z". Así, con dos potencias.
Para acabar, seguro que había entrevista. O "interrogatorio", no sé cómo los llamarían entonces. El caso es que siempre hay filtros para asegurar la calidad deseada o, en su defecto, que no se quede fuera ningún enchufado.
Eso sí que sería una buena organización, una impecable capacitación profesional. Y luego, a escribir, que son dos días. ¿Se imaginan ser escritor titulado, con plaza fija y todo? Seguro que tendría mi mesa en el Ministerio de Cultura, con su tipex y todo, y un pase especial para fichar a la hora de entrada y a la de salida. Y planes quinquenales, objetivos de producción, control de calidad... Un lujo, vamos.
Y sin embargo... ya ven, aquí estamos, en esta economía de mercado —o de mercadillo, más bien—, en la que cualquiera se autointitula "escritor" y ¡hala, a escritorear por ahí! Lástima de utopías, que poco nos duraron...

Los milagros de Kusturica


Es muy difícil escapar a la vida. Me refiero, claro, a la vida real, esa que se hace de pie o caminando, sin cliquear el ratón y sin botón de deshacer. A esa vida que te toma un viernes por las solapas y te arrastra durante quince días de examen en examen, de trabajo en trabajo, te azota con la gripe, te roba poco a poco la alegría, la motivación, cuenta a tus amigos uno a uno —para que veas que sobra con las manos— y al final te mira de frente y te dice: «Chico, qué mala cara... Así no puedes seguir». Y entonces te pasan factura las horas de sueño que te dejaste en el camino, la luz a ti debida y el agua que no has de beber.
¿Que no quería escribir? Podría ser. No sólo la literatura interfiere con la vida: a veces es la propia vida la que se inmiscuye en la literatura. Sobre todo, cuando ambas son poca cosa, un mundo interior, prácticamente secreto, un simple mecanismo para acumular derrotas.
Querría ser Kusturica; no por la fama, o porque sepa hacer música y le llamen etno-punk. No. Querría ser Kusturica y escapar de la tragedia de lo cotidiano con un milagro casero: una cama que vuela o un banquete en el que resucitan los muertos. Claro que eso ya estaba inventado, pero no todos podemos ser García Márquez.
Once días. Han sido once días sin escribir. Once días de fiebre, de proyectos que se amontonan sobre una mesa que ya no da para más. En los que planear una novela, un largo viaje, nuevas aventuras que pronto serán viejas, en los que buscar excusas para no escribir. A veces sucede, claro: te quedas sin nada que decir. La última vez que me ocurrió duró diez años. Quinientas semanas ausente, calcularía Gamoneda.
No ha sido para tanto, pero aún así, gracias por la espera. Prometo regresar.