Cuando yo tenía dieciséis años, no pensaba en otra cosa que no fuera la poesía —bueno, sí, vale... en alguna otra también, pero ya habrá tiempo para hablar de todo—. Es lo que tiene ser de León, porque nuestra tierra frutas tropicales o fábricas no produce, pero poetas podríamos exportar varias generaciones.
¿Y qué se puede hacer mejor, en las frías tardes de la adolescencia, que releer a Eugenio de Nora, a Colinas, a José Luis Rodríguez (que no es ni Zapatero, ni "El Puma", sino un tipo bigotudo que, según creo, da clases en Zaragoza), al primer Llamazares, al malogrado Luis Federico. Incluso, a los que empezaban a despuntar, como Miguel Suárez o Luis Miguel Rabanal. O a Toño Manilla, que hasta fue casi amigo mío. También incluiría a Victoriano Crémer, que siempre viste mucho acordarse de los homenajeados en sus centenarios, pero no sería sincero: al Crémer poeta lo leí mucho más tarde; entonces, como mucho, le leía en la prensa, y un par de veces tomamos whisky en el Conde Luna.
Después llegaría Mestre, claro, que fue como un huracán que se llevara todo a su paso: esas imágenes, esa sonoridad, esa manera de hacer del mundo un lugar mejor, con sólo mover los labios... Esa manera de escribir «amé una noche a un desconocido», para hablar de Ezra Pound. Y ese Arca de los Dones, de la que sólo se queda «una casa en el aire». Juan Carlos Mestre, que significó para mí la luz y el fin de la poesía; luz, porque seguí su estela como una polilla, y fin, porque acabé rindiéndome a la evidencia: nunca podré alcanzar su música.
¿Música? Sí, paciencia: todo llega. Porque primero he hablar de Gamoneda, que quizá represente lo más lejano a la música.
En la poesía leonesa, Gamoneda lo es todo. Ahora también, claro, pero con tanto premio y tanta globalización nos lo están robando poco a poco; entonces, desde luego, era nuestro y sólo nuestro. Era el gran poeta premiado, aunque su espíritu fuera marginal. Minoritario a la fuerza, oscuro y denso. Con su legión de epígonos —autotitulados, por supuesto—, era El Poeta. Digno y sobrio. Triste, masticando el dolor y la muerte en cada texto.
Eso escribía Gamoneda, y eso leía yo en las horas confusas de la primera juventud. El dolor de leerle y el placer de encontrar su sentido, de descifrar el mensaje, la reconstrucción del mundo que se ampara bajo el título de "Descripción de la mentira". ¿Cómo no rendirse ante él?
Conocer a quien admiras siempre es un riesgo. «Es peligroso asomarse», cantaba Mestre haciendo suyo el mensaje de los ferrocarriles —aunque él adviertiera sobre las «nalgas de las bailarinas»—; Gamoneda, en cambio, es toda sorpresa personal. Tras su apariencia estricta, su gesto de haber sufrido y su dureza de oído, se esconde una persona sencilla, cálida, casi cariñosa. Y paciente, muy paciente. Nada que ver con el pope que cualquiera imaginaría, con la vaca sagrada que otros santones quieren ver en él.
Y es, hace ya demasiados años, yo visitaba a Gamoneda con frecuencia. No recuerdo exactamente cómo trabamos contacto —imagino que merced a cierta parte de la anatomía facial cuya figurada prominencia suele caracterizarme—, pero a principios de los noventa el poeta me recibía en su despacho de la fundación Sierra Pambley, o en su casa, y dedicaba un par de horas a leer mis torpes versos y a tratar de encontrar algo bueno que decirme. Imaginen; yo le llevaba versos que como estos:
Y me quedaba tan ancho, como si acabara de descubrir a Saint John Perse. Luego, el bueno de Gamoneda me miraba bien y me decía: «Eres joven, muy joven... ¡si es que debería estar prohibido ser tan joven!». Y yo no entendía nada.
Y después se pasaba un rato intentando explicarme qué vale y qué no vale, qué es y qué no es, por qué sí y por qué no. Cierto que no valía de nada, claro. Primero, por lo fogoso de la edad y lo escaso de mi entendimiento. Pero, sobre todo, porque el criterio ni se infunde ni se transmite. Desgraciadamente, añadiría.
En una ocasión, tras varias visitas, le llevé unos versos que no le disgustaban demasiado. «Podrías llegar a escribir bien» —me dijo— «pero todo lo que te voy a decir a partir de ahora ya no te va a gustar tanto». Y entonces señaló una pléyade de defectos en mi maltrecho poema. Y él, intuyendo mi disgusto, quiso suavizarlo un poco: «La primera vez que viniste, tocabas el tambor. Ahora ya tocas el violín, pero no te puedes conformar con eso: hay que hacer que suene una orquesta». Y yo no entendía nada, claro; me limitaba a convidarle a un cigarrillo, a saltarnos juntos una norma, aunque fuera médica.
Todos los pájaros de mi cabeza querían hacerme creer que yo podía ser el Beckett de este Joyce, y soñaba con ser su "secretario personal". Y luego renegaba de él, que sólo me daba consejos, cuando yo creía merecer mucho más. Como el día en que me aconsejó ver mundo, salir de León, y me dijo que él, si tuviera mi edad, se iría lo más lejos posible, «a Nueva York». Y yo no supe entrever la sana envidia, en lo que creí una educada despedida.
Años, muchos años más tarde, sentado en un café junto al escritor Antonio Toribios, me doy cuenta de lo mucho que me aguantó aquel hombre, de su delicadeza para no ofender a aquel muchucho arrogante, con más pretensiones que talento. De lo paciente que fue. Y de lo mucho que me enseñó. ¿Cómo no quererle, entonces?
¿Y qué se puede hacer mejor, en las frías tardes de la adolescencia, que releer a Eugenio de Nora, a Colinas, a José Luis Rodríguez (que no es ni Zapatero, ni "El Puma", sino un tipo bigotudo que, según creo, da clases en Zaragoza), al primer Llamazares, al malogrado Luis Federico. Incluso, a los que empezaban a despuntar, como Miguel Suárez o Luis Miguel Rabanal. O a Toño Manilla, que hasta fue casi amigo mío. También incluiría a Victoriano Crémer, que siempre viste mucho acordarse de los homenajeados en sus centenarios, pero no sería sincero: al Crémer poeta lo leí mucho más tarde; entonces, como mucho, le leía en la prensa, y un par de veces tomamos whisky en el Conde Luna.
Después llegaría Mestre, claro, que fue como un huracán que se llevara todo a su paso: esas imágenes, esa sonoridad, esa manera de hacer del mundo un lugar mejor, con sólo mover los labios... Esa manera de escribir «amé una noche a un desconocido», para hablar de Ezra Pound. Y ese Arca de los Dones, de la que sólo se queda «una casa en el aire». Juan Carlos Mestre, que significó para mí la luz y el fin de la poesía; luz, porque seguí su estela como una polilla, y fin, porque acabé rindiéndome a la evidencia: nunca podré alcanzar su música.
¿Música? Sí, paciencia: todo llega. Porque primero he hablar de Gamoneda, que quizá represente lo más lejano a la música.
En la poesía leonesa, Gamoneda lo es todo. Ahora también, claro, pero con tanto premio y tanta globalización nos lo están robando poco a poco; entonces, desde luego, era nuestro y sólo nuestro. Era el gran poeta premiado, aunque su espíritu fuera marginal. Minoritario a la fuerza, oscuro y denso. Con su legión de epígonos —autotitulados, por supuesto—, era El Poeta. Digno y sobrio. Triste, masticando el dolor y la muerte en cada texto.
Puse la enemistad como un liezo sobre sus pechos,
que eran olorosos hasta enloquecer en su círculos amoratados.
Eso escribía Gamoneda, y eso leía yo en las horas confusas de la primera juventud. El dolor de leerle y el placer de encontrar su sentido, de descifrar el mensaje, la reconstrucción del mundo que se ampara bajo el título de "Descripción de la mentira". ¿Cómo no rendirse ante él?
Conocer a quien admiras siempre es un riesgo. «Es peligroso asomarse», cantaba Mestre haciendo suyo el mensaje de los ferrocarriles —aunque él adviertiera sobre las «nalgas de las bailarinas»—; Gamoneda, en cambio, es toda sorpresa personal. Tras su apariencia estricta, su gesto de haber sufrido y su dureza de oído, se esconde una persona sencilla, cálida, casi cariñosa. Y paciente, muy paciente. Nada que ver con el pope que cualquiera imaginaría, con la vaca sagrada que otros santones quieren ver en él.
Y es, hace ya demasiados años, yo visitaba a Gamoneda con frecuencia. No recuerdo exactamente cómo trabamos contacto —imagino que merced a cierta parte de la anatomía facial cuya figurada prominencia suele caracterizarme—, pero a principios de los noventa el poeta me recibía en su despacho de la fundación Sierra Pambley, o en su casa, y dedicaba un par de horas a leer mis torpes versos y a tratar de encontrar algo bueno que decirme. Imaginen; yo le llevaba versos que como estos:
Debe ser falso que en lo alto de las palabras,
en lo profundo de cada cuerpo,
entre las líneas de los pentagramas,
haya un hogar con dinteles de bronce,
que haya un invernáculo y copas y aguas dulces.
Aún así, vuelvo a escuchar que existe ese lugar,
en arengas proletarias o en jaculatorias.
Y me quedaba tan ancho, como si acabara de descubrir a Saint John Perse. Luego, el bueno de Gamoneda me miraba bien y me decía: «Eres joven, muy joven... ¡si es que debería estar prohibido ser tan joven!». Y yo no entendía nada.
Y después se pasaba un rato intentando explicarme qué vale y qué no vale, qué es y qué no es, por qué sí y por qué no. Cierto que no valía de nada, claro. Primero, por lo fogoso de la edad y lo escaso de mi entendimiento. Pero, sobre todo, porque el criterio ni se infunde ni se transmite. Desgraciadamente, añadiría.
En una ocasión, tras varias visitas, le llevé unos versos que no le disgustaban demasiado. «Podrías llegar a escribir bien» —me dijo— «pero todo lo que te voy a decir a partir de ahora ya no te va a gustar tanto». Y entonces señaló una pléyade de defectos en mi maltrecho poema. Y él, intuyendo mi disgusto, quiso suavizarlo un poco: «La primera vez que viniste, tocabas el tambor. Ahora ya tocas el violín, pero no te puedes conformar con eso: hay que hacer que suene una orquesta». Y yo no entendía nada, claro; me limitaba a convidarle a un cigarrillo, a saltarnos juntos una norma, aunque fuera médica.
Todos los pájaros de mi cabeza querían hacerme creer que yo podía ser el Beckett de este Joyce, y soñaba con ser su "secretario personal". Y luego renegaba de él, que sólo me daba consejos, cuando yo creía merecer mucho más. Como el día en que me aconsejó ver mundo, salir de León, y me dijo que él, si tuviera mi edad, se iría lo más lejos posible, «a Nueva York». Y yo no supe entrever la sana envidia, en lo que creí una educada despedida.
Años, muchos años más tarde, sentado en un café junto al escritor Antonio Toribios, me doy cuenta de lo mucho que me aguantó aquel hombre, de su delicadeza para no ofender a aquel muchucho arrogante, con más pretensiones que talento. De lo paciente que fue. Y de lo mucho que me enseñó. ¿Cómo no quererle, entonces?
14 comentarios:
Bello y poético post. Una suerte haber contado con semejante maestro. Esos consejos son de los que se quedan para siempre.
Por cierto, quién es el tipo con cara de listo que sale con Gamoneda en la foto?
¿Qué salvarías de la Modernidad? A auge y los nolugares, tal vez, pero qué más?
Pues salvaría... a Rebeca Yanke y la blogosfera.
Pero no mucho más.
Bonita e inteligente perspectiva.
Es hipnótico comprobar cómo ciertas cosas van cobrando sentido.
Besitos/azos.
me ha encantado este recuerdo de alguien que intentaba enseñarte. cómo nos duele que alguien destroce lo que escribimos... pero qué favor nos hacen a veces, ¿verdad? un besote.
Todo un privilegio gozar de la paciencia de Gamoneda.
¿Qué tendrá la blogosfera que nos atrape tanto?
besos.
El tiempo nos deja ver y darle sentido a cosas. Maravilloso estar en ese proceso y mantenerse alerta para seguir creciendo.
Un abrazo
Bellos recuerdos. Yo tengo una buena anécdota con Gamoneda. Buena de verdad... Ya te contaré.
Sí, la verdad es que no es nada "santón", su sencillez se trasluce en su poesía. Su poesía es él. Y de pocos puede decirse eso.
Un besazo, hermoso.
Qué maravillosa historia la que acaba de relatar, y qué gran hombre ese Gamoneda, que bueno lo que le dijo sobre su poesía, sin adulaciones pero a la vez con tanta enseñanza como esperanza. No conozco su poesía pero ganas me dan ahora.
Y sí, la poesía en la adolescencia tiene un sabor salvaje, que se pega en la piel, es la mejor edad para entregarse a ella.
Enternecedora historia, amigo Javier y además muy bien escrita. me gustó eso de saltarse una norma aunque fuera médica :-) Es curioso cómo con la edad va cambiando la perspectiva. Ya conoces mi anécdota con José Luis García Martín, al que le llevé unos versos de cosecha propia y que despellejó sin despeinarse, como quien corrige un expediente. "Mar. Sangre verde y me confunde" "El mar no es verde" me dice este extremeño. Quizá tenga que pasar algo más de tiempo para que cambie mi perspectiva sobre el asunto, no sé... (por cierto, échale un vistazo a ese muchuchu de la tercera línea por el final).
Por cierto Javier, que te mandé un correo hace días. Es que he tenido problemas con el hotmail y lo mismo no te llegó a ti o no me llegó a ti tu respuesta.
Aunque supongo que estarás liado. Es lo que tenéis los másteres del universo a punto de publicar...
Un abrazo zurdo.
Nunca tuve una relación tan estrecha con un maestro, como tú con Gamoneda, pero conversé alguna vez con Goytisolo, poeta menor a Gamoneda, pero sin duda entre los primeros de España. Fue también amable y paciente, aunque mi vergüenza, al intuir con claridad mi falta de talento, me hizo dejar de frecuentar el bar que tenían por escenario nuestras conversaciones. No mucho tiempo después, Goytisolo acabó con su vida, y yo dediqué a la poesía mi entusiasmo, que era y es lo único que tengo.
Coño, Javier, a tus pies. ¿Has tenido contacto con Gamoneda?
Preciosa esta forma de recordar y de hacernos pensar.
Besos
Magnífico este relato. Yo me vi con él también alguna vez a primeros de los noventa y describes muy bien ese ambiente, esa docencia que él debía ejercer sistemáticamente. Sus cartas también son un documento enorme. Yo tengo tres: Esa calgrafía de infierno y ese exceso de aprecio y de juicio extremo. Era como si te jugases con él todo en ese instante... Creo que cumplía con un personaje de delegado provincial de la gran poesía y lo irrepetible era la sensación de comparecer ante él, ante la gran poesía en la que el poeta joven sueña penetrar...
Yo, sin embargo,a diferencia de ti, tal vez, equivocadamente aún me creo poeta.
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