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lunes, 19 de noviembre de 2007

Mustafá, el kurdo


No recuerdo su apellido, pero se llamaba Mustafá. O, al menos, así se hacía llamar, porque en cuanto intimamos me enseñó sus papeles y me aseguró, con sonrisa burlona, que eran falsos.
Esto sucedió en otoño de 1994, en Colonia. Yo ejercía de squatter en el diminuto estudio de mi hermana Alicia, en un trimestre sabático planeado para aprender el alemán.
Las mañanas las pasaba en «alta mar» —o Alter Markt, la plaza vieja, como se empeñaban en decir los doiches—, en una academia de idiomas en la que compartía aula con un variopinto grupo de extranjeros: una italiana, un polaco, dos franceses, dos coreanos, una boliviana et moi. Y Mustafá, claro.
Mustafá era un muchacho kurdo; oficialmente tenía diecisiete años, aunque él mismo me confesó que era algo mayor. Acababa de llegar a Alemania y estrenar su estatus de refugiado. Vivía al sur de la ciudad, no sé si en Porz o en Kalk, en una vivienda social que pagaba el estado, que también le obsequiaba cada mes con un aceptable subsidio, de unos 600 marcos; no tenía derecho a trabajar, aunque eso no le preocupaba demasiado. Su única obligación era asistir a las clases, lo que debía atestiguar cada mañana Frau Patschke, la profesora.
A la tal Frau no le hacía mucha gracia el chico; se le notaba enseguida, porque se le helaba el gesto y le subía a la cara una mueca de desagrado en cuanto el kurdo empezaba a alborotar la clase, empeñado en hacerse entender con su media lengua y su alemán chapurreado, que hablaba demasiado deprisa y con un acento imposible, sin preocuparse por las declinaciones, los artículos y las preposiciones; ni conjugaba siquiera, así que hablaba, básicamente, como los indios de las películas.
Algún extraño imán hizo que el bueno de Mustafá viniera enseguida a mi lado. Se sentaba conmigo, me hablaba mientras la profesora explicaba, me contaba chistes, guiñaba el ojo y soltaba picardías cada poco; yo no le entendía prácticamente nada, pero me divertía mucho. Tanto, que mi rudimentario alemán de aquellos días debía de tener un marcado acento de Oriente Medio.
Después de clase, íbamos a comer por ahí, y mientras devoraba hamburguesas y tomaba cerveza, me explicaba que los kurdos no eran musulmanes, que eran un pueblo sin religión y sin estado. Yo quise saber qué hacía en Alemania, y él enseguida levantó el puño y lo explicó todo: PKK. ¿Pekaqué? Bueno, pues resultó ser el Partido Comunista del Kurdistán. Algo me quiso decir sobre la guerra, que si él había o no había hecho, Luego me mostró sus papeles y me contó que aquella no era su edad, pero que los alemanes sólo acogían a menores de edad, y había tenido que falsificar su documentación. Después intentó hacerme creer que había entrado en combate, que había disparado, que era un feroz soldado buscado por el ejército enemigo.
Supongo que me tomaba el pelo, aquel chaval de apenas diecinueve años y una energía desbordante; me lo pasaba mucho mejor cuando me hablaba de sus novias alemanas, y quería que le acompañase a las discotecas de la periferia, donde era un auténtico oriental lover. Y algo de cierto debía de haber en todo aquello, porque hasta me traía fotos de sus conquistas teutonas; solían ser rubias descomunales, más altas que él y con línea de nadadora algo abandonada; no eran, eso sí, demasiado sofisticadas, sino más bien del tipo molinera, y al gusto de Rubens.
A finales de noviembre terminó el curso y ya no volví a ver a Mustafá; imagino que le iría bien, cobijado por el aparato social alemán. Sin embargo, meses, muchos meses más tarde, al regresar a casa había un gran tumulto en Rudolfplazt. A un lado de la plaza, nos cuantos jóvenes con bigote enarbolaban pancartas a favor de la independencia del Kurdistán, y coreaban consignas incomprensibles. Al otro, un pelotón de antidisturbios avanzaba porra en ristre, detrás de sus escudos. Desde el tranvía pude ver el comienzo de la refriega, cómo eran los propios kurdos los que envestían a la policía, que respondía sin miramientos. Entre la muchedumbre no pude distinguir a Mustafá, pero deseé con todas mis fuerzas que aquella tarde la estuviera pasando en una de aquellas discotecas de los suburbios, persiguiendo a rubicundas molineras en busca de un poco de magia oriental. Y todavía lo deseo.

4 comentarios:

Mariano Zurdo dijo...

El Kurdistán, otro producto de la parcelación occidental, que puso fronteras casi a capón.
No soy un gran entendido de la cuestión kurda, esa es la verdad, pero si vemos en el mapa dónde están ubicados los kurdos, que ocupan el espacio de varios países y son un número muy considerable...
Me gusta mucho esta etiqueta de autogeografía.
Besitos/azos.

Tawaki dijo...

No sería de extrañar que se hubiese aburguesado porque la fuerza y los ideales de la juventud se van pasando con el tiempo. Seguramente estaría explorando nuevos territorios que conquistar.

Un abrazo

Ing. Cardioide dijo...

Zaz! De verdad qué interesante anécdota! :D

Creo que comenzaré a leer un poco más sobre la historia, porque no se mucho :S jaja. Pero en definitiva, Mustafá se la ha de haber pasado genial! xD

Aloha! Un abrazo desde acá, aunque esté operado de las muelas del juicio [me sacaron 2] y nomás coma comida de bebe IIUUGGHH jajaja.

Lalo.

hombredebarro dijo...

Interesantes estas autogeografías, yo las llamo exxxperiencias. La realidad hecha fragmento de un gran relato. Un saludo.