Lo de "la pinta" como mecanismo expresivo no es nada nuevo: hace siglos que nos empeñamos en que el aspecto sea muestra del interior. Nada más curioso que descubrir que, en plena revolución francesa, a los jovencitos más contestatarios les dio por vestirse con peluca, levita y chorreras, y pintarse la carita en una especia de revival del ajusticiado Antiguo Régimen. ¿Lo hacían por motivaciones políticas? Qué va, ni mucho menos: lo hacían por tocar los mismísimos al establishment. Como siempre, vamos. Igual que luego lo harían los románticos, los bohemios, los dadaístas, los beatniks, los hippies o los punkies.
Y es que el atuendo, el corte de pelo, el maquillaje, la forma de hablar y hasta los andares conforman una parte de nuestra imagen pública, esa que todos conocemos como "la pinta". Y, más allá de tener buena o mala pinta, lo cierto es que nuestro aspecto es una de las pocas cosas que podemos escoger. ¿Podemos? Por supuesto; lo que no he dicho es que lo hagamos libremente, claro, pero eso es otro cantar.
Todo esto se me ocurre porque llevo unos días cruzándome por todo Santander con un poeta llamado Alberto Santamaría. En un semáforo, en la zona peatonal, en la librería Estudio y hasta en el supermercado. Sí, sí, parece una maldición: allá donde vaya, me tropiezo con él. Y eso que ni nos saludamos, porque él es un poeta de éxito —si es que se puede llamar «éxito» a eso que les sucede a los poetas premiados, publicados, antologados y demás estados del autor— y yo no paso de ser un peatón anodino.
Y, para mí, que todo es por la pinta. Porque a Santamaría no hay más que verlo para comprobar que es un poeta: patillas hasta la yugular, pelo ensortijado, demasiado largo y cuidadosamente mal cortado, luto bastante riguroso, zapatones post-punk, zamarra cruzada de aire militar y bufanda rasposa, evolución natural del pañolón palestino. Si es que sólo le faltan las gafas de pasta, la verdad. Y no se quita el uniforme ni en la sección de charcutería del Hipercor, que fue donde le vi la última vez.
Para mí, que su éxito —y por añadidura, mi fracaso— se debe a las pintas. Porque él si que gasta facha de intelectual, mientras que yo... en fin, para qué contar. Yo, lo más cerca que he estado de colar por algo parecido fue hace mucho tiempo, con apenas veinte años, y eso porque me había comprado una americana —¿o se dice blazier?— verde moteada, de dos botones, y un par de camisas tipo servilleta de la abuela, y mi amigo Miguel Escanciano me tomaba el pelo sin piedad, bacilándome con que parecía un progre de los setenta.
Yo creo que el problema —el de mi falta de éxitor literario— está ahí, en las pintas. Seguro que si yo también fuera capaz de disfrazarme de músico indie, de crítico underground o de director de cine plasta, otro gallo me cantaría. Me tomarían más en serio. Me llamarían de las tertulias de la radio, me llevarían a dar conferencias, me darían una cátedra, qué se yo... Fijo que me llamaría alguna agente literaria, que mis libros se venderían como rosquillas, me invitarían a las fiestas de la jet. Lo que no consiga una buena imagen...
Así que, la próxima vez que me cruce con el poeta, le voy a abordar por las bravas, para arrancarle el secreto de su estética. Le pediré que me lleve de tiendas, que me enseñe a enmarañarme el pelo y a poner cara de inteligencia extrema, lo que haga falta con tal de dar el perfil de escritor. Y con eso, ya ni me tendré que preocupar de si escribo bien o mal, de si mis libros son puros ladrillos o si no me aguanta ni mi madre: con lograr la pinta, ya lo tendré todo hecho. ¿O no? ¡Ay, lo que daría yo por parecerme un poquitín a Elvis Costello!
Y es que el atuendo, el corte de pelo, el maquillaje, la forma de hablar y hasta los andares conforman una parte de nuestra imagen pública, esa que todos conocemos como "la pinta". Y, más allá de tener buena o mala pinta, lo cierto es que nuestro aspecto es una de las pocas cosas que podemos escoger. ¿Podemos? Por supuesto; lo que no he dicho es que lo hagamos libremente, claro, pero eso es otro cantar.
Todo esto se me ocurre porque llevo unos días cruzándome por todo Santander con un poeta llamado Alberto Santamaría. En un semáforo, en la zona peatonal, en la librería Estudio y hasta en el supermercado. Sí, sí, parece una maldición: allá donde vaya, me tropiezo con él. Y eso que ni nos saludamos, porque él es un poeta de éxito —si es que se puede llamar «éxito» a eso que les sucede a los poetas premiados, publicados, antologados y demás estados del autor— y yo no paso de ser un peatón anodino.
Y, para mí, que todo es por la pinta. Porque a Santamaría no hay más que verlo para comprobar que es un poeta: patillas hasta la yugular, pelo ensortijado, demasiado largo y cuidadosamente mal cortado, luto bastante riguroso, zapatones post-punk, zamarra cruzada de aire militar y bufanda rasposa, evolución natural del pañolón palestino. Si es que sólo le faltan las gafas de pasta, la verdad. Y no se quita el uniforme ni en la sección de charcutería del Hipercor, que fue donde le vi la última vez.
Para mí, que su éxito —y por añadidura, mi fracaso— se debe a las pintas. Porque él si que gasta facha de intelectual, mientras que yo... en fin, para qué contar. Yo, lo más cerca que he estado de colar por algo parecido fue hace mucho tiempo, con apenas veinte años, y eso porque me había comprado una americana —¿o se dice blazier?— verde moteada, de dos botones, y un par de camisas tipo servilleta de la abuela, y mi amigo Miguel Escanciano me tomaba el pelo sin piedad, bacilándome con que parecía un progre de los setenta.
Yo creo que el problema —el de mi falta de éxitor literario— está ahí, en las pintas. Seguro que si yo también fuera capaz de disfrazarme de músico indie, de crítico underground o de director de cine plasta, otro gallo me cantaría. Me tomarían más en serio. Me llamarían de las tertulias de la radio, me llevarían a dar conferencias, me darían una cátedra, qué se yo... Fijo que me llamaría alguna agente literaria, que mis libros se venderían como rosquillas, me invitarían a las fiestas de la jet. Lo que no consiga una buena imagen...
Así que, la próxima vez que me cruce con el poeta, le voy a abordar por las bravas, para arrancarle el secreto de su estética. Le pediré que me lleve de tiendas, que me enseñe a enmarañarme el pelo y a poner cara de inteligencia extrema, lo que haga falta con tal de dar el perfil de escritor. Y con eso, ya ni me tendré que preocupar de si escribo bien o mal, de si mis libros son puros ladrillos o si no me aguanta ni mi madre: con lograr la pinta, ya lo tendré todo hecho. ¿O no? ¡Ay, lo que daría yo por parecerme un poquitín a Elvis Costello!
14 comentarios:
Pues chico, acabas de solucionar todos mis problemas. Voy enseguida a rebuscar por el trastero, que lo que allí hay no es que me dé para forjarme una imagen de poeta/escritora, pero para narrachorradas me da de sobra. Eso sí, en cuanto me crezcan las patillas agarrarse los machos, jajajajaj.
Un saludo.
La verdad es que no sé si primero se tiene la pinta y luego la maña o al contrario. Uno empieza a ser pintor, cantante o escritor y se pone la pinta acorde con eso.
Está claro que hay algunas pintas que son claras pero otras parecen más espontáneas pero tienes toda la razón en tu análisis.
Un beso
La pinta es otro de esos problemas de la adolescencia que el tiempo se encarga de ir poniendo poco a poco en su sitio, quien más quien menos empieza a echar barriguita de relojero, entradas de barman, ojos de perra preñada y el pantalón se escurre culo abajo o queda atrapado por la cinta de lomo que nos protege la cintura.
Yo más que luchar para paracerme a mis poetas locales, que también los tengo, me esfuerzo en evitar parecerme al charcutero de mi Hiper.
Porque soy muy presumido, aunque pocos lo crean.
Casi se me pasa esta entrada sobre las pintas, y hubiera sido una lástima porque me ha encantado.
Llamazares te hago una advertencia desde el cariño. Llevo coleta, perilla y gafitas que me dan un aire de escritor que te cagas (todo el mundo me lo dice) y no me como ni un colín literario. Así que debe ser que algunos encima tendremos que aprender a escribir... Ains, en ello estamos día a día.
Y tú no te pintes ni te despintes que te auguro un éxito próximo. Y si no, al tiempo.
Besitos/azos.
yo tampoco creo que la pinta sea tan determinante... tú sigue siendo tú... verás cómo te va bien!
Yo creo que el éxito literario está en una combinación de esfuerzo, calidad, verborrea y algo de suerte. ¿El aspecto importa? Para que nos vamos a engañar. Seguramente sí. Aunque no sé si será cosa de la típica pinta de escritor. Si eso fuera así, ¿los escritores que trabajan bajo seudónimo y no se les conoce deberían vender un colín? Los hay con éxito. Así que tampoco debe ser tan importante.
Tampoco te preocupes. El éxito es tan relativo... Puede que para ti no lo hayas conseguido. A mí me daría envidia tu posición por ejemplo. Así que menos quejarse y más acción... La vida es más larga de lo que parece.
Un saludo!
Cambia de pinta Javier pero busca otro parecido que no sea el de Elvis Costelo, por favor¡¡¡
Pues voy a hacer como Vitru. Voy a buscar en el fondo, fondo, fondo del armario a ver si encuentro mi perfil de escritora.
De momento, lo único que tengo a mano es una pinta de cerveza.
No te sofoques, no te hace falta la pinta, tú ya eres mejor escritor que mucha gente con pinta que lo que son es unos "pintas"
bueno, pues a veces la pinta viene con el talento y a veces el talento viene vestido como un simple mortal, lo importante es el talento y tu ya lo tienes...por cierto vi que escribiste "bacilandome" en cursiva, echandole lena al fuego otra vez??? :D (es broma)
Como escriptorum, yo no creo en eso de las pintas, a no ser que sean de Guinness. Y si no que se lo digan a mi asesor estético...
yo preguntándome por su vida y usted escribiendo varios posts diarios!!!
y hasta nombrándome en un final de cuento!!!
dónde está esa rubia por favor? me muero por firmar algún autógrafo.
No todo el mundo opina lo mismo sobre la traza del poeta... Ya te comentaré lo que de fuera me han dicho... pero por teléfono, que aquí no se puede... Un beso suspensivo.
Yo tengo la teoría totalmente opuesta. De hecho yo al tal Santamaría no le he oído nombrar en mi vida, así que su éxito o es muy menor o muy local, en todo caso circunscrito a la extensión de su pasarela.
Además te equivocas con unos de tu lista, los dadaístas iban perfectamente trajeados y muchos de los artistas o escritores mejores pasan por ser personas normales. Desde la bohemia los más acicalados eran los peores escritores o pintores, es directamente proporcional e la escasez de talento, cuanto menos tienes más debes mostrar a primer golpe de vista que eres o te crees una artista. el auténtico artista lo oculta porque le da vergüenza serlo, porque el arte se hace de lo íntimo.
Un abrazo
No todos opinan lo mismo, es cierto. los hay que opinan que primero hay que leer al poeta en cuestión y luego juzgar. Vean:
http://metamistica.blogspot.com/2007/11/el-hombre-de-los-dardos.html
Publicar un comentario