Esperanza. Segunda virtud teologal.
En general, es muy complicado diferenciar la esperanza de la fe. En casos así, siempre ayuda utilizar el diccionario de la RAE —en otros casos también puede ser muy útil; por ejemplo, como arma arrojadiza, o para calzar mesas que cojeen mucho, pero mucho, mucho—, así que el que quiera puede echarle un vistazo al particular aquí y aquí.
Para los que no tengan fe en la Academia, ni mucha esperanza de que sus dudas se aclaren, trataré de esbozar mi propia visión sobre el asunto. [Aclaro, por tanto, que es la mía, que puede ser distinta de la de los demás, y que cada uno tenemos nuestro propio ideolecto, que aparte de una palabreja cursi y pomposa viene a decir que el lenguaje de cada cual es personal e intrasferible.]
Tengo para mí que la fe es creer en lo indemostrable. Lo de los notarios y tal son ya derivaciones del lenguaje, pero creer, lo que se dice creer, sólo vale si se hace sin pruebas. Como Santo Tomás, pero al revés: nada de andar metiendo el dedo en las heridas, el «sólo creo en lo que veo» no es fe, sino evidencia de que piensas que no necesitas gafas.
En cambio, la esperanza es el anhelo de que nuestros deseos se cumplan. Con o sin intervención divina, pero que se realicen.
La esperanza es un recurso que guardamos en el cajón, reservado a los imposibles. Si, mientras esperas a que salga la nota, tienes esperanzas de aprobar sintaxis, será que no has estudiado mucho. Si te hubieras aplicado, lo que tendrías sería paciencia. No se puede tener la esperanza de que tu jefe se jubile —porque ese día llegará tarde o temprano—, pero sí puedes esperar que le atropelle un tranvía antes de los sesenta y cinco. Los del Racing podemos tener la esperanza de ganar algún año la liga, y mi hijo tiene la esperanza colectiva más compartida que existe: la del aprobado general —una leyenda urbana que dicen que se dio una vez, allá por los años cincuenta—.
Creo —ojo: sin mucha fe, ¿eh?— que los verdaderos campeones de la esperanza somos los españoles. Mientras en otras latitudes la gente aspira a ser empresario, o un gran profesional, nosotros seguimos la más rancia tradición, y aspiramos a vivir de las rentas. ¿Cuál es nuestro modelo de éxito en la vida? ¿Cuál es nuestro mayor deseo —confeso—? ¡Claro! ¡El de heredar de un tío de América! ¿Cuál si no?
Heredar. Recibir de un plumazo un dineral, y sin despeinarse. Así somos los españoles: hidalgos. El tesón, la dedicación, el esfuerzo y todo eso están muy bien, pero no puede compararse con un golpe de fortuna, un coup de grâce que nos resuelva el porvenir, y sin dar golpe. Porque desde el Siglo de Oro hasta hoy poco ha cambiado la mentalidad: seguimos mirando desde abajo cómo disfrutan de la vida algunos privilegiados, manoseando revistas del corazón o tragando telebasura, mientras nos hundimos en la deshonra social del trabajo.
Cierto que América ya no es lo que era, pero eso ya lo pensó el bueno de Carlos III por nosotros: para eso instituyó la lotería, para que la esperanza siga siendo lo último que se pierde. Claro. Porque primero pierdes lo que has jugado. Pero no la esperanza.
Y es que algún día tiene que llegar, por supuesto. No vas a pasarte la vida trabajando como un burro, y para nada. Qué va... ya acertarás una quiniela o algo, y ese día se van a enterar...
En fin, que la esperanza es un salvavidas muy práctico: nos permite sobreponernos a cualquier adversidad, soportar la travesía por el desierto porque, algún día, seremos recompensados. Además, ¿a quién no le gusta soñar despierto? A mí, el primero. Parafraseando al poeta porteño Raúl Núñez:
Dice un hermoso proverbio japonés: «Es mejor viajar lleno de esperanza que llegar». Así que ahora mismo me voy a echar una primitiva, a ver si puedo me pasar de viaje lo que me queda de vida.
En general, es muy complicado diferenciar la esperanza de la fe. En casos así, siempre ayuda utilizar el diccionario de la RAE —en otros casos también puede ser muy útil; por ejemplo, como arma arrojadiza, o para calzar mesas que cojeen mucho, pero mucho, mucho—, así que el que quiera puede echarle un vistazo al particular aquí y aquí.
Para los que no tengan fe en la Academia, ni mucha esperanza de que sus dudas se aclaren, trataré de esbozar mi propia visión sobre el asunto. [Aclaro, por tanto, que es la mía, que puede ser distinta de la de los demás, y que cada uno tenemos nuestro propio ideolecto, que aparte de una palabreja cursi y pomposa viene a decir que el lenguaje de cada cual es personal e intrasferible.]
Tengo para mí que la fe es creer en lo indemostrable. Lo de los notarios y tal son ya derivaciones del lenguaje, pero creer, lo que se dice creer, sólo vale si se hace sin pruebas. Como Santo Tomás, pero al revés: nada de andar metiendo el dedo en las heridas, el «sólo creo en lo que veo» no es fe, sino evidencia de que piensas que no necesitas gafas.
En cambio, la esperanza es el anhelo de que nuestros deseos se cumplan. Con o sin intervención divina, pero que se realicen.
La esperanza es un recurso que guardamos en el cajón, reservado a los imposibles. Si, mientras esperas a que salga la nota, tienes esperanzas de aprobar sintaxis, será que no has estudiado mucho. Si te hubieras aplicado, lo que tendrías sería paciencia. No se puede tener la esperanza de que tu jefe se jubile —porque ese día llegará tarde o temprano—, pero sí puedes esperar que le atropelle un tranvía antes de los sesenta y cinco. Los del Racing podemos tener la esperanza de ganar algún año la liga, y mi hijo tiene la esperanza colectiva más compartida que existe: la del aprobado general —una leyenda urbana que dicen que se dio una vez, allá por los años cincuenta—.
Creo —ojo: sin mucha fe, ¿eh?— que los verdaderos campeones de la esperanza somos los españoles. Mientras en otras latitudes la gente aspira a ser empresario, o un gran profesional, nosotros seguimos la más rancia tradición, y aspiramos a vivir de las rentas. ¿Cuál es nuestro modelo de éxito en la vida? ¿Cuál es nuestro mayor deseo —confeso—? ¡Claro! ¡El de heredar de un tío de América! ¿Cuál si no?
Heredar. Recibir de un plumazo un dineral, y sin despeinarse. Así somos los españoles: hidalgos. El tesón, la dedicación, el esfuerzo y todo eso están muy bien, pero no puede compararse con un golpe de fortuna, un coup de grâce que nos resuelva el porvenir, y sin dar golpe. Porque desde el Siglo de Oro hasta hoy poco ha cambiado la mentalidad: seguimos mirando desde abajo cómo disfrutan de la vida algunos privilegiados, manoseando revistas del corazón o tragando telebasura, mientras nos hundimos en la deshonra social del trabajo.
Cierto que América ya no es lo que era, pero eso ya lo pensó el bueno de Carlos III por nosotros: para eso instituyó la lotería, para que la esperanza siga siendo lo último que se pierde. Claro. Porque primero pierdes lo que has jugado. Pero no la esperanza.
Y es que algún día tiene que llegar, por supuesto. No vas a pasarte la vida trabajando como un burro, y para nada. Qué va... ya acertarás una quiniela o algo, y ese día se van a enterar...
En fin, que la esperanza es un salvavidas muy práctico: nos permite sobreponernos a cualquier adversidad, soportar la travesía por el desierto porque, algún día, seremos recompensados. Además, ¿a quién no le gusta soñar despierto? A mí, el primero. Parafraseando al poeta porteño Raúl Núñez:
si me pagaran un millón de dólares por este artículo...
Dice un hermoso proverbio japonés: «Es mejor viajar lleno de esperanza que llegar». Así que ahora mismo me voy a echar una primitiva, a ver si puedo me pasar de viaje lo que me queda de vida.
5 comentarios:
Como a mí no me ha tocado la primitiva no puedo pagarte un millón por el artículo pero si puedo darte unos cuantos abrazos por tu excelencia.
La esperanza también es una manera de alargar los momentos. Entre que llega o no llega el deseo ya lo estás disfrutando.
La decepción ya es otra cosa, y lo bueno es que las más de las veces la podemos sepultar con más brotes de esperanza.
Espero que te vaya bonito, amigo Javier.
Totalmete de acuerdo con el artículo, y ya que de nuevo se nombra a la fe, y se compara con la esperanza, muy acertadamente por tu parte,por cierto, me gustaría añadir un detalle, siempre bajo mi punto de vista. Muchas veces se confunde fe con confianza. Un ejemplo sacado de los comentarios del árticulo anterior: tengo fe en los médicos o en cualquier otro tipo de ciencia aplicada. Yo ahí más que fe diría que se tiene confianza en el buen hacer del profesional de turno, no me gusta hablar de fe, porque sí se puede comprobar y comprender el porqué. Tampoco me gusta hablar en ese caso de esperanza, porque al existir precedentes de éxito ha dejado de ser un imposible. A mi la verdad es que la palabra fe no me gusta mucho, pero sí la esperanza porque soñar es gratis y muchas veces nos mantiene con ganas de seguir día a día.
Un saludo
Mariano, aunque el millón sea de abrazos en vez de petrodólares, te lo agradezco igual. Bueno, casi igual.
Ahora, que si te toca la lotería, ni se te ocurra andar por ahí comprando artículos a millón. Entre nosotros: valen un poquito menos.
Un abrazo.
Alberto, a mí me pasa lo mismo con esas palabras: una cosa es la fe y otra la confianza. Se puede tener mucha fe en un cirujano, pero la tienes, sobre todo, porque sabes que en la facultad y en el mir le habrán mareado hasta la extenuación para que aprenda a hacer su trabajo.
Y tener fe así es hacer trampa: hay que creer sin pruebas. Si no, "no se vale".
Un abrazo.
Javier: ya lo decían Los Pecos, que no hubo filósofos más grandes en la antigüedad: "en mi vida sólo quedan esperanzas", o algo así cantaban.
Publicar un comentario